Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II. William Nordling J.

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Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II - William Nordling J. Razón Abierta

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sobre el cosmos, y recibimos revelaciones personales hechas por otros seres humanos y también, para muchos, por Dios. Bajo una medida humana más completa, la inteligencia autoconsciente incluye diferentes tipos de conocimiento y amor, es decir, tanto sobre la cognición intelectual (intuición y razón) como sobre el afecto intelectual (voluntad). El surgimiento de la consciencia humana parece haber ocurrido más bien repentinamente, hace unos cincuenta mil años (Vitz, 2017). Es casi seguro que implicó el desarrollo de la capacidad humana para el lenguaje y aparentemente ha seguido desarrollándose hacia niveles más sofisticados desde su inicio. La singularidad de esta autoconsciencia humana, basada en el lenguaje, nos separa ampliamente incluso de los animales más avanzados (Berwick y Chomsky, 2016; Bikerton, 2014; Deacon, 1997; Klein, 1999; Suddendorf, 2013).

      INCLINACIONES RACIONALES

      Los humanos incorporan un deseo y una necesidad natural de conocimiento. Deseamos conocer el mundo, a otras personas, y, naturalmente, a nosotros mismos, de forma integrada con nuestra necesidad de amor, intencionalidad y libertad (Sherwin, 2005). Nos hacemos preguntas como ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Existe una finalidad en la vida en general? ¿Existe una finalidad o propósito y significado en mi vida? La sed de ciencia cuantificable forma parte de este anhelo, pero también lo es el deseo de conocimiento cualitativo de otras personas, de empatía interpersonal y autocomprensión.

      ¿QUÉ PAPEL JUEGAN NUESTRAS INCLINACIONES NATURALES EN EL CONOCIMIENTO Y LA RAZÓN?

      Entre las inclinaciones naturales que experimentan los seres humanos, el deseo natural de conocimiento sirve como semillero de virtudes intelectuales, morales y teológicas relacionadas tanto con el conocimiento como con el amor (véase el capítulo 11, «Realizada en la virtud»). Nuestra curiosidad está ligada a nuestro sentido natural de responsabilidad por nuestros pensamientos y acciones. Fundamenta el deseo de saber qué hacer éticamente, así como el juicio de la consciencia (guiado en parte por la virtud moral de la prudencia; Aquino, I-II, qq. 47-56; Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 2000, §§1783-1789, §1806). Y la conciencia necesita ser entrenada. Por ejemplo, es natural que queramos saber no solo qué somos las personas (debido a nuestra naturaleza humana) y cómo nos realizamos como personas y en familia y comunidad (experiencia personal y vocaciones). También queremos saber qué es lo que estamos llamados a hacer (qué debemos hacer éticamente), y por qué a veces actuamos de manera que herimos a los demás y a nosotros mismos, e incluso a aquellos a quienes más amamos.

      Estas experiencias humanas, de intentar conocer más para conseguir la realización, demuestran que la mente humana no solo está interesada en la supervivencia (aunque, por supuesto, existan actividades humanas conscientes e inconscientes —de los sistemas neuronales, hormonales, así como de otros sistemas humanos— que hacen posible la supervivencia), sino que, asimismo, la mente está interesada en el conocimiento del mundo, de uno mismo y de los demás. Además, estamos interesados en la trascendencia final y en Dios. Si la mente fuese simplemente un subproducto de la supervivencia, o un epifenómeno del «gen egoísta» (Dawkins, 1976/2016), solo haría cálculos estadísticos del valor o utilidad de la supervivencia de cada acción y persona.

      No solo buscamos el conocimiento para prolongar la vida y lograr la sanación física y psicológica, sino que también trabajamos al servicio de la libertad, la paz, la prosperidad económica, así como de la sanación espiritual y la reconciliación. Estas cualidades, no obstante, no pueden reducirse a la supervivencia, incluso cuando tienen valor de supervivencia (Nagel, 2012). Mientras que nos preocupamos por la supervivencia del individuo, la familia o el patrimonio genético, a la vez dedicamos nuestras vidas a la exploración del significado de la vida de manera teórica, práctica y personal. Buscamos verdades comúnmente conocidas sobre el mundo y la verdad última que van más allá de cualquier utilidad. Buscamos la belleza más allá de su valor de supervivencia y de su verdad ética, incluso cuando otros se oponen fuertemente a nuestra búsqueda, y aunque pueda tener un coste emocional para nosotros. Asimismo, los humanos dan sus vidas, a pesar del precio a pagar, por ejemplo como padres de sus hijos, como soldados de un país y como mártires de su fe.

      Bajo la luz de una posición filosófica católica cristiana, entendemos que esta inclinación natural por el conocimiento y la verdad (junto con los aspectos cognitivos de otras inclinaciones naturales, como hemos visto en los dos últimos capítulos y veremos en siguiente) desempeñan un papel constructivo no solo desde el punto de vista del conocimiento y la contemplación humana, sino a través de la motivación y la libre agencia, en el sentido y la estética, así como en la ética y responsabilidad. Asimismo, las inclinaciones racionales están presentes en nuestra búsqueda de realización cotidiana y de beatitud última (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.2; Levering, 2008; Pinckaers, 1995; Schmitz, 2009). Buscamos conocer la verdad, que no es simplemente una relación exacta entre la mente y la realidad. La verdad también la encontramos a través de la revelación del ser y del descubrimiento del significado de la existencia, así como del conocimiento personal de otros humanos, del conocimiento metafísico de la fuente última de toda existencia y verdad (que es Dios), así como de la exigencia ética engendrada por la naturaleza concreta de cada persona y sus compromisos vocacionales. Una parte importante de nuestra dedicación a la verdad y el conocimiento es nuestro deseo y esfuerzo por su preservación y enseñanza, dirigidos hacia el bien de los demás y de la sociedad.

      ¿CÓMO INFLUYE NUESTRO IMPULSO BÁSICO POR EL CONOCIMIENTO EN LA CONDUCTA INTERPERSONAL?

      Nuestra curiosidad natural por conocer la verdad no se satisface con respuestas teóricas sobre la naturaleza humana, o teorías sobre el valor de la supervivencia o informaciones científicas sobre la función cerebral. Buscamos no solo conocer el mundo y a los seres humanos, sino también interactuar con ellos. Este deseo no es un simple despliegue de conocimiento innato, ni se satisface con datos científicos y explicaciones parciales. En realidad, este deseo subyace en la búsqueda para descubrir quiénes son las personas, el significado de nuestra relación con ellas, y el propósito de nuestras vidas. El deseo natural de conocimiento y verdad nos conduce hacia un significado más completo de la vida humana, a nivel racional, interpersonal, ético, metafísico y místico. Al hacerlo, nos afirmamos sobre cómo actuamos, cómo nos comprometemos y en quiénes nos convertimos (Wojtyła, 1979, 1993). Este deseo natural funciona como una semilla de virtud y como una forma de conocer la dirección que nos ofrece la ley moral natural. Nuestro deseo natural va creciendo. Partiendo de inclinaciones no desarrolladas, llegamos a la intuición de lo que es bueno y correcto y lo que no lo es, a qué constituye nuestro fin, así como al discernimiento sobre los medios para conseguir ese fin, y a los actos responsables, a las disposiciones virtuosas, a la madurez moral y espiritual. Este deseo es también profundamente interpersonal, ya que el conocimiento se adquiere tanto a través de las relaciones interpersonales, como en nuestras comunidades y sus narrativas.

      Filosóficamente hablando, llegamos a la ley moral natural a través de nuestra participación racional humana en una realidad objetiva ordenada. Teológicamente hablando, la participación racional en la ley moral natural constituye asimismo una participación racional en la ley eterna (Rom 1:19-20 y 2:14-15; Aquino, 1273/1981, I-II, 91.2). Su origen divino se afirma y clarifica a través de la revelación divina, que se encuentra, por ejemplo, en las dos tablas del Decálogo (Ex 20, 1-17; véase asimismo el capítulo 17, «Creada a imagen y semejanza de Dios», en particular el apartado «Orden divino y moral»). San Juan Pablo II (1993) identifica cómo en la creación Dios da a la humanidad sabiduría y amor, así como un «fin último, por medio de la ley inscrita en el corazón» (1993, §12; cf. Rom 2:15); y la denomina, de acuerdo con la tradición clásica, ley natural.

      El conocimiento de la ley moral natural tiene una influencia directa sobre nuestra agencia humana. Este conocimiento es transformador y performativo. Conocer la verdad de la realidad nos muestra los verdaderos bienes a perseguir, y favorece los actos virtuosos, así como la verdadera realización. La ley natural subyace en el deseo de las virtudes morales

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