El compromiso constitucional del iusfilósofo. Группа авторов

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que una autoridad (el legislador) tenía la última palabra como depositario de la soberanía, por un modelo “reticular” en el que diferentes autoridades contribuyen, a veces de manera cooperativa y a veces de manera conflictiva, a la definición y protección de los derechos fundamentales. La imagen vertical propia del Estado legislativo, con la ley en el vértice de las fuentes y el juez sujeto únicamente a la ley, se contrapone ahora con un modelo difuso, en el que la garantía de los derechos debe surgir del equilibrio y del control recíproco entre múltiples poderes, con diferentes títulos de legitimidad (legislador, autoridades administrativas independientes, jueces comunes, Corte constitucional, cortes supranacionales), sin que ninguna única autoridad sea capaz de imponer la última palabra. O bien —lo que es esencialmente lo mismo— la última palabra, el ejercicio del poder soberano, se retrasa en la mayor medida posible, diluida en un caleidoscopio de restricciones y contrapesos (Pino, 2017b, pp. 212-213). Y me parece que, en esta compleja arquitectura, la presencia de una Corte constitucional no es solo un accidente histórico, un residuo de un modelo (“kelseniano”) sustancialmente superado, sino que desempeña un rol estratégico para salvaguardar, una vez más, la certeza y la igualdad.

      Por lo tanto: la aplicación directa de la constitución, la libertad interpretativa de los jueces, el respeto de la democracia, o la seguridad jurídica, tal vez puedan estar mejor equilibrados garantizando a los jueces ordinarios un grado de autonomía de interpretación conforme a la constitución, siempre que sea posible mantenerse dentro de los límites (aunque débiles) del texto; mientras que, cuando el texto de la ley no admita una posibilidad de interpretación conforme a la constitución, la palabra debería pasar a una Corte constitucional con poder (concentrado) para anular dicha ley.

      3.2. El “carácter democrático” del control de constitucionalidad

      Una primera observación que debe hacerse es la siguiente. Es indiscutible que, en cierta medida, el Estado constitucional sacrifica la democracia. Esto, por la simple razón de que la democracia es uno de los valores que protege el Estado constitucional, pero no es el único: en el Estado constitucional, la democracia convive con otros valores, y esta convivencia a veces puede ser problemática, del mismo modo que a veces puede ser problemática la convivencia entre otros valores protegidos por el Estado constitucional. No creo que debamos ir en busca de una imposible cuadratura del círculo, de enrevesadas demostraciones en las que todos los componentes del Estado constitucional conviven en perfecta armonía. Tal vez el Estado constitucional se basa sobre una apuesta diferente: sobre la posibilidad de que del pluralismo (a veces incluso conflictivo) de los diferentes valores surja una mejor protección de los derechos fundamentales (Costa, 2010; Fioravanti, 2014, p. 1091).

      De ser así, entonces, la introducción de un control judicial sobre las leyes para garantizar los derechos fundamentales no equivale necesariamente a una disminución en la tasa del carácter democrático del sistema: por el contrario, ella puede funcionar como un elemento para hacer más democrático el sistema. En efecto, una vez aceptado que los sistemas democráticos son solo más o menos democráticos, la judicial review puede ser considerada, bajo determinadas condiciones, como un mecanismo para asegurar el ingreso de nuevas formas de participación democrática en la formación de las decisiones colectivas. Mediante los mecanismos de la judicial review, normalmente activados por iniciativas de personas cuyos derechos o intereses se consideran afectados por las decisiones por mayoría, se asegura que el individuo tenga la oportunidad de intervenir en el proceso de formación o de consolidación de tales decisiones, cuestionándolas en un foro imparcial (ya que no refleja el juego de las mayorías políticas) sobre la base de sus derechos individuales.

      El hecho de que la “palabra” del legislador sea puesta en discusión en un foro imparcial (las cortes, relativamente inmunes con respecto a las presiones y a las pasiones de la política mayoritaria) significa que los ciudadanos que denuncian una lesión de sus derechos por parte de la mayoría pueden dar sus propias razones a) en un ámbito donde las razones de la mayoría no tienen necesariamente un valor preponderante, como en cambio sucede en el ámbito de la democracia representativa y mayoritaria; y b) ante un sujeto que luego tomará sus propias decisiones, idealmente, no sobre la base de menudos compromisos políticos, sino sobre la base de razones públicamente consumibles y, en cierta medida, “objetivadas” en las formas del razonamiento jurídico.

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