La historia cultural. AAVV
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En este sentido, la noción de cultura popular (que, en ese momento, fuera de Italia, ocupaba a investigadores del período moderno como Peter Burke, Natalie Zemon Davis y más de un historiador francés) se reveló fundamental. Esta noción no estaba desprovista de una ambigüedad de la que eran perfectamente conscientes los investigadores. Se corría el riesgo de hacer hipóstasis de la existencia de un «pueblo» con su propia identidad y visión del mundo (casi una «conciencia de clase» ante litteram proyectada hacia atrás a partir de las experiencias del movimiento obrero y socialista del siglo xx). Tropezaba, además, con un dilema existencial del que dependían, para remontarse a la cultura de las clases subalternas, de fuentes indirectas, en principio «adversas». Sin embargo, la conciencia de estos problemas permitió a los que evolucionaban en este dominio desarrollar investigaciones que han hecho época, convirtiéndose en clásicos de la historiografía internacional. Es el caso, especialmente, de dos de las primeras monografías de Carlo Ginzburg, que tienen en común el hecho de basarse en una documentación de los archivos del tribunal de la Inquisición de Udine: I benandanti (1966) e Il formaggio e i vermi (1976).3
La primera muestra al lector una Inquisición inicialmente incrédula frente a una creencia popular desconocida y después activa al interpretarla en el sentido de la demonología; de este modo, sugiere el papel decisivo del inquisidor, que inspira la respuesta a los testigos y sospechosos (guardando después el autor las distancias al subrayar la larga permanencia de la brujería europea como mito, cuando no incluso como rito, y no como pura invención de la Inquisición). Como en todos los estudios posteriores sobre estos fenómenos, la cuestión de la documentación y su uso es esencial: Ginzburg, por otra parte, volverá a hablar varias veces sobre las implicaciones metodológicas del papel del historiador y las ambigüedades del interrogatorio llevado a cabo por el inquisidor, que se asemeja a un antropólogo (o al propio historiador) en su manera de intentar establecer y contar la verdad. La segunda obra tiene como protagonista al heterodoxo molinero Menocchio –destinado a convertirse en una verdadera estrella por la cantidad de citas que se propagaron en libros ajenos–. Y la clave de las páginas esenciales de Ginzburg es precisamente la relación de Menocchio con los libros. La original visión que el sospechoso tiene del mundo (la que, impenitente, lo conduce finalmente al patíbulo) se había construido, efectivamente, mediante la lectura de libros, unos de su propiedad y otros prestados, una vía abierta a los historiadores que hoy se interesan en la circulación de los textos, la mediación oral de la conversación con otros, la subjetividad de los usos y la libertad de interpretación, de asimilación personal. Por esta razón Menocchio figura, incluso fuera de su país, en más de un ensayo dedicado a la historia de la lectura, como ejemplo de una compleja relación entre niveles de cultura (el molinero era, a su manera, un mediador entre diferentes grupos sociales). Como ocurre en general con la microhistoria, de la cual Il formaggio e i vermi es un caso paradigmático, la cuestión que se plantea es saber si este estudio de caso es representativo. Pero Carlo Ginzburg era perfectamente consciente de este punto. Una vez hecha esta advertencia –nos resulta difícil estimar cuántos «Menocchios» poblaban Italia y el mundo del pasado–, el historiador puede consultar las fuentes. Rebuscar es difícil pero no imposible, y algunas de las vías de investigación desarrolladas en los años siguientes, a las que aludimos en las páginas que siguen, han ido en esta dirección, lo que ha producido resultados.
Que hayamos acabado hablando de libros para introducir los temas y los enfoques de la historia cultural era inevitable: la historia de las formas de comunicación ha sido en todas partes el terreno preferido de esta manera de hacer historia.4 En el panorama de los estudios italianos destaca la figura de Armando Petrucci, investigador en el que se aúnan las competencias y alternativas de archivista, bibliotecario y profesor de paleografía y de diplomática. Pionero en la investigación sobre la historia de la escritura y la lectura, se ocupó (con casi veinte años de retraso respecto a la publicación original) de la traducción italiana de La naissance du livre de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin (1977). En esta fecha Petrucci ya había escrito importantes e influyentes ensayos, pero también había colaborado en varias obras colectivas (como una serie de publicaciones en el dominio en el que se distinguió la editorial Laterza5 en la segunda mitad de los años setenta). La sensibilidad hacia las diferentes formas de alfabetismo y el compromiso cívico han mantenido su atención en los problemas del presente.6 En este singular terreno escogido (la Edad Media italiana) sus investigaciones han hecho emerger «la ciudad de la Alta Edad Media como lugar de producción, de uso, pero también de enseñanza de la escritura, como escuela y scriptorium, sobre todo de los laicos, desde los notarios a los jueces, los médicos, los propietarios y los expertos, e, incluso los administradores locales».7 En su trabajo, Petrucci recorre libremente la historia de Occidente, desde la Antigüedad hasta nuestros días, en busca de usos y funciones de las escrituras expuestas (epigráficas) y del uso funerario de lo escrito, es decir, de la representación que se quiso transmitir del muerto.8 En conjunto, su lección pone al día, con términos nuevos, un objeto cuyas numerosas facetas merecían ser reconocidas: la variedad de textos, las características de sus soportes materiales, su multiplicidad de usos. Con respecto a la revolución, tan debatida en los medios de comunicación, que se remonta al Renacimiento, conviene, en definitiva, no olvidar la supervivencia del manuscrito incluso en la época de la imprenta, teniendo en cuenta los elementos de continuidad, más que de ruptura, que caracterizan el surgimiento de ésta junto con aquél.
En una historia de la escritura, Italia constituye un objeto particular, puesto que se trata de un país que hoy en día aún habla numerosas lenguas, pero que en un momento dado comenzó a escribir en una sola. Aquí, como en otras partes, el giro de la historia se produce en el siglo xvi, que experimentó un proceso de normalización tras el cual la obligación de «escribir bien» comportó también una tendencia a «escribir menos».9 Marina Roggero, especialista en historia de la instrucción, ha explorado recientemente esta zona fronteriza (o, mejor dicho, de superposición) entre oralidad y escritura, entre consumo popular y consumo culto, marcada por una familiaridad especial de los italianos con la poesía: una familiaridad sensible, desde siempre, hacia los viajeros extranjeros, hasta el punto de transformarse en estereotipo (que debe, por tanto, ser examinada con prudencia, evitando tomarse demasiado al pie de la letra las imágenes de «campesinos con el laúd en la mano» y «jóvenes pastores con el Ariosto en los labios», que nos han dejado Montaigne y muchos otros).10 El éxito de un género como la literatura caballeresca y el papel desempeñado en su transmisión por la voz, el canto y la memoria, permiten recordar, al menos en parte, la historia de la difícil relación de los italianos con los libros –una historia condicionada por el peso de la censura, pero también por las dificultades que podía presentar una tradición literaria escrita en una lengua diferente de la usada a diario-. El papel de la escena popular, marcada por el arte de los improvisadores, recuerda también la importancia del descubrimiento del teatro popular en los estudios italianos desde finales del siglo xix,11 y presenta sugerentes paralelismos con investigaciones sobre las tradiciones épicas orales que marcaron el estudio de la formas de la comunicación, como las de Milman Parry y Albert Lord sobre los bardos de la región balcánica, y