La estabilidad del contrato social en Chile. Guillermo Larraín
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La quinta característica es que estas personas desconfiadas de sus conciudadanos y las instituciones que los rigen, esas personas con un relativamente alto nivel de activismo político, evalúan mejor su entorno personal comparado con su evaluación del país. Esta es una característica bastante persistente en Chile, y que fue identificada en el primer Informe de Desarrollo Humano del PNUD, el año 1998.6
El Centro de Estudios Públicos incorporó también esta pregunta en sus encuestas y es sistemático que las personas evalúan mejor su entorno que el país. A la pregunta de ¿cómo es su situación personal comparado con el país?, sistemáticamente se responde que uno está bien, el país mal. Lo mismo ocurre con preguntas de evaluación individual en relación con las genéricas (por ejemplo, sobre el abuso de “mi banco” se compara con el de “los bancos”, si “uno ha sido víctima de actos de corrupción” comparado con “el nivel de corrupción” en Chile).
Estas cinco características se pueden sintetizar de la siguiente manera: del lado más positivo, en Chile la valoración del crecimiento económico es importante, un 60% en promedio entre 1989 y 2014. Esto es más alto que en los países de referencia. Dicho crecimiento, sin embargo, es cuestionado en dos sentidos. Por un lado, existe la percepción de que en Chile, mucho más que en los otros países, se quisiera que este fuera más “humano” y donde “las ideas contaran más que el dinero”. Por otro lado, está la discrepancia entre cuánto mejora el país y cuánto mejora la persona misma.
Un segundo elemento es que los chilenos quieren más democracia y no menos. Pero las instituciones que rigen la democracia actual son objeto de desconfianza. Esto afecta tanto al Poder Ejecutivo como al Legislativo y Judicial. El nivel actual de desconfianza en las instituciones es alto para los estándares internacionales relevantes, pero lo que es preocupante es que la desconfianza ha crecido en el tiempo. Esa desconfianza probablemente explique que los canales de participación formales se han desintermediado, lo que se refleja en un alto nivel de activismo cívico.
Con los tres poderes del Estado sometidos a altos niveles de desconfianza y con una alta convocatoria para canalizar los conflictos por afuera de los canales formales, es difícil negar que no existe un problema institucional profundo. Y si hay que caracterizar dicho problema, lo más acertado es que las instituciones sufren de crecientes niveles de deslegitimidad. El proceso constituyente detonado con el plebiscito de octubre de 2020 es un mecanismo razonable para enfrentar este problema.
Una cuarta fuente del contrato social
Quizá un “éxito” de la dictadura fue hacernos pensar que todo comenzó en 1973 y que todo lo ocurrido antes es irrelevante, que no merecía reconocimiento, pues antes imperaba la irracionalidad. Claro, la dictadura desde muy temprano se autoimpuso una agenda de reformar el país, una agenda constituyente. Es evidente que hizo reformas que marcaron al país, pero nunca entendió bien cuán flexible y cuánta inercia tiene el marco institucional. La razón es que la dictadura pensó que lo relevante es el marco de las instituciones formales, desconociendo las creencias, las convenciones, la historia, la cultura. Claro, cuando el poder está concentrado de manera tan extrema, se corre el riesgo de pensar que porque puede cambiar las instituciones formales, las informales le seguirán. Ello es solo parcialmente cierto, porque en las instituciones informales hay más inercia de la que uno cree. Las creencias, la historia, las utopías, no ceden fácilmente.
Hay tres fuentes originarias del modelo de desarrollo chileno y que implícitamente se han mencionado aquí (Larraín, 2005). Por un lado, la más antigua es la herencia de la discusión de 1954 entre Aníbal Pinto y Jorge Ahumada, un socialista y un democratacristiano; ese debate inspiró dos de los más importantes libros de la segunda mitad del siglo XX, cuyos ecos llegaron incluso al gobierno de Eduardo Frei Montalva, en particular entre 1964 y 1967. A su vez, está la herencia de la dictadura y sus reformas, algunas de corte neoliberal, como las reformas a la seguridad social, y otras no necesariamente, como la apertura comercial. Finalmente está la herencia de la Concertación y sus reformas de inclusión social y estabilidad macroeconómica. Todas ellas, en distinto grado, tienen un espacio de reconocimiento institucional que fue, con idas y venidas, aceptado por todos los sectores.
Pero hemos relegado una cuarta fuente de inspiración de nuestro contrato social que yo mismo desestimé años atrás y que, querámoslo o no, existe. La explosión social de 2019 la ha dejado en evidencia: la experiencia de la Unidad Popular y el testimonio de Salvador Allende. Uno puede levantar reparos a la gestión de ese gobierno, desde su desmedida ambición programática en circunstancias que solo contaba con algo más de 1/3 de los votos, hasta la cuestionable gestión gubernamental y el caos social y político que no se puede reducir solo al boicot norteamericano. Sin embargo, fue un gobierno importante para una cantidad demasiado significativa de chilenos. En particular, lo fue para un número mayor al mínimo necesario para desestabilizar el contrato social.
Es imperativo que el debate sobre esta cuarta fuente de nuestro contrato social lo enfrentemos con mirada de Estado. Guste o no, la herencia de la Unidad Popular, pero en particular de Allende mismo, está ahí. Chile no estará en paz mientras no logre aceptar como parte de ese contrato social lo que denominaremos instituciones informales asociadas a ese gobierno.
Es útil recordar algunas cosas antiguas y otras no tanto. Primero, en las elecciones de marzo de 1973, Allende obtuvo un 42,75% de los votos. En 1973, en medio de una polarización creciente, había un segmento grande de la ciudadanía que apoyaba a Allende. Segundo, la cultura importa y los principales y más reconocidos referentes culturales de Chile entre los años 1970 y hasta finales de 1990 fueron en su minuto partidarios de ese gobierno. Muchos lo son todavía. Esa parte de Chile requiere reconocimiento y dignidad. Tercero, las injusticias asociadas a 17 años de violaciones a los derechos humanos en dictadura dejan huellas en la sociedad. Esas situaciones repulsivas resisten el paso del tiempo, se transmiten naturalmente de generación en generación. La primera generación post Golpe
creció con el recuerdo de la represión, pero la segunda generación, la actual, ante la represión del gobierno de Piñera respondió con un elocuente: “Se equivocaron de generación: no tenemos miedo”.
En cuarto lugar, y creo que es lo políticamente más fuerte, está la advertencia del propio Allende en su sereno y hermoso discurso de radio Magallanes ese 11 de septiembre de 1973 a las 9:10 a.m.:
Ante estos hechos, solo me cabe decirle a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.
(…)
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.
Allende se suicidó horas después de esta alocución. La fuerza de estas palabras es tal que dudo que ellas no resuenen hoy en la memoria de una porción no menor de la población en Chile, probablemente la más movilizada.