Colombia. El terror nunca fue romántico. Eduardo Mackenzie

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el paro cívico del 14 de septiembre de 1977. Los aparatos de entrismo del PCC en el mundo sindical lograron arrastrar a esa aventura sangrienta a las otras centrales sindicales. Ese paro dejó un saldo de 23 muertos, un número indeterminado de heridos y 400 detenidos. Los desórdenes en varias ciudades duraron dos días. Pero ahí no terminó en tal paro cívico: un año después, el 12 de septiembre de 1978, un comando comunista asesinó a balazos al exministro del Gobierno que le había hecho frente al paro insurreccional, Rafael Pardo Buelvas, en su propio domicilio, delante de su esposa. Ese fue el fin del paro cívico de 1997.

      Luego los «paros cívicos» no tienen nada de «cívicos»: son, por el contrario, una pavorosa arma criminal de la subversión comunista.

      Los «paros cívicos» que decretan y dirigen hoy los jefes de las Farc-partido, junto con los caciques de FECODE y de la CUT contra el gobierno, son de la misma naturaleza de aquel paro de 1977: producen muertos, heridos, detenidos y destrucciones de todo tipo. No ha acarreado el asesinato de un ministro, pero el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, ha sido amenazado de muerte por una banda narco-terrorista. Esos elementos, apartemente inconexos, hacen parte de un mismo proyecto. ¿Cómo es posible que sigamos creyendo que en esas revueltas sangrientas hay algo de «cívico»?

      Orwell decía que es ilusorio creer que bajo un gobierno totalitario (comunista o fascista) se podría permanecer interiormente libre, que en sus buhardillas los enemigos clandestinos de ese régimen podrían anotar sus pensamientos. Parafraseando a Orwell podríamos decir que en Colombia sería ilusorio creer que bajo la cascada diaria de propaganda permanente comunista, vertida de manera directa o indirecta, e inconsciente a veces, por la prensa y por los demás medios de comunicación, podríamos seguir, en el fondo de nosotros mismos, seguir pensando como hombres libres.

      Para serlo debemos repudiar y denunciar el uso del lenguaje totalitario que le roba a las palabras su relación íntima con las cosas y que es explotado para disimular el verdadero carácter de las atrocidades.

       14 de febrero de 2020

      LOS ÚNICOS QUE OBJETAN LA IMPORTANTE labor del profesor Darío Acevedo Carmona al frente del Centro Nacional de Memoria Histórica, desde febrero de 2019, es el grupúsculo sectario de siempre, el mismo que controló a sus anchas, durante ocho años y en la más grande opacidad, esa dependencia administrativa.

      Ese equipo estaba empeñado en cumplir una sola tarea: que todos los recursos intelectuales y financieros del CNMH fueran canalizados para imponer como verdad revelada un embuchado narrativo que avergüenza a todo historiador que se respete(8).

      Pretendían (y los viudos del poder siguen gritando lo mismo desde los techos) que la violencia de las Farc, y de las otras narco-guerrillas comunistas, sólo fue «un elemento discursivo desde el marxismo» de un «actor político» aunque éste haya «trasgredido el orden jurídico constituido»(9).

      Cincuenta años de atrocidades, manipulaciones y mentiras de todo calibre, cometidas por implacables bandas criminales, son ocultados y convertidos en un mero «discurso» de un actor no armado pues únicamente «político».

      Lo hecho en Inzá, Bojayá, El Nogal, Machuca, la Escuela General Santander, para escoger solo cinco matanzas entre tantas otras, fueron «elementos discursivos» de las Farc y del Eln.

      La montaña de asaltos sangrientos contra colombianos inermes de todas las clases y categorías sociales, y contra las fuerzas armadas y de policía de un Estado democrático, es glorificada por la clique que inspira a quienes pretendían seguir controlando el CNMH tras el fin del periodo del presidente JM Santos.

      Son ellos los que insisten en que las Farc, como lo escribe con gran cinismo Francisco Toloza, acudieron a la violencia en calidad de «actor político» y que esa violencia masiva era impartida en defensa de «los intereses de unas clases» y, sobre todo, siendo «fiel a la tradición extra-parlamentaria propia del acervo de los partidos comunistas».

      Si retiramos ese maquillaje retórico, esto quiere decir, en lenguaje corriente, que el empleo de la violencia por parte de las Farc fue, en realidad, un gesto político «tradicional» de justicia de clase, plenamente conforme al derecho, y no solo al derecho colombiano sino a un derecho más vasto y superior: el de «los partidos comunistas».

      Con tales adulteraciones quieren imponerle al país la falsa visión apocalíptica de que, en Colombia, unas clases sociales, dirigidas por el partido comunista, se levantaron en armas contra otras clases sociales. Y que en ese supuesto levantamiento masivo jamás hubo participación del bloque comunista internacional.

      Tal es la razón de la lucha desesperada de ellos para aplicar a rajatabla la fórmula «conflicto armado interno» y descarar el concepto de agresión terrorista de largo alcance.

      Adoptar una u otra terminología tiene consecuencias. Si aceptamos la del «conflicto armado interno» tendremos que tragar otro mito: que la actual violencia narco-comunista (de las Farc-Segunda Marquetalia, del Eln, etc.), debe seguir su curso pues todo lo que ocurre en materia de lucha social, política y cultural es el reflejo de una guerra de clase contra clase en el que el comunismo dirige «la pugna por el poder del Estado». Conclusión: no habrá paz hasta que el comunismo tome el poder.

      Eso es lo que está en juego y lo que explica las intrigas contra la dirección actual del CNMH.

      Los fanáticos que exigen que un marxista regrese a la dirección del CNMH no hacen más que cumplir el legado de Luis Morantes, mejor conocido como «Jacobo Arenas», un sanguinario que pretendía ser el mayor «ideólogo» de las Farc hasta su muerte en 1990. Él decía eso mismo aunque en el lenguaje brutal propio de su rango.

      Es evidente que la Historia fue proscrita en la etapa inicial del CNMH. Si quieren sacar al profesor Darío Acevedo es porque quieren expulsar de nuevo la Historia del CNMH. El objetivo mamerto es hundir la Historia del país bajo una capa de memoria arreglada.

      Incluso acudieron a una secta internacional rarísima que vive gracias al dinero de George Soros. Esta gesticula desde Nueva York y pide la cabeza de Darío Acevedo. Otra reciente muestra de esa ofensiva es el iracundo comentario de un columnista del diario antioqueño El Colombiano que acusa al presidente Iván Duque de «torpedear los acuerdos» Farc/Santos y le exige, al mismo tiempo, destituir al profesor Acevedo(10).

      Es verdad que los leninistas prefieren la Memoria y desconfían de la Historia. Saben bien que la Memoria reposa sobre el recuerdo, la imaginación, la divagación, la conjetura, y hasta en el falso rumor. Por eso ella es el mejor aliado de la propaganda. La Historia, en cambio, es un instrumento exigente. Basado en el examen detallado y contradictorio de archivos, documentos, periódicos, testimonios y otras pruebas incontestables, el trabajo del historiador es un mejor instrumento para conocer el pasado y comprender el presente.

      Los comunistas no aceptan que un historiador ocupe ese cargo y no un marxólogo disciplinado dispuesto a «recoger la memoria» (como dicen ellos) para engordar una leyenda.

      ¿Por qué ahora? Porque quieren que el Museo de la Memoria también sirva ese plato.

      La Historia es, pues, evacuada para que reine la Memoria. Pero hay otros cambalaches. Un grupo pretende que «hay conflicto armado interno» porque lo dice la ley 1448 de 2011(11). ¿Desde cuándo una evaluación político-social es decidida por una ley? La ley no puede dictarle conclusiones al historiador, ni al sociólogo, ni al economista, ni al demógrafo.

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