26 años de esclavitud. Beatriz Carolina Peña Núñez
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Durante las últimas décadas del siglo XVII y las primeras del XVIII, Cartagena pasa por un mal momento, que incluye la devastadora toma y saqueo por el barón De Pointis en 1697 y el conflicto civil en la metrópoli durante la guerra de la Sucesión española (1701-1713). Hacia 1720 contaba con menos de 5.000 habitantes, con un comercio deprimido y dominado por el contrabando.43
A principios de 1730, cuando Miranda tendría unos once años, don Antonio de Salas, “brigadier de los Reales Ejércitos”, asumió la gobernación de Cartagena, la situación, sin embargo, no mejoró.44 En agosto de ese mismo año, ya el oficial recibía “severas críticas” de don Manuel López Pintado, “comandante de la flota de galeones anclada en el puerto”. Este acusaba al gobernador de “no haber reorganizado las tropas de Cartagena, que no pasaban de 300 hombres” y de formar “parte de una ‘compañía’ de contrabandistas, en la cual participaban también el propio comandante de los guardacostas Domingo Justiniani y los oficiales reales de Cartagena”.45 Los sobornos y el comercio furtivo de esclavos y otras mercancías procedían, sobre todo, como en Venezuela, de los holandeses, a través de Curazao.46 Las granjerías del contrabando favorecían a unos pocos, mientras la población padecía del mal gobierno, del desabastecimiento y de la falta de oportunidades.
Me inclino entonces por creer que, casi niño, Juan abandonó los juegos infantiles para enrolarse en el María Luisa, y que este pudo ser un navío de corso o un barco guardacostas del rey. El esfuerzo de dibujar a Miranda con los mejores trazos lleva a William Kempe a insistir en que el joven navegaba en un guardacostas y no en un corsario, y que iba como pasajero y no como marinero. Consciente de que los corsarios españoles, como se vio, eran considerados en las provincias británicas como piratas, lo que se traducía en ser percibidos como ladrones y asesinos del mar; de que cuando se introduce la instancia, apenas pocos años antes había concluido la guerra anglohispánica de la Oreja de Jenkins (1739-1748) y, en consecuencia, perduraban las noticias de los desmanes suscitados en alta mar entre los corsarios de ambas naciones, acentuados por la contienda bélica, y de que las reclamaciones de Inglaterra contra España, y viceversa, por el trato infame de sus barcos y tripulaciones eran numerosas y constantes, la mejor estrategia legal era colocar a Miranda en una nave oficial de resguardo de costa y no en un barco corsario. Esta maniobra proyectaba el caso a una estatura política que, en realidad, no tenía, pues, en más de veinte años, ningún oficial de Cartagena había reclamado al joven.47 Con astucia, la táctica retórica se hace reiterativa. En el conjunto de documentos mejor conservado del caso, aquellos de la New-York Historical Society, se descubre que la frase “Guarda de Costa” se repite cinco veces mientras “Guarda Costa” aparece seis veces. Además, para precisar tanto como para incrementar el carácter oficial del barco, en la documentación no se emplea un vocablo equivalente en inglés, sino que aparece en castellano o, en algún caso, en una combinación de las dos lenguas: “Guard de Costa” (figuras 5 y 6).
Fuente: NYSA, NY Colonial Council Papers, Vol. 83, 1751-1756, Hardy, Doc. 103. Fotografía de la autora.
Fuente: John Tabor Kempe Papers, Court Case Records, SCJ, Civil, Box 5, f. 12, M. Fotografía de la autora.
Acechando en las aguas corianas
Las costas de Coro casi besan Curazao. Desde tiempos prehispánicos, entonces en canoas, los lugareños cruzaban, bamboleados o sacudidos por pocas horas, la distancia de apenas treinta y dos millas náuticas, contadas desde el punto más próximo, entre ambas tierras.48 Después de que los holandeses se apropiaron de Curazao en 1634, la separación política se erigió entre los territorios, pero el mar seguía ofreciendo el mismo puente. Cuando por efecto de la trata negrera, la isla se convirtió pronto en un depósito comercial estratégico de Holanda en el Caribe,49 las mercancías europeas comenzaron a trasladarse desde Curazao a las desabastecidas y agradecidas costas de la provincia de Venezuela.50 El intercambio de productos, al margen de la ley, se generalizó, al tiempo que se normalizó y afincó con raíces corpulentas. Las autoridades españolas de las más altas esferas, llamadas a vencerlo, fingían ignorar instancias de su existencia. Participaban y se beneficiaban del negocio furtivo, a través de producciones, ventas, compras y sobornos, mientras pretendían combatirlo. En 1720-1721, el juez Pedro José de Olavarriaga encapsuló la situación en pocas palabras: “ningún particular de ella [la provincia de Venezuela] le es conveniencia el estorbar un comercio en el cual casi todos son implícitos”.51
La colonia judía de Curazao, una gran protagonista de estas dinámicas mercantiles,52 cuyos miembros, informaba Olavarriaga, eran “apoderados de Mercaderes o judíos de Holanda”,53 estaba tan involucrada en el tráfico ilícito con Venezuela que había construido un pueblo, aun con fortín y sinagoga,54 en las intrincadas tierras de Tucacas, “en los confines orientales de la jurisdicción de Coro”. El punto “era un perfecto escondite, alejado de centros urbanos de importancia: un escenario selvático poblado de manglares y canales”, a la vez que, por su localización, “una llave hacia el interior de Venezuela”.55 En sus aguas, notó Olavarriaga, residían de continuo catorce o quince balandras holandesas. Disponía de un almacén tanto para los extranjeros como para los lugareños y, en sus predios, advierte el juez, solía realizarse “el mayor comercio de toda la Costa”. Quemado en noviembre de 1720 por orden de Olavarriaga, el poblado resurgió con la misma rapidez de un organismo vernáculo, para recibir nueva destrucción, a manos de los propios constructores, el 24 de abril de 1721, tras estos enterarse de que el juez regresaría “a dicha Costa”. No obstante, en septiembre de 1721, Olavarriaga observó que, persistentes, los holandeses habían poblado el cayo de Paiclás.56
En 1732, el nuevo gobernador de Curazao, Juan Pedro van Collen, recibía clamores constantes de los comerciantes de la isla, en especial de los acaudalados judíos, en contra de la recién instalada Compañía Guipuzcoana de Caracas.57 Los guardacostas y corsarios españoles les estaban ocasionando grandes pérdidas con las capturas de sus barcos y alijos.58 El resentimiento repuntaba por entonces ante la nueva represión vasca del tráfico furtivo. No se resignaban al celo hispánico contra este comercio, que la costumbre había decolorado de tintes de ilegalidad y las ganancias habían abrillantado con el tono del metal.59 Las granjerías del mismo gobernador Van Collen en el contrabando corrían el riesgo de ser engullidas por los corsarios.60 En un mes de 1733, por las fechas de la captura de Miranda, los curazoleños perdieron nueve barcos. “Algunos de estos, equipados con doce cañones, eran suficientemente fuertes para convertirlos en guardacostas de la Compañía” de Caracas.61 Ramón Aizpurua llama a esta etapa, que se extendió hasta el inicio de la guerra de la Oreja de Jenkins, los “años dorados de la actividad de la Guipuzcoana y de crisis del contrabando y comercio curazoleño”.62