Cartas al general Melo: guerra, política y sociedad en la Nueva Granada, 1854. Angie Guerrero Zamora

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Cartas al general Melo: guerra, política y sociedad en la Nueva Granada, 1854 - Angie Guerrero Zamora Ciencias Humanas

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nacionales, es decir, bajo una institución militar.

      En resumen, las reformas liberales de medio siglo son el proceso en el que se enmarca el golpe del general José María Melo. No obstante, hoy sabemos que las transformaciones sociales, económicas y políticas que se dieron en el periodo, tan publicitadas por sus principales promotores, los gólgotas, formaban parte de un proceso de larga data, las cuales tenían sus antecedentes en las denominadas “revoluciones atlánticas”. Además, ambos procesos, las revoluciones atlánticas y las reformas liberales, se vivieron de manera diversa en las regiones y difícilmente se percibieron de forma homogénea51.

      Las reformas de medio siglo fueron un amplio paquete de medidas legislativas que buscaron derrumbar, según sus promotores, el edificio colonial al liberalizar el mercado de obstáculos tales como los estancos, los aranceles, desamortizar los bienes de manos muertas, eliminar los mayorazgos, las tierras comunales y la redención de censos eclesiásticos, entre otros52. También, transformaron la sociedad con la ampliación de la ciudadanía y los derechos individuales y colectivos como el voto universal masculino, la libertad de enseñanza, la libertad de imprenta y de asociación, la libertad de los esclavos y cualquier otra forma de servidumbre, la libertad religiosa y la separación de la Iglesia-Estado, entre otras53.

      La idea rectora de transformar la sociedad a partir de estas leyes e implementar un verdadero sistema republicano, el cual tenía como principal objetivo establecer un régimen que descansara en la soberanía popular, hacía necesario, según sus promotores, reducir el papel del Estado al otorgarle mayor autonomía al Legislativo y fomentar la descentralización administrativa y la autarquía de las provincias, como lo hizo la Constitución de 1853, que desembocó en el federalismo en los años sesenta del siglo XIX. De ahí la necesidad de dotar al ciudadano con todos sus derechos y despojarlo de cualquier tipo de servidumbre para hacerlo más activo de su destino y del ejercicio de la cosa pública por el bien común de su comunidad. Así mismo, era pertinente encargarlo de la defensa de la nación e integrarlo en las guardias nacionales bajo el principio de la ciudadanía armada, liquidando el Ejército permanente y erigir sin ninguna traba la libertad de prensa y de expresión, la veedora de las acciones estatales54.

      Pero el proceso tuvo sus contradicciones. Las medidas señaladas despertaron diversas expectativas y aspiraciones en los sectores plebeyos, las cuales se vieron frustradas en el corto y medio plazo. Las disposiciones económicas, como el tema de los aranceles, los distanció con los artesanos capitalinos, quienes consideraban que la liberalización del mercado los afectaba al no poder competir con las manufacturas extranjeras. La población afrodescendiente manumitida, además de anhelar su libertad, también deseaba convertirse en propietaria de las tierras y de las minas donde antes laboraban, algo que los liberales radicales no tocaron, a pesar de publicitar la idea del ciudadano propietario55. La descentralización administrativa volvió fiscalmente inviable a varias provincias y las hizo presa, a algunas de estas, de luchas faccionales por el control político, como en los casos de Valledupar, Ocaña, Azuero, entre otras; muy distante de la idea del ciudadano agente del bien común56. La abolición de los resguardos, salvo en algunas comunidades, fue rechazada por las parcialidades indígenas y, como en Pasto, terminó el Partido Conservador capitalizando su adhesión al convertirse en el protector de sus tierras57. Similar situación se presentó con las medidas religiosas, que catalizaron al clero hacia el Partido Conservador.

      En síntesis, las reformas liberales se vivieron de forma caleidoscópica en las regiones, un tema poco explorado respecto a la manera como se experimentó el proceso en lo local. Pero, en todo caso, terminó por promover un crisol de intereses y expectativas disímiles entre los sectores que vieron en el golpe de Melo la coyuntura para alcanzarlas, pero que difícilmente el melismo hubiese sido capaz de atenderlas todas si triunfaba. De ahí que seguir artesanizando el golpe militar de 1854 es privilegiar la mirada centralista del evento; es necesario entender las causas en aquellos sitios donde hubo simpatías por el melismo, así sus pronunciamientos fuesen efímeros.

      En este orden de ideas, sin desconocer la movilización plebeya, el golpe de Melo fue un acto militar en respuesta a las medidas legislativas de una facción del liberalismo que buscaba liquidar el ejército a mediados del siglo XIX. En efecto, desde la construcción del Estado neogranadino en 1832, uno de los principales objetos de atención por parte de la élite civil dirigente, y que no eximió algunos militares como los generales José María Obando, José Hilario López, entre otros, fue lograr constituir unas fuerzas armadas sujetas al dosel constitucional. Para tales efectos, se “diseñó” una arquitectura de Estado en la cual las fuerzas armadas quedaban dependientes, en diversos ámbitos administrativos y jurisdiccionales, a los diversos poderes republicanos: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

      Es decir, siguiendo las líneas interpretativas de Samuel Huntington, se buscó limitar o anular la autonomía de los hombres en armas al maximizar los poderes civiles. Esta política arrancó a inicios de la década del treinta al reducir el pie de fuerza del Ejército permanente y borrar y expulsar del escalafón militar a cientos de oficiales que habían sido deliberativos en la esfera pública. La política continuó en los siguientes años, manteniendo una fuerza armada relativamente baja frente a las necesidades de defensa y por evitar una pesada carga de gasto militar sobre la famélica hacienda púbica de aquellos años58.

      Por otra parte, se les otorgó a los diversos poderes públicos injerencia en varios ámbitos de la administración militar, como al Congreso, quien debía fijar el pie de fuerza permanente anual y el número de coroneles y generales en servicio, mientras que al Ejecutivo le correspondía designarlos. La contabilidad del ramo de los gastos militares se sujetó a la Secretaría de Hacienda, quien nombraba a un contador general encargado de revisar y glosar los gastos, esta misma práctica se replicaba en las cajas de guerra provinciales. Además, las guardias nacionales, a pesar de ser inspeccionadas por las comandancias militares del departamento o de los Estados Mayores divisionarios, su organización, disciplina y entrenamiento estaban sujetos a los gobernadores de las provincias. Finalmente, en temas de fuero militar y administración de justicia, punto de tensión del periodo, se percibe el esfuerzo de la justicia ordinaria de imponerse sobre la militar, al considerarse el fuero de guerra un privilegio inadecuado frente al ideario republicano59.

      La política en cuestión formaba parte de los lineamientos del republicanismo que, como ya hemos señalado, buscaba evitar toda forma de gobierno despótico, pues desde el siglo XVII se empezó a asociar a los Ejércitos permanentes como aliados de la monarquía, considerando que la mejor defensa de la nación descansaba en las milicias constituidas por los hombres libres, quienes se entrenaban los fines de semana. Esta tradición sobre la defensa de la patria modeló la organización de las fuerzas armadas en Estados Unidos y en Francia durante la Revolución francesa y estuvo presente en la Constitución gaditana de 181260.

      La Nueva Granada no fue la excepción, durante los años veinte del siglo XIX un sector de la dirigencia política del periodo, vinculado al general Santander y conocido como el “Partido Socorrano”, lideró una campaña con el objeto de sujetar las fuerzas armadas a los poderes civiles y disminuir el militarismo en el gobierno y la esfera pública. Dicho proyecto logró cristalizarse con la desintegración de Colombia, que permitió reducir el pie de fuerza del Ejército permanente en los años treinta, como ya se mencionó61. Posteriormente, a finales de los años cuarenta, una nueva generación de jóvenes liberales, los llamados gólgotas, volvieron a publicitar con más ahínco las políticas antimilitaristas, pregonando liquidar, de una vez por todas, el Ejército permanente y dejar a los civiles encargados de la defensa de la nación como guardias nacionales. El asunto generó un fuerte debate en su tiempo, ya que un sector del liberalismo, los draconianos, con una visión más atemperada de los principios republicanos, rechazaron, entre otras cosas, la liquidación del Ejército. Además, lo consideraban improcedente, al ser las milicias un sistema más oneroso y que no daba muchas garantías de eficiencia frente a la fuerza regular. A este debate se sumaron algunos militares letrados, quienes, como el general Melo, patrocinaron un

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