Rukeli. Jud Nirenberg

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Rukeli - Jud Nirenberg

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tomillo y ajo antes de quitarle las púas y la piel. No es costumbre alemana comer erizo pero aquellos eran tiempos difíciles y la gente del barrio de Rukeli comía la carne que se podía permitir.

      Por las noches la familia se apretaba en el estrecho apartamento. Rukeli miraba por la ventana el farol de gas de la esquina. Los candiles de gas tenían agujeros en el fondo. Por las mañanas temprano un hombre con una pértiga venía y apagaba la llama.

      Rukeli tenía ocho años cuando visitó una sala de boxeo por vez primera. Un amigo lo llevó para que echara un vistazo al gimnasio de la escuela local, donde había estado entrenando durante unas cuantas semanas. Boxear era ilegal, en parte porque muchos lo veían como una importación extranjera, algo inglés. E Inglaterra no era amiga.

      Empezó a ir al gimnasio de la calle Schaufelder, caminando los pocos kilómetros cuando podía y saltando a un tranvía si el tiempo era malo. Los tranvías eran otra novedad y también polémicos. Los tranvías eléctricos acababan de empezar a sustituir en Hannover al transporte tirado por caballos. No todo el mundo estaba de acuerdo en considerarlo un progreso ni todos se sentían seguros en los nuevos medios de transporte. Cuando se movía lentamente por la ciudad, la gente saltaba para subirse o bajarse en cualquier punto, lo que significaba que la gente joven se colaba casi tantas veces como pagaba el billete. Uno siempre podía saltar del tranvía al ver aparecer al revisor. Rukeli viajaba de esta forma.

      Cuando se presentó en el gimnasio de la calle Schaufelder para comenzar a entrenar, los estudiantes mayores que él lo rehuyeron. Parecía demasiado pequeño, demasiado frágil. Lo echaron y pocos días después volvió. No tenía zapatillas de tenis ni ropa de ejercicio pero había vuelto. Cedieron y le dieron un tour por el gimnasio.

      Una descripción de la sala de entrenamiento no sorprendería a nadie que conozca los clubes de boxeo de hoy día. Para Rukeli, todo lo que veía con sus ojos asombrados era nuevo. Había olor a sudor, un vestuario y una ducha. Rukeli, que se lavaba en una palangana en casa, no había visto nunca una. Los otros chicos le enseñaron cómo funcionaba.

      En el área de entrenamiento de boxeadores, Rukeli encontró espacios abiertos, un muro para trepar y anillas que colgaban del techo. No había ring de boxeo. No siempre estaba montado sino que se armaba cuando era necesario.

      Se entregaban guantes a los estudiantes. Los niños no necesitaban comprar ningún equipamiento. Si hubiera habido que comprar algo, habría sido la primera y la última vez para el recién llegado. Los protectores bucales no eran aún obligatorios en el deporte. Las protecciones de goma se habían empezado a vender solo recientemente.

      Los boxeadores se arremolinaron cuando le tocó el turno a Rukeli. Era hora de probar la nueva sangre. Rukeli fue golpeado en la cara hasta que su nariz hinchada empezó a sangrar. Aquel era el primer paso hacia la aceptación. Uno tenía que sangrar y después elegir quedarse a por más.

      El amigo que lo trajo por primera vez lo dejó pronto; Rukeli no. Él estaba enganchado.

      En 1916, antes de cumplir los nueve años, ya tenía tres peleas a sus espaldas y había llegado hasta el campeonato del distrito Sur en la categoría de bantamweight (53 kilos o 116 libras). Con las costillas marcándose a través de su camiseta, era una cosa pequeña y esmirriada en un juego para chicos vigorosos y bien alimentados. Perdió pero aprendió de la experiencia. En los siguientes años, llegaría a ganar el título del distrito en cuatro ocasiones.

      En 1919 la prohibición del boxeo, que ya por entonces no se hacía cumplir y era objeto de bromas en los gimnasios, terminó. En 1920 fue fundada la Asociación del Reich Alemán para el Boxeo Amateur y en 1922 se formó el Club de Boxeo Héroes de Hannover. Alemania, vista como el agresor de la Gran Guerra, fue excluida de los Juegos Olímpicos de 1920 y 1924. Sin embargo los alemanes necesitaban distracciones más que nunca y, en un país donde había tanta incertidumbre y donde la pobreza y el desempleo eran fuente de tantas humillaciones, muchos se volvieron hacia un deporte que ofrecía la posibilidad de demostrar la fuerza propia.

      En 1922, el ministro de Asuntos Exteriores Walther Rathenau, el judío de más rango dentro del Gobierno alemán fue asesinado. Sucedió dos meses después de haber firmado el Tratado de Rapallo, por el cual Alemania y la Unión Soviética resolvían las disputas financieras y territoriales fruto de la guerra. Estaba en su descapotable, que se dirigía desde su casa en el Grunewald de Berlín al ministerio cuando un Mercedes se detuvo junto a él. Uno de los hombres del otro coche lo disparó con un subfusil MP 18, del tipo que los soldados alemanes habían utilizado en la guerra. El ministro de Asuntos Exteriores murió al instante pero los asesinos no corrieron riesgos, arrojando una granada al interior del coche. Fueron arrestados apenas unos días después. Uno de ellos, Ernst Werner Techow, declaró en el tribunal que Rathenau había admitido ser uno de los malvados Sabios de los Protocolos de Sión, refiriéndose al ficticio pero ampliamente creído libro antisemita que tan popular era en Alemania (y que en los Estados Unidos fue distribuido en la misma época por Henry Ford). Rathenau pronto se convirtió en un icono para quienes estaban preocupados por el mantenimiento de la democracia en Alemania. Cualquiera que fuera el valor de su muerte como símbolo para los antifascistas, el asesinato tuvo éxito al añadir caos y miedo a un frágil sistema, lo que debilitó al régimen.

      La vida en Hannover y al resto de Alemania se hacía más difícil rápidamente. En 1923 el desempleo aumentaba y los negocios cerraban. Los pobres se volvían más pobres y la inflación hacía que la gente se preguntara de qué servían sus ahorros. En noviembre, Adolf Hitler lideró un golpe. Interrumpiendo al gobernador de Baviera durante un discurso en una cervecería de Múnich, Hitler disparó una pistola al aire y, con varios soldados armados respaldándolo, declaró: «¡La revolución nacional ha comenzado!». Varios de sus seguidores, un espectador y cuatro agentes de policía murieron antes de que se restaurara el orden y transcurrieron dos días antes de que Hitler fuera encontrado y puesto bajo custodia.

      Doscientos miembros del partido nazi se manifestaron a su favor en la calle Georg de Hannover. La policía no intervino. Cuando se lo encarceló finalmente, las multitudes aclamaron a Hitler.

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