Delincuencia juvenil. Jorge Valencia-Corominas

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Delincuencia juvenil - Jorge Valencia-Corominas

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comportamiento del menor implicaba inadaptación, una incapacidad para adaptarse e identificarse como parte de la sociedad, lo que provocaba el alejamiento de sus acciones de las normas de convivencia social y la generación de valores propios que se encontraban deliberadamente en contra de las normas de convivencia social, de modo que eran necesarias leyes y mecanismos especializados que permitieran responder eficazmente ante el “menor desadaptado”.

      En ese contexto, el Estado debía desarrollar mecanismos para resolver el problema que afectaba la seguridad social: “En pocas palabras, esta doctrina no significaba otra cosa que legitimar una potencial acción judicial indiscriminada sobre aquellos niños y adolescentes en situación de dificultad” (García Ramírez, 1980, p. 22).

      Mientras, al modelo punitivo tradicional no le interesaba la resocialización del menor, pues era un sistema eminentemente sancionador que trataba a los menores de edad como adultos y los internaba en las mismas cárceles que a estos. Al modelo tutelar sí le interesa su resocialización, razón por la cual era necesario investigar su conducta y los hechos que lo impulsaban a una conducta antisocial.

      Un menor que delinque puede presentar características antisociales en su personalidad, hasta llegar a mostrar una sintomatología que exprese un trastorno de personalidad antisocial o psicopática, leve o grave. Solo después de conocer a qué nivel ha llegado su deterioro antisocial se puede establecer un plan de reeducación.

      De acuerdo con este enfoque, según la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2002) las conductas antisociales pueden ir desde “[…] ser oposicionista en las formas leves a ser beligerantes en las formas graves, de valientes a temerarios, de la hostilidad hasta la malevolencia, casi ningún remordimiento de usar a los demás para conseguir sus objetivos” (p. 666), lo que origina un desprecio por los deseos, derechos o sentimientos de los demás, siendo frecuentes los engaños y la manipulación para conseguir provecho o placer personal.

      El individuo que sufre trastorno antisocial está motivado por una desconfianza general y el temor a que otros traten de humillarlos o explotarlos, por lo que “la autodeterminación y la autonomía pueden ser entendidas como mecanismos protectores” (Millon y Everly, 1994, p. 49).

      Estos menores, que no estaban articulados a la sociedad, debían ser tutelados con el fin de corregir su conducta antisocial, así como para proteger a la sociedad de ellos: quien mostraba una conducta desviada o asocial era considerado un enfermo al que se debía tutelar o proteger. Siendo este el objetivo, “se consagra un sistema en el que no era necesario proceder con el respeto de requisitos legales mínimos ni garantías procesales: la finalidad reeducadora debería de ser priorizada” (Díaz, 2003, p. 22).

      Este fin reeducador buscaba adaptar al menor al entorno social para que pudiera desarrollarse. Por ello se adopta el concepto de riesgo para determinar el objeto de protección: se protegería a los menores incapaces o en estado de peligro, riesgo social o abandono. Al respecto, “se consideraban algunos factores que incrementaban dicho riesgo hasta poder llegar a ser conductas antisociales: el maltrato o abandono en la infancia, el comportamiento inestable o variable de los padres, la inconsistencia en la disciplina de los padres” (OMS, 2002, p. 665).

      Para el control social que se exigía se crearon institutos de menores y reformatorios destinados a protegerlos. Pero “dicha reeducación extendía su ámbito de actuación tanto a las conductas de infracción penal como a un amplio campo de comportamientos irregulares” (Díaz, 2003, p. 22). La intervención estatal era arbitraria, al no existir un criterio claro sobre lo entendido como “conducta predelictuosa”.

      Como señala Bustos Ramírez: “[...] la ideología de la situación irregular convierte al niño y al joven en objeto, y no en sujeto de derechos, en un ser dependiente, que ha de ser sometido a la intervención protectora y educadora del Estado” (1997, p. 65).

      En el Perú, el Código Penal de 1924 incorporó la doctrina de la situación irregular. Con la aprobación del “Código de Menores de 1962 se definió una intervención tutelar a cargo de la jurisdicción de menores y se organizó un proceso judicial inquisitivo en el que el juez de menores actuaba como buen padre de familia” (Ceapaz, 1996, p. 22). Este Código adoptó el modelo tutelar y la protección estatal del menor en situación irregular: “El código de menores seguía los lineamientos de la defensa de la sociedad, de modo que configuraba un esquema tutelar y represivo al mismo tiempo que disponía de manera coactiva de la libertad personal de los menores irregulares” (Ceapaz, 1996, p. 25).

      Al finalizar la Segunda Guerra Mundial (1945) y crearse un nuevo orden político y económico en el mundo, en Europa se inició la construcción del Estado de Bienestar, también conocido como Estado de Welfare, para garantizar educación, salud y seguridad a los ciudadanos, especialmente a los de los sectores menos privilegiados. En el diseño de las políticas sociales de la época tuvieron una fuerte incidencia los partidos Demócrata-Cristiano y Socialista.

      En ese contexto se desarrolló un nuevo modelo de tratamiento para los menores en situación irregular, el denominado modelo educativo, que tenía como finalidad evitar su ingreso en el sistema de justicia penal. Con ello se produjo un descenso de la intervención de la justicia y un abandono de los métodos represivos para pasar a un predominio de la acción educativa.

      Se reconocía al menor y su familia como un solo sujeto de protección para que se les brindara ayuda en conjunto. Así, en lugar de la privación de la libertad “se dio paso a residencias pequeñas, con familias sustitutas y a medidas de medio abierto” (Giménez-Salinas, 1992, p. 4).

      Con ello se pretendía no utilizar el sistema penal como la única vía para la intervención al infractor. Para Jünger, el objetivo era no intervenir en interés del menor, todo lo contrario al modelo protector, de modo que, por ejemplo, “en Holanda los niños bajo control judicial pasan de 42,000 (1967) a 22,000 (1978) sin que la población juvenil haya variado” (Giménez-Salinas, 1992, p. 4).

      La finalidad del modelo educativo consistía en garantizar la paz social, pero en la propuesta de los programas no se distinguía entre menores infractores y menores abandonados o carentes de medios económicos. La administración de justicia para menores, integrada por jueces y fiscales, quedó rezagada frente a la intervención de programas sociales compuestos por trabajadores sociales y psicólogos.

      Así, en el desarrollo de su función protectora el Estado de Bienestar fomentó políticas educativas para la resocialización o readaptación social; en los Estados Unidos de América el modelo tenía las siguientes bases: la despenalización, la desinstitucionalización, el proceso justo y la desjudicialización.

      En relación con el ámbito penal juvenil, se brindaba un tratamiento unitario a los jóvenes que delinquían y a los que se encontraban en desamparo, el cual se desarrollaba fuera de lo disciplinario, con ayuda de profesionales especializados. Se pretendía aplicar la acción educativa mediante programas destinados a la desinstitucionalización o desjudicialización, que buscaban evitar que el menor intervenga en un proceso judicial; no se trataba de reprimirlos, sino de protegerlos de una delincuencia futura.

      El desarrollo de este modelo implicó que los procedimientos judiciales fueran desvirtuados en tanto se priorizaba su desformalización, de modo que muchas infracciones no fueran procesadas judicialmente, mientras que en el ámbito de la ejecución penal se prescindiera, en lo posible, de la pena privativa de libertad, fortaleciendo el uso de la labor educativa en el seno de la propia familia o en casas-hogares.

      La preocupación para que el menor de edad no fuera considerado como un

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