Delincuencia juvenil. Jorge Valencia-Corominas

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este sentido la última década del siglo en mención.

      Al respecto, Aries señala:

      En la Edad Media, a principios de la era moderna y durante mucho más tiempo en las clases populares, los niños vivían mezclados con los adultos, desde que se les consideraba capaces de desenvolverse sin ayuda de sus madres o nodrizas, pocos años después de un tardío destete, aproximadamente a partir de los siete años. Desde ese momento, los niños entraban de golpe en la gran comunidad de los hombres y compartían con sus amigos, jóvenes o viejos, los trabajos y los juegos cotidianos. (Aries, 1973, p. 539)

      De esta inicial percepción o entendimiento del fenómeno, luego de pasar un largo proceso, se ha llegado finalmente a la Convención sobre los Derechos del Niño de fines del siglo XX, primer instrumento internacional que reconoce derechos a los menores de edad4, tal como ya se mencionó, y que atribuye también una responsabilidad penal especial a partir de una edad determinada5 al menor de edad que cometa una infracción a la ley penal.

      Si bien no existe una evolución lineal del tratamiento del menor de edad en la historia, seguidamente se mostrarán algunos hechos históricos destacados relacionados con esta materia desde tiempos antiguos, particularmente en Grecia y Roma y en relación con el derecho canónico. Posteriormente se analizará el riguroso tratamiento inglés del tribunal de Old Bailey en el siglo XVIII y, finalmente, el caso Gault de los Estados Unidos de América en el siglo XX, que estableció un antecedente histórico para la construcción de un sistema de garantías para los adolescentes en conflicto con la ley penal.

      En Esparta, una de las ciudades estado-griegas6, los niños no eran considerados como sujetos de derecho sino como objetos. Así, desde su nacimiento un niño estaba destinado a pasar por una serie de estrictas pruebas dispuestas por un Consejo de Ancianos, para lo cual era conducido a un lugar determinado donde se lo examinaba con la finalidad de determinar si era saludable y de constitución vigorosa. De aprobar la evaluación, el menor era entregado a su progenitora para su instrucción; de lo contrario era arrojado al Apóthetas7 para que muriera.

      Los niños no tenían derechos jurídicos ni políticos, y si incumplían alguna norma se los consideraba como un estigma para la polis8. La mínima sublevación era castigada con métodos brutales como la muerte, o en determinados casos se les recluía. Según el pensamiento platónico, las cárceles “cumplían tres finalidades: custodia, corrección y castigo, aplicándose básicamente a condenados por robo, deudores insolventes o a aquellos que atentaran contra el Estado, abarcando a jóvenes y adultos” (Blanco Escandón, 2012, p. 86). Para lograr la corrección se adoptaban castigos severos.

      Roma desarrolló un sistema de mecanismos para el tratamiento de menores de edad, siendo uno de sus aportes más importantes la conceptualización del discernimiento, que permitía distinguir entre infantes, impúberes y menores: “Esta categorización de edades permitió desarrollar el concepto sobre el discernimiento del menor, y consecuentemente su responsabilidad, la cual podía atenuarse” (Dupret, 2005, p. 29). Así, quedaban “exentos de responsabilidad penal quienes se encontraban desprovistos de la capacidad de obrar y a los cuales no era aplicable, por tanto, la denominada ley moral” (D’Antonio, 1992, p. 98).

      En tal sentido, se clasificó a los menores por edades y se los juzgó según este criterio. Se fijó así hasta los nueve años la edad en la que el niño carecía de imputabilidad; luego, aquella en la que tal deficiencia podía presumirse iuris tamtum9, desde el limite anterior hasta los doce o los catorce años; y, finalmente, la edad en la que la presunción se invertía y había que demostrar que el sujeto había obrado sin discernimiento, desde los doce o los catorce años hasta los dieciséis o los dieciocho. En esta última etapa, la punibilidad del acto era sometida a la comprobación del dolo y al conocimiento del menor al momento de la realización de acto; así, los menores con capacidad de obrar eran considerados como imputables.

      El derecho canónico surge mediante el Edicto de Milán del año 313, que reconoce el cristianismo y oficializa esta religión en el Imperio romano. Respecto a los menores de edad, se desarrollaron ciertos conceptos establecidos por el derecho romano, como la presunción de irresponsabilidad, que categorizaba las edades de los imputables y los inimputables. Así, se “establece como inimputables a los menores de siete años, y de esta edad a los catorce años existe una responsabilidad dudosa, la cual depende del grado de malicia presente en la comisión del delito” (Blanco Escandón, 2012, p. 88).

      Se estableció un procedimiento y un tratamiento penal diferenciado entre menores y adultos10, lo que fue posible considerando el carácter paternalista de este derecho. El papa Gregorio IX señaló que al menor impúber se le aplicarían penas atenuadas; a su vez, el papa Clemente XI fundó, a principios del siglo XVIII, el Hospicio de San Miguel, destinado al tratamiento correccional de menores delincuentes. En ese contexto, la existencia del dolo o del discernimiento posibilitaba la aplicación de una sanción al menor11.

      Si bien, como ocurría en Roma, la responsabilidad del menor era aplicada según el criterio de discernimiento y la sanción resultaba siempre menor que la que se imponía a los adultos, hubo un debate respecto a la responsabilidad penal, ya que “para algunos canonistas la misma únicamente se daba cuando el menor obrase con discernimiento y otros consideraban que siempre existía imputabilidad pero merecía una sanción atenuada” (Fuchslocher, 1965, p. 146).

      El Tribunal Penal Central, conocido como The Old Bailey, tuvo su origen en el año 1585 y era considerado como el más alto tribunal para los casos penales en Inglaterra. Su labor es fundamental para entender el tratamiento jurídico de los jóvenes en ese país.

      Este Tribunal promulgó resoluciones drásticas para los menores de edad, como en el caso de “dos niños de siete y once años de edad, Michael Hammond y su hermana Ann”, quienes fueron ahorcados por haber sido acusados de robo el 28 de septiembre de 1708. Asimismo, un menor de diez años de edad fue sancionado a la horca por cometer un robo, y en 1815 se condenó a muerte a cinco infantes entre los ocho y los doce años de edad, sentencia dictada en los albores de la Revolución Industrial12, periodo en el que la criminalidad aumentó a causa de la crisis económica que sufría el proletariado. En este contexto los niños empezaban a trabajar a temprana edad, lo que denotaba la necesidad de las familias por conseguir ingresos para sobrevivir. De ahí que el robo se convirtiera en el delito más frecuente, perpetrado muchas veces por menores de edad.

      El Tribunal consideró que los delitos cometidos por niños debían tener la misma pena que la que recibían los mayores de edad, pues se categorizaba al infante al igual que al adulto. Tampoco se tomaba en cuenta la capacidad de discernimiento del menor de edad ni que la infracción fuera cometida por circunstancias económicas.

      Este tratamiento originaba que en aquella época (1785) “el Procurador General inglés señalara que nueve de diez delincuentes ahorcados eran menores de veintiún años” (West, 1970, p. 200).

      Un adolescente de quince años de edad, de apellido Gault, fue acusado de realizar llamadas telefónicas indecorosas y de contenido sexual a una muchacha del vecindario en el estado de Arizona en 1964. Los padres de la adolescente, mortificados por el hecho, presentaron una denuncia ante las autoridades competentes. Gault fue detenido de inmediato, y luego de un proceso judicial muy breve el juez del condado lo sentenció a cumplir una pena

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