Colombia. El terror nunca fue romántico. Eduardo Mackenzie
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El prestigio del vocablo «social» es inmenso. Hayek decía: «‘Social’ fue cada vez más la etiqueta de la virtud preeminente, la cualidad que distinguía al hombre de bien, y el ideal que debía guiar la acción colectiva».
Es hora de examinar el asunto del lenguaje que fabrica la subversión. El uso de fórmulas retóricas ambiguas hace parte de la política de la manipulación de los espíritus. Es una verdadera guerra psicológica. La capacidad de reflexión y respuesta de la sociedad son adormecidas por la reiteración de esa propaganda.
Como ninguna constitución lo garantiza, el «derecho a la protesta» es una mentira. Una mentira tan grande como definir como «retención» el secuestro, como llamar a los terroristas «inconformes», como decir que las Farc son un «actor político», como decir que su violencia es un «discurso». Es una falsedad tan grave como decir que Ingrid Betancourt y los rehenes militares, encadenados a árboles durante años, eran «bien atendidos» por sus verdugos y que solo eran encadenados «esporádicamente». Es tan infame como decir que los cautivos de las Farc eran los responsables del maltrato que sufrían pues habían intentado escapar.
Sin tal distorsión del lenguaje los crímenes de los violentos serían perseguidos seriamente por la justicia. Empero, ante los destrozos humanos y materiales, las autoridades y la ciudadanía quedan perplejas el primer día, pero olvidan todo unas horas después. El tal derecho «a la protesta social» sirve para eso.
FECODE ha hecho mucho para popularizar el «derecho a la protesta» y para convertirlo en un derecho «social». Siempre que puede repite: «La protesta social pacífica es un derecho de todos los ciudadanos en una democracia. No puede ser ni estigmatizado, ni violentado». Es decir, el Estado no puede reprimir los desmanes pues eso sería violentar y/o estigmatizar un «derecho social».
Encontramos defensores de eso en los lugares más insólitos. Una decana de la Universidad de Los Andes inventó algo muy curioso: que el Estado debe ser «neutro» ante las «manifestaciones» y que no puede advertir a la sociedad sobre los efectos de ciertas protestas pues eso equivale a «atemorizar a los jefes de la protesta» y violar esa pretendida «neutralidad». Para que no quedara duda, ella puso este ejemplo: «Utilizar la fuerza para impedir que la protesta social bloquee una calle no es legítimo porque eso disuelve la protesta». Gracias a ese embuchado anarquista, a esa fantasía sin soporte, el Estado como servidor de la comunidad desaparece. Así va el estudio del Derecho en la universidad colombiana.
Gracias a ese tipo de artimañas, FECODE fue más lejos y beatificó los paros cívicos al definirlos como «movilización social continuada y articulada». Hasta los más entendidos mintieron al respecto. El antropólogo Gonzalo Sánchez, de la Universidad Nacional, estimó hace poco que «la protesta social estaba criminalizada» durante los gobierno del expresidente Uribe. El primer director del Centro Nacional de Memoria Histórica (en tiempos de Santos) afirma sin sonrojarse que combatir el terrorismo es «criminalizar la protesta social».
El 21 de noviembre de 2019, FECODE proclamó: «No a la criminalización y restricción del derecho a la protesta social. Todos a las calles en el paro nacional del 21 de noviembre de 2019, contra el Paquetazo de Duque». Ese «derecho» terminó en los desastres que conocemos: saqueos, disturbios y parálisis en varias ciudades, tres policías destrozados por una bomba en el Cauca, 70 uniformados, entre ellos 14 mujeres, agredidos brutalmente, y 57 ciudadanos lesionados.
La teoría de la decana de «no atemorizar a los líderes de la protesta» antes de ésta produjo los efectos esperados: la sociedad fue agredida sin que el Estado tomara medidas previas para impedir que ese paro cívico termina en semejante caos. En los textos de algunos teóricos del CINEP la narco-guerrilla Farc es mostrada como una expresión de la «protesta social» que responde ante la «desigualdad social».
La periodista Isabel Caballero Samper también aporta su contribución a tal confusión. Ella escribió: «El derecho a la protesta social es un derecho muy importante porque se utiliza para lograr el cumplimiento por parte del Estado de los derechos fundamentales. Por eso es aceptable que en ciertos momentos afecte algunos derechos de otras personas como el derecho a moverse libremente por la ciudad».
Asombra saber que una periodista acepte que los derechos de los otros puedan ser «afectados» por alguien que quiere imponerse por la fuerza. Su idea sobre el origen de un derecho es grotesca. Los particulares no pueden crear caprichosamente «derechos» utilizando las vías de hecho. Esa visión es bárbara. Un derecho no existe por el hecho de que alguien lo «utiliza», es decir, por tomarse el derecho de hacer algo. Si eso fuera así, el derecho a asesinar podría dejar de ser un crimen. Un derecho surgido de una práctica exige ser rectificado por la legislación. Eso es así en las sociedades organizadas, desde los tiempos de Licurgo y de las Doce Tablas de Roma.
Tras leer con atención los textos que nos hablan del pretendido «derecho a la protesta social» observamos que sus actores son incapaces de ubicar el lugar donde se encuentra ese derecho en la Constitucional nacional. Algunos creen verlo en la Declaración universal de Derechos del Hombre. Tampoco es cierto.
En realidad, no hay una sola palabra sobre el «derecho a la protesta» en la Constitución de 1991. Ese «derecho» tampoco hizo parte de la Constitución de 1886. Si ese derecho no aparece en nuestra Carta no puede aparecer en ningún código. Y si aparece esa formulación es inconstitucional. Las dos jurisprudencias de 2017 de la Corte Constitucional que, según algunos, validan el «derecho a las protestas» (sic) son por eso de muy dudosa estirpe.
La Constitución consagra los derechos fundamentales de los colombianos (Titulo II, capítulo 1). Allí están consagrados los derechos principalísimos: por ejemplo, el derecho a la vida, a nacer libres e iguales en derechos; a no ser torturados; a la libertad de conciencia, de cultos. Ese título consagra, entre otros, la libertad de expresar y difundir pensamientos y opiniones, de presentar peticiones respetuosas a las autoridades, de circular por todo el territorio nacional. El artículo 56 garantiza el «derecho de huelga salvo en los servicios públicos». El artículo 258 dice que el voto es un derecho y un deber ciudadano.
El social-liberalismo y los marxistas tratan de hacer creer que la Constitución garantiza un «derecho a la protesta». Empero, el artículo 37, que algunos citan como el fundamento de ese derecho, habla explícitamente de otra cosa: del derecho a «reunirse y a manifestarse públicamente y pacíficamente». La subversión cree ver en esa frase el «derecho a la protesta». Incluso creen ver allí el «derecho a la protesta social». Pero como es imposible hacerle decir eso a la Constitución acuden a un experimento culinario: echan en una licuadora el artículo 56 de la CN, que garantiza el derecho de huelga, y le agregan el artículo 37, ya visto, ponen en marcha la licuadora y de eso sale un jugo maravilloso: el derecho «a la protesta social».
Que bella impostura.
Un derecho fundamental, que no requiere un desarrollo legislativo ulterior, o una reglamentación, debe ser mencionado exacta y explícitamente por la Constitución. La Constitución no habla en ningún momento de «derecho a la protesta».
Es imposible hacer creer que «protestar» es igual a «reunirse» y a «manifestarse públicamente y pacíficamente». Protestar es «mostrar con fuerza su desacuerdo o descontento». La palabra castellana protestar viene del latín proteste, que significa «afirmar con fuerza y públicamente». El constituyente supo que en el término «protesta» hay siempre el elemento de la fuerza. Por eso evitó utilizar esa palabra. En cambio, creó el derecho a «manifestarse públicamente» y agregó inmediatamente el adverbio «pacíficamente» para no crear un vacío por donde pudiera deslizarse la idea de que la manifestación violenta es un