Derecho electoral peruano . Carlos Blancas Bustamente
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Sin embargo, trasladada esta figura al campo político, aparece una primera dificultad que se deriva del hecho de que el “representado” no es una persona natural o jurídica, sino una colectividad, un pueblo, que confiere a sus representantes la potestad de legislar y gobernar. Ello exige analizar cuál es la naturaleza de esa colectividad o, mejor dicho, en virtud de que poder o autoridad esa colectividad puede delegar en representantes las facultades de legislar y decidir sobre los asuntos que atañen a la vida actual y futura de esa colectividad.
Esta cuestión ha sido respondida desde dos perspectivas diferentes, ambas basadas en las nuevas doctrinas sobre la soberanía que surgieron en la Revolución Francesa, al quedar definitivamente descartada la concepción de la soberanía del monarca que sustentaba al Estado absolutista. Una es la teoría de la soberanía popular y otra, la de la soberanía nacional.
2.2.1. Soberanía popular y representación política
La teoría de la “soberanía popular” se debe a Juan Jacobo Rousseau quien la expuso en su obra “El Contrato Social”. Según este pensador la soberanía corresponde al pueblo y se encuentra dividida o atribuida a cada ciudadano en forma individual, siendo este titular de una fracción de la soberanía: “Supongamos que se componga el Estado de 10,000.00 ciudadanos. (...) es decir que cada miembro del Estado no tiene, por su parte, más que la diezmilésima parte de la autoridad soberana, aunque esté sometido a ella por completo”40.
El Estado se rige por la “voluntad general” que es la expresión de la voluntad de todos los ciudadanos, en realidad la de la mayoría de éstos, porque la minoría queda sometida a dicha voluntad en virtud de la obligación asumida en el contrato social41. Esta doctrina sostiene que la soberanía es inalienable e indelegable por lo que los ciudadanos no pueden transferirla a otros ciudadanos o instituciones, razonamiento éste que conduce a la democracia directa y excluye la democracia representativa. Así, afirma que “La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada: consiste esencialmente en la voluntad general y ésta no puede ser representada: es ella misma o es otra: no hay término medio”42.
No obstante, por razones prácticas, al reconocer Rousseau las enormes dificultades que presenta ejercer la democracia directa en sociedades de grandes dimensiones, admite, resignadamente la existencia de la representación política: “(...) no veo que sea desde ahora posible al soberano el conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos si la ciudad no es muy pequeña”43.
Sin embargo, rechaza que los representantes elegidos por el pueblo puedan obrar en su nombre pues, afirma, “Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus representantes: no son sino sus comisarios: no pueden acordar nada definitivamente. Toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula: no es una ley”44. De allí que, en la concepción de la soberanía popular de Rousseau, sea una condición de validez de la ley que esta sea ratificada por el pueblo, no siendo suficiente su aprobación por el Parlamento, tal como quedó plasmado en la Constitución francesa de 1793.
Desde este punto de vista, la teoría de la “soberanía popular”, antes que fundar una noción de representación política la niega reduciendo a los elegidos por el pueblo a la condición de meros “comisarios” desprovistos de todo poder efectivo. Es una concepción que se dirige hacia la democracia directa en la que el pueblo decide a través de la voluntad general, descartando a la democracia representativa.
Sin embargo, no obstante que el modelo de la democracia representativa es el que, finalmente, ha prevalecido, la noción de la soberanía popular ha influido en la conquista del sufragio universal y su concepción como derecho de los ciudadanos, y, asimismo, en la introducción, en tiempos recientes, de mecanismos de democracia directa en el régimen representativo, como es el caso, del referéndum, la revocación de autoridades o la iniciativa legislativa.
2.2.2. Soberanía nacional y representación política
En clara contraposición a la doctrina de la soberanía popular, la teoría de la “soberanía nacional” afirma el carácter indivisible de la soberanía y la atribuye a la “nación”. El punto de partida de esta concepción, cuya formulación se reconoce a Sieyés en los debates de la Asamblea Constituyente francesa de 1789, es la negación de la soberanía del monarca y su radicación en un ente sintético y abstracto: la nación. Dice por ello Carré de Malberg que “(...) la idea esencial formulada por los hombres de 1789 (...) fue que el Estado no es más que la personificación de la nación. El Estado es la persona pública, en la que se resume la colectividad nacional”45.
Al ser un ente abstracto, una persona moral, la Nación solo se expresa y actúa a través de sus representantes. Su voluntad es la de sus representantes y estos obran en su nombre concretando, así, la existencia real de aquel ente: “En la doctrina de la soberanía nacional (...) la nación es una persona investida de una conciencia y de una voluntad. Esta voluntad es soberana. Esta soberanía es ejercida por los gobernantes, en nombre y como representantes de la nación”46.
La idea de la soberanía nacional no sólo rechaza la soberanía del monarca y, por consiguiente, el régimen político que se sustenta en ésta, es decir la monarquía absoluta, sino que, igualmente, se opone a la soberanía popular que atribuye la soberanía a cada individuo–ciudadano fundando así un régimen de democracia directa. Al atribuir la soberanía a la nación y afirmar su carácter indivisible, establece que aquella sólo puede obrar mediante sus representantes, lo cual se convierte en el fundamento del gobierno representativo. Este, en efecto, es un régimen político caracterizado por el hecho de que el pueblo elige representantes para que estos gobiernen y legislen en nombre de la nación. Tales representantes gozan de plenas facultades para ejercer esas funciones y, por ello, las leyes que aprueba el Parlamento —a diferencia del criterio afirmado por Rousseau— tienen plena validez y no necesitan ser ratificadas por el pueblo.
En esta concepción, la designación de representantes aparece como una función antes que, como un derecho, por lo cual podía ser atribuida —como en efecto sucedió en las primeras etapas del Estado Liberal— a sólo una parte de la Nación, conduciendo a la limitación del sufragio.
2.3. Naturaleza jurídica. Mandato imperativo y mandato representativo
Las doctrinas de la soberanía popular y de la soberanía nacional han influido decisivamente en la concepción de la representación política, habiendo originado, respectivamente, dos formas de ésta, de diferente naturaleza jurídica: i) el mandato imperativo y ii) el mandato representativo.
2.3.1. Mandato imperativo
Hay en esta noción una aproximación a la figura del mandato de derecho privado, caracterizada por el hecho de que el apoderado debe representar la voluntad del poderdante y la consiguiente facultad de éste de revocar al apoderado que no gestiona debidamente sus asuntos.
La concepción privatista o de Derecho Privado, subsistió durante las monarquías absolutas como fundamento de la representación de los estamentos en los parlamentos o cortes eventualmente convocadas por los monarcas. Los delegados de los distintos estamentos representaban a éstos y se encontraban sometidos al mandato imperativo de quienes los habían elegido pues debían representar los intereses particulares de éstos, a quienes debían rendir cuentas y quienes, a su vez, podían revocarlos. Ello en razón de que la tarea principal de tales parlamentos consistía en aprobar los impuestos requeridos por los monarcas para financiar sus raleadas arcas, lo cual repercutía en el patrimonio de los representados47. A esta clase de representación se refiere despectivamente Rousseau cuando sostiene que “La idea de los representantes es moderna: procede del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el cual la especie humana se ha degradado y en la cual el nombre de hombre ha sido deshonrado”48.