Desde Austriahungría hacia Europa. Alfonso Lombana Sánchez
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Segundo, la literatura tiene un carácter medial y una función comunicativa (Gumbrecht, 1998, p. 86). El acto literario se desarrolla siempre que un autor escribe un texto que debe ser leído por algún receptor. Una vez escrito el texto, este se vuelve independiente. Sin esta participación, la obra no cumple con su función ni con sus exigencias comunicativas, puesto que sin autores, como tampoco sin lectores, la literatura no tendría aplicación alguna. El autor escribe siempre desde una motivación, incluso cuando la escritura es inconsciente. En el acto creativo de redacción exsiten razones para tal expresión que podemos considerar tanto centrales (Ricoeur, 1973) como simplemente coyunturales (Foucault, 1994 [1969]). Sin embargo, en cualquiera de los dos casos podremos afirmar este intercambio independientemente tanto como si vemos el mensaje del texto como una verdad encriptada (Ricoeur, 1973), una recopilación de símbolos interpretables (Derrida, 2006) o una realidad semiótica (Barthes, 1971). No puede ser literatura todo aquello que no sea un medio de comunicación, es decir, en el momento en que desaparece la relación autor-receptor, la obra pierde su funcionalidad e, incluso, su razón de ser.
Tercero, la literatura debe formularse lingüísticamente. Aunque la formulación no tiene que estar reflejada íntegramente en la escritura, es necesaria para la consideración del texto literario la presencia lingüística en el texto. La teoría del Speech Act (Austin, 1990) apareció en la por primera vez en los años setenta, observándose como una práctica social y dialógica (Pratt, 1977), y esta teoría se ha adaptado desde sus orígenes lingüísticos a la producción literaria (Miller, 2001), por ello, no puede ser literatura todo aquello que no esté expresado lingüísticamente, es decir, la importancia y presencia de la literatura reside en su presencia verbal.
Quedan excluidas de estas tres propuestas de literatura la frecuente definición de la literatura como entidad estética y como objeto artísticamente autónomo. La valoración estética de un texto literario ha dominado el estudio de la literatura hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX, siendo esta una de las posibilidades preferidas para la interpretación de literatura (Ter-Nedden, 1987, p. 32 y sig.). Este tipo de análisis plantea sin embargo dificultades a la hora de valorar la legitimación de los criterios definitorios. Al surgir por tanto una pregunta similar a la hora de esbozar el canon y los baremos de literatura, ya que estos principios son más divergentes que aglutinadores, la Teoría de la Literatura Cultural huye de valoraciones estéticas similares.
Al margen del significado, de la realidad y de la utilidad de la literatura, surgen de aquí tres hechos interpretables sobre los que formular hipótesis. Y, por ello, sintetizando al máximo una definición para el texto literario se puede afirmar que literatura es una presencia real interpretable de carácter medial y con una función comunicativa. El texto literario es una entidad mediática en sí, una vía de transmisión (no sólo de entretenimiento o de deleite), del que su lectura abierta es una necesidad. La lectura performativa del texto literario como Kulturzeugnis (Wirth, 2002, p. 25) debe por lo tanto ser entendida como un manejo del texto en tanto que fuente de información real interpretable. Ante el significado que cobran los textos como complejas configuraciones discursivas de la experiencia y de la comprensión del mudo, (Benthien & Velten, 2002, p. 23) estos no deben alejarse de la investigación filológica, máxime tras la pretendida expansión cultural.
Autores
Dada la responsabilidad del creador del texto literario, el significado del «autor» ha sido minuciosamente valorado en la investigación:
«Es gibt nach dem Text kaum eine andere Größe im Gebiet der Literatur, die uns wichtiger wäre als der Autor. Das gilt für den alltäglichen Umgang mit Literatur […]. Der Autor ordnet das Feld der Literatur. Er reduziert die Möglichkeiten des Umgang mit ihr […] und er verknüpft die Literatur mit Lebens- und Wertvorstellungen» (Jannidis, et al., 2009, p. 7).
«No hay tras el texto ninguna entidad de igual tamaño en el ámbito de la literatura, y de tanta importancia para nosotros, como la del autor. Esto afecta a la dedicación diaria con la literatura […]. El autor ordena el campo de la literatura. Reduce las posibilidades de su manejo […] y relaciona literatura con perspectivas de vida y de valores».
Tras la revolución postestructuralista, el autor ha sido duramente despojado del aura de divinidad con que lo había venido considerando la tradición literaria hasta casi haberse visto reducido a una mera entidad jurídica (Woodmansee, 1992). Esta reorientación la realzaron, entre otras, las teorías de Foucault (1994 [1969]), que a su vez se inspiró en la reorientación lingüística del texto: «C’est le langage qui parle, ce n’est pas l’auteur», diría Barthes, proclamando la muerte del autor a la vez que la «naissance du scripteur» (Barthes, 1994 [1968]). Esta concepción se opuso a las visiones que se decantaron por un autor en el centro (Ricoeur, 1973) en conformidad con la tradición hermenéutica (Schleiermacher, 1977 [1838]), con las teorías psicoanalíticas (Freud, 2000 [1907]), con las normas para una interpretación objetiva del texto literario a partir de la orientación del autor (Hirsch, 1960) o con una visión del autor como responsable del pacto de la libertad del ser humano (Sartre, 2009 [1948], p. 48 y sig.). Paradójicamente, desde los años setenta, quizá también tras las reflexiones postcoloniales y de género, se lucha por resaltar la voz de autor como creador. El autor debe ser algo más que un escriba, ya que deben reconocerse en él determinadas funciones (Foucault, 1994 [1969]). El escenario hoy es por tanto el de la fragmentación, ya que cada escuela necesita un autor, pero sus definiciones difieren enormemente entre sí. Por ello, las discusiones en torno al autor parecen poder renunciar al concepto del «autor», pero no así a la funcionalidad que implica su figura (Jannidis, et al., 1999, p. 18). En cualquiera de los casos, según Burke, un modelo de renuncia del autor es peligroso, pues al deshacernos de él, corremos el riesgo de disolver el espacio comunicativo de la literatura (Burke, 1999).
La virulencia con la que se ha golpeado al autor y a sus funciones dentro del acto literario ha revitalizado su interés en el estudio literario (Jannidis, et al., 2009, pp. 24-25). Hoy en día, el autor se ha restituido hasta un punto intermedio ubicable entre su genialidad y su defunción. En este sentido, la Teoría de la Literatura Cultural ha heredado la normalización del estatus del autor basada en el equilibrio.
La recepción y supervivencia de la obra literaria está supeditada a muchos factores, pero no a la «genialidad» de los autores (Neuhaus, 2009, p. 95 y sig.). Pero que el autor sea un individuo más de la sociedad no significa que su producción literaria sea una labor amanuense sin personalidad. El escritor es algo más que un mero editor (Barthes, 1994 [1968]). En primer lugar, la autoría no es una capacidad genética (es decir, los autores no nacen) ni su relación con la literatura es una predestinación: antes de alcanzar la transmisión literaria hay un proceso individual y diferenciador por el que el autor se compromete con la literatura. Y en segundo lugar, aunque los autores no son ajenos a sus culturas, su percepción es individual. Su reflexión de la vivencia de la cultura es subjetiva, humana y, por ello, hay que valorar su transmisión como un rasgo de individualidad específico. Los textos literarios tienen en la posmodernidad, a pesar de todo, un sello de un individuo determinado, puesto que es el autor quien firma su obra. Asimismo, seguimos valorando al autor por ser nudo de influencias (Barthes, 1994 [1968]), pero en él reconocemos una voz propia con la que transmite consciente e inconscientemente su percepción de cultura. Este hecho conlleva que el estudio del autor deba centrarse en una triple actividad