Comunidad e identidad en el mundo ibérico. AAVV

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Comunidad e identidad en el mundo ibérico - AAVV Historia

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mucho tiempo y diligencia en «examinarme a mí mismo». No por casualidad (al menos para un protestante en ciernes) es aquí donde el lector le encuentra citando la Biblia por primera vez, en este caso I Corintios 11:28 («Probet autem seipsum homo»). Pero los resultados no eran alentadores. No encontraba ninguna justificación bíblica de la misa, ni de la transubstanciación (la palabra clave aquí es «bíblica»; como acabo de sugerir, citó la Biblia varias veces, y parece haber sentido una atracción especial hacia el libro de la Revelación). Otras cosas también le molestaban. En primer lugar las diferencias entre los catecismos pontificio y español en torno a, por ejemplo, cuál de los Diez Mandamientos tenía prioridad. A Nicolás también le preocupaba la contradicción entre la llamada de Cristo a todos los fieles a beber del cáliz, y cómo el catolicismo había transformado esta invitación abierta en un privilegio reservado exclusivamente al clero. Sobre todo no tenía ninguna confianza en la Iglesia como institución, que veía dominada por «el orgullo luciferiano del Anticristo romano... el jefecillo [ring-leader] de los Hipócritas» [B2].

      Sin embargo flaqueaba. Cada vez que se sentía con suficientes fuerzas para dejar atrás esta Babilonia, se sentía inhibido por su atracción hacia la Virgen María (en efecto admitía que tenía una media docena de imágenes de ella en su celda). De todas formas, esta devoción se debilitaba y acabó de una forma inesperada. Mientras leía un libro en la biblioteca de El Escorial (de la cual fue responsable durante un breve período de tiempo) encontró un pasaje en un texto de un dominico español sobre el rosario, que interpretaba como una referencia al estímulo sexual que sentía el creyente cuando contemplaba los pechos de María. Esto, nos dice, le puso enfermo, y literalmente «enfrió» (son sus palabras) su lealtad a la Virgen. A partir de ese momento entendía que existía «un único abogado con Dios el Padre, es decir, Jesucristo» [B3-4].

      La suerte estaba echada. Volvió a su tierra natal –otra vez, sin identificarla– y sin perder tiempo viajó a Roma (para dar a su antigua fe una últi-ma oportunidad, nos dice), para acabar en Montpellier, donde abandonó su hábito monástico y se hizo miembro de la iglesia Reformada. No pudiendo predicar por su falta de conocimiento del francés, se dedicó a estudiar medicina. Tuvo un último contacto con su familia, provocado por el intento desesperado de un hermano y un primo (que era sacerdote) de convencerle que volviera al catolicismo. Entre los muchos motivos de hacerlo, le explicaron, estaba la amenaza de que sus doce sobrinas nunca pudieran casarse por la infamia de ser parientes de un hereje. Por «el honor de nuestro linaje y sangre», le instaron, debería volver a la grey [C2]. Pero Nicolás se mantuvo firme en su determinación de seguir siendo protestante, y finalmente se doctoró en medicina. Practicó como médico en el sur de Francia y en ocasiones participó en disputas públicas con jesuitas y otros sobre los sacramentos y otras cuestiones teológicas. Al mismo tiempo se iba familiarizando cada vez más con las doctrinas calvinistas, e incluso llegó a traducir un tratado (no identificado) escrito por el predicador hugonote Pierre du Moulin. Cuando su familia ofreció una recompensa por su muerte, decidió refugiarse en Inglaterra. Sobrevivió a un intento de asesinato en Londres, donde fue atendido por el médico real (y también hugonote) Théodor de Mayerne. Y allí, en vísperas del sínodo de la Iglesia anglicana de 1621, acabó con la redacción del resumen de lo que había sido una vida espiritual bastante turbulenta hasta aquel momento.

      Pocos dudarían del interés de un texto semejante. No obstante, muchos aspectos de ello distan de estar claros. Un primer misterio es obviamente la cuestión de la identidad del autor. No tengo la certeza de que nadie llamado Nicolás y Sacharles haya existido, al menos bajo este nombre. Incluso (hasta el momento) no se puede garantizar que haya un auténtico español detrás de este escrito. Lo que motiva estas dudas es sobre todo la abundancia de los tópicos presentes en la narración. Se ve con facilidad que muchos de los detalles ostensiblemente personales se encuentran también en otros textos polémicos contemporáneos. Estereotipos de esta índole incluyen la familia española dispuesta a contratar asesinos para proteger su honor católico ofendido, o la mención de los triunfos dialécticos de Nicolás en las disputas públicas sobre cuestiones controvertidas de teología (algo que Luisa de Carvajal también relataba con cierta complacencia). Por no hablar de la visita a la misma cueva de la iniquidad, Roma, que servía sólo para confirmar su decisión de romper con la Iglesia, etc., motivo que encontramos en los escritos de Lutero, un cuento de Boccaccio y varias fuentes folklóricas. Todos estos temas se encuentran fácilmente en otras partes y, tomados en su conjunto, pesan algo en contra de la credibilidad del autor, fuera quien fuera.

      Pero más allá de estas dudas, una de las facetas más intrigantes de este relato es la semejanza tan estrecha que mantiene con determinados aspectos de la vida de Luisa de Carvajal. Y llama la atención que, aunque aparentemente Nicolás y Carvajal nunca estuvieron en el mismo lugar en el mismo tiempo, existían varias vinculaciones indirectas entre ellos. Para empezar, Gondomar poseía un ejemplar de la versión latina del librito de Nicolás en su biblioteca personal, dentro del apartado bastante extenso de libros prohibidos (el diplomático gallego disponía del permiso de la Inquisición para coleccionar y leer obras heréticas). Además, hay el curioso dato de que el libro de Nicolás, e incluso tal vez el título, podían haber sido inspirados por una obra anterior del teólogo puritano William Perkins, A Reformed Catholic, publicado originalmente en Cambridge en 1597, y reeditado en Londres en 1617, poco antes de la aparición del opúsculo de Nicolás. Este era un texto muy conocido que trataba la misma temática que la del español, es decir, las diferencias entre el catolicismo y el protestantismo. También dio lugar a una cadena de respuestas, incluyendo una primera réplica escrita por un anónimo exiliado católico inglés, seguido por un libro llamado A Defence of the Reformed Catholic, que salió en Londres en tres tomos entre 1606 y 1609. Esta última polémica era obra de un tal Robert Abbot, obispo de Salisbury. Éste resultó ser el hermano de George Abbot, el individuo al que Luisa de Carvajal se refirió como el «falso obispo de Canterbury», un «insolente instrumento del infierno» y una «bestia terrible» porque como arzobispo de Canterbury persiguió a Luisa e incluso la interrogó personalmente después de su segunda detención, de la cual se jactó de ser responsable.

      Cuando uno empieza a apurar estas conexiones se encuentra rápidamente atrapado en el mundo sumamente complejo de las relaciones angloespañolas, relaciones políticas, diplomáticas, económicas y militares, además de religiosas. Esta es una esfera tipo Graham Greene-Pérez Reverte, llena de entusiastas, traidores, impostores y agentes dobles. Y el movimiento hacia aquí y allá dentro de este mundillo fue facilitado muy a menudo por la conversión, real o fingida, entre dos países llenos de conversos de un tipo u otro.

      Dejando a un lado este nido de intriga y enfocando el texto mismo, uno encuentra que desde luego la vida de Nicolás permite vislumbrar muchas cosas interesantes, y en particular el lado más personal y menos directamente doctrinal de las lealtades espirituales modernas. A este respecto es especialmente fácil darse cuenta de la marcada aversión de Nicolás hacia el aspecto físico del catolicismo, sobre todo cuando llegó al punto de ruptura, al darse cuenta de la presencia de atracción sexual en la devoción mariana. Esto hace pensar a uno sobre cómo el pobre Nicolás hubiera reaccionado frente a algo como la pintura de Alonso Cano en el Museo del Prado, del milagro en que la Virgen María con el Niño Jesús en sus brazos, exprimió algo de su leche en la boca de San Bernardo, arrodillado delante de ella. Y ¿qué hubiera pensado de la obsesión –ésa es la palabra adecuada, creo– de Luisa de Carvajal por recoger todos los trozos de los cuerpos de los católicos ajusticiados en Londres? Varias veces corrió grandes riesgos, yendo al cadalso de Tyburn para coleccionar estas protoreliquias de los misioneros jesuitas y otros mártires que fueron descuartizados allí. Luego los distribuyó en España, donde fueron venerados al lado de otras reliquias más antiguas, además de ser reproducidas en la iconografía declaradamente corporal de las pinturas en el Corredor de los Mártires vallisoletanos.

      Aún más reveladora es la yuxtaposición directa de estas dos trayectorias personales. A primera vista parecen ser historias radicalmente opuestas. La historia de Nicolás es un drama sobre la expansión de la duda, que empieza lentamente y luego conduce a una crisis, seguida por la convicción, y finalmente a la redención, redención que

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