Desde Austriahungría hacia Europa. Alfonso Lombana Sánchez
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En un segundo lugar se pueden agrupar aquellas visiones de la literatura centradas en los componentes lingüísticos y en la literaricidad del texto herederas del formalismo y del estructuralismo (Winner, 1998), mientras que las visiones más emparentadas con el formalismo han radicalizado su orientación hacia la lingüística (Albrecht, 2000). Otras ampliaciones posibles de la expansión del discurso semiótico pueden ser la semántica espacial (Lotman, 1993 [1972]) o los conceptos carnavalescos de Bachtin (2000 [1969]). Por «estructuralismo» se pueden entender las descripciones sistemáticas de la literatura surgidas del deseo de contar con un método teórico equivalente en Filología al de las Ciencias Naturales, cuyos nombres e ideas de fondo se remontan a Ferdinand de Saussure. Las funciones y la aplicación del método estructural de Barthes o Jacobson llevaron al estructuralismo a sus límites, lo que aceleró la llegada de un «postestructuralismo». Este se ha convertido en las últimas décadas del siglo XX en una visión de la literatura no sólo lingüística, sino también aglutinadora, actuando como punto de unión en una red de discursos de diversa índole (Kittler & Turk, 1977, p. 40) a partir de la visión de obras como tejidos heterogéneos (Barthes, 1971, p. 228 y sig.).
Estas visiones de literatura se centran en los textos, pero pueden expandirse frecuentemente también a teorías sociales como las teorías del discurso de Foucault (2010 [1970]). La crítica ideológica o la Teoría de la Literatura marxista, en la que la literatura se contempla como el fruto de la tensión entre individuo y poder (Gansberg, 1977, p. 7), ha derivado también en una historia social de las letras, donde la literatura se contempla como un complejo núcleo de comunicaciones e intercambios de diferentes contextos (Pfau & Schneider, 1988, pp. 3-8), de teorías sistémicas (Berghaus, 2004) o de productos culturales, que deben ser comprendidos en sus contextos de partida dada su categoría de realidades sociales (Jurt, 1995, p. 75 y sig.). La importancia de los colectivos para el estudio de la literatura ha motivado la búsqueda en el texto como nudo de tensiones o discursos centrando el análisis en él. El mejor ejemplo de un estudio literario de «problemáticas» son los estudios de género (Schlößler, 2008), aunque no le quedan lejanos ni los Estudios Postcoloniales (Lazarus, 2004a), ni los estudios de la memoria cultural (Erll, 2011). Se podrían citar otros muchos también, por ejemplo cuestiones relacionadas con la identidad, la religión, los nacionalismos, la igualdad, etc.
Cercanas a este grupo están también la perspectiva crítica denominada «antropológica», que parte también de la Thick Description (Geertz, 1973, p. 3 y sig.), así como las teorías rituales (Drücker, 2007), de las que el etnólogo Victor Turner fue un gran introductor con sus teorías de la «liminalidad» (Turner, 1986). También la búsqueda en el texto de la fantasía como corrección de la insatisfactoria realidad (Freud, 2000 [1907], p. 173), de donde se deriva la literatura definida como una expresión del deseo (Gallas, 1992, p. 603), ocupa el centro de esta investigación en la que podemos ver en Freud su origen y en Lacan su aplicación posterior. En este sentido, tampoco se debe pasar por alto la constitución cultural que se genera gracias a la red de intercambios a causa de la literatura, tal y como se analizan en el New Historicism (Baßler, 1995).
Todas estas interpretaciones han cosechado alabanzas y críticas de sectores diferentes. La definición de «literatura» se convierte por tanto en un mero posicionamiento hipotético, tal y como lo atestigua la diversidad teórica de la Teoría de la Literatura. Los múltiples aspectos discutibles para la constitución de una definición de literatura se complementan y contradicen a un mismo tiempo. No sin ironía lamentó Kaube tanta mutabilidad al reconocer que «no ha habido siglo en que no reinara la preocupación acerca del estado de las Humanidades» (Kaube, 2003, p. 17). Sin embargo, precisamente a partir de esta pluralidad ha obtenido la revisión cultural su mayor ganancia: una necesidad de cooperación tras la espiral interpretativa (Nünning, 1995a).
La historia de la Teoría de la Literatura constata el incomprensible enfrentamiento acerca de qué es «literatura». Esta disputa se asemeja al desacuerdo sobre la definición de «cultura», lo que se entronca en una tendencia de la ciencia en general en la que la rivalidad de las posiciones deriva en un profundo desacuerdo conceptual. Esta rivalidad científica es favorable, pero también cuestionable:
«Ihre Zielrichtung ist die ständige Erweiterung der Geltungsbereiche und die immer weiter gehende Präzisierung der Theorien. Sie veranstaltet eine Konkurrenz von Vorschlägen zur Verbesserung, die keine Gnade mit dem Überholten kennt. An sie hat die okzidentale Kultur die Gestaltung des «offiziellen» Weltbilds und schließlich sogar die Auswahl dessen übertragen, was überhaupt als wirklich gelten darf» (Franck, 1998, p. 59).
«Su objetivo es la continua expansión de los campos de actuación y de la precisión cada vez mayor de las teorías. Actúa de forma irrebatible para las propuestas de la mejora sin piedad para las teorías superadas. En ella encuentra la cultura occidental la forma de la visión «oficial» del mundo y transmite incluso la selección de todo cuanto debe tener validez».
Con la ampliación de la Teoría de la Cultura, cuya principal intención es la interconexión del saber, se ha posibilitado a partir de todas estas teorías una síntesis de hipótesis contundente para la elaboración de un concepto teórico interpretativo común. Los presupuestos de la Teoría de la Cultura pueden considerarse por tanto renovadores y recogen en sí ideas formuladas ya anteriormente, especialmente por el postestructuralismo. La visión conciliadora de una Teoría de la Literatura culturalmente expandida debe verse como la recopilación de una pluralidad postestructuralista propia de la postmodernidad.
Culturalmente hablando, la definición que con más consenso se comparte es la de la literatura como una forma material del reflejo del programa mental «cultura» (Nünning, 1995b, p. 181). A partir de esta definición, el estudio de la literatura desplaza a un segundo plano la pregunta acerca de la consideración de esta como producto únicamente lingüístico o como entidad autónoma, lo que permite centrar la reflexión en torno al espacio y al contexto en que esta nace, así como en sus funciones sociales (Nünning, 1995, p. 181). La literatura no es por lo tanto un género autónomo o independiente, sino un producto cultural que podemos situar en el constructo hipotético del contexto cultural.
La contingencia del fenómeno literario conlleva que su análisis, siempre transversal, deba estar orientado a la comprensión del marco espacial y temporal en el que este se enclava. En esta dirección ha centrado sus esfuerzos la Teoría de la Cultura, aunque no exclusivamente, pues también el Nuevo Historicismo (Baßler, 2005; Baßler, 1995) ha recogido a su vez propuestas de la etnología como la thick description (Geertz, 1973, p. 3 y sig.), los cuales han motivado a su vez, entre otras cosas, la concepción de la cultura como texto (Bachmann-Medick, 2004). El desmesurado intento de «entender culturas», básicamente lo que pretendían los primeros Kulturwissenschaftler (Böhme & Scherpe, 1996), asume el riesgo de caer rápidamente en diletantismo. Y esto fue cuanto, no sin razón, se les rebatió a los investigadores culturales con fuerza en sus orígenes (Haug, 1999a), quizá algo desmedidamente (Graevenitz, 1999), pero no sin sentido (Haug, 1999b).
La visión actual va más allá de la comprensión cultural. El texto literario, aunque objeto cultural, no es lo suficiente informativo como para intentar entender, en un sentido hermenéutico, una cultura en su inmensidad. Sus funciones siguen siendo sin embargo útiles para la elaboración de un contexto teórico. Las definiciones