Sin ti no sé vivir. Angy Skay
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—Tu madre está en la cocina con sus amigas. Espero que paséis una buena comida.
—Claro, iré a buscarla. Por cierto, ¿ha llegado ya?
—Sí, tu hermano anda hablando con todo el mundo. La gente está ilusionada de volver a verlo. —Sonríe encantado con su comentario.
—Ya, claro —gruñe.
—No pongas esa cara, Joan —lo regaña.
Paul Johnson es el típico hombre serio, un señor de negocios en toda regla. Mide un metro ochenta, tiene los ojos negros como los de Joan y el pelo completamente blanco, pero su fuerte y duro mentón, junto con las facciones de su cara, hacen que siga siendo el hombre más respetable del planeta.
Mi marido suelta mi mano, se ajusta la chaqueta y da un paso hacia él. Le habla tan flojo que apenas puedo escucharlo:
—Padre…, es su hijo, no mi hermano —le dice maliciosamente.
—No me des la fiesta, Joan, por la cuenta que te trae —le advierte. Sin más, se da la vuelta y se marcha junto al resto de los invitados.
—Cariño, ve a la cocina a saludar a mi madre. Yo iré a hablar con los demás.
Asiento, como de costumbre. Giro sobre mis talones y me encamino hacia la cocina de mi querida suegra, sin olvidar sacar la mejor de las sonrisas. Pero cuando estoy llegando, escucho una estridente carcajada que perfora mis oídos: la típica risa falsa y, encima, gritona. ¡No la soporto! Silvana Johnson es una mujer rubia, de una estatura normal, un poco regordeta y con una cara de lagarta que no puede con ella. Se la ve mala persona a distancia. Es avariciosa, envidiosa y no soporta que nadie, nadie, nadie, quede por encima de ella nunca.
Abro las puertas batientes de madera blanca, entro y me encuentro a la señora Johnson y a cuatro de sus amigas, que solo están con ella por la fama y el dinero que posee.
—¡Oh, querida Katrina!
—Señora Johnson. —Hago una inclinación con la cabeza.
—Hola, Katrina, qué bien te veo. Parece que los años no pasan por ti —comenta una amiga de mi suegra.
—Hola, señora Foxter. Tengo veintiocho años, no es para menos.
—La verdad es que sabe conservarse bien, Silvana. Tienes suerte de tener a una nuera así de guapa. Seguro que tiene a tu hijo embelesado —le dice otra de sus amigas.
—Sí, claro —le contesta Silvana con desgana y sin mirarme—. ¿Quién quiere champán?
Cambiando de tema…
No soporta que nadie le diga que otra mujer es más guapa que ella. Es insoportable. Menos mal que la veo poco. La boda fue un sufrimiento. Al final, pusimos e hicimos todo como ella quiso. No nos dio lugar a réplica. Y, claro, como es la madre de Joan, no pude llevarle la contraria en ningún momento.
Reparte las copas de champán en la mano de cada una de sus amigas y la mía la deja en la isla que hay justo en el centro de la cocina. Me sonríe con maldad al tiempo que la apoya en el mármol. Está haciéndolo aposta. No muevo ni un músculo de mi cara mientras tiene ese feo detalle conmigo.
—Se dice gracias por lo menos, querida —me suelta, y se va hacia la cuadrilla de sus amigas.
—Gracias —le respondo con un hilo de voz.
Tras ese momento tan incómodo, las puertas de la cocina vuelven a abrirse y entran las alocadas gemelas Johnson pegando voces eufóricas. Son dos gotas de agua. Tienen la tez morena, sumamente cuidada, su cabello negro les llega hasta la cintura y sus ojos son exactamente iguales que los de Joan. Las tres usamos la misma talla, ya que nuestros cuerpos son prácticamente iguales: delgados pero moldeados. Susan es más como Silvana: envidiosa e insoportable. Erika es más «buena», por así decirlo. Ella te escucha, te aconseja y no le da envidia ni una mosca que pase por su lado.
—¡Niñas! —les chilla Silvana—. ¿Por qué narices pegáis esas voces?
—Tienes al gallinero revolucionado —malmete la señora Foxter.
—Rachel, estás que te sales hoy, ¿eh? ¿Por qué no te callas un rato? —la reprende.
La señora Foxter, como yo la llamo, cierra la boca entre risas. Cuando me mira de reojo, no puedo evitarlo y me río también. Mi suegra nos mira a las dos y bufa exasperada.
—¡Contestad! —vuelve a vociferarles a las gemelas.
Las dos se quedan en silencio, con una risa juguetona en sus caras infantiles. Tienen veinticinco años, pero son demasiado pequeñas de mentalidad, por así decirlo. Las dos se miran y sueltan una carcajada, lo que desespera más a su madre, que está a punto de echar fuego por la boca.
—¡Madre, no se enfade! Es que… Susan es muy tonta.
—¿Yo? ¡Dime que tú no has pensado lo mismo! —interviene Susan, riéndose sin parar.
—Bueno…, la verdad es que sí —le responde entre carcajadas.
—¡¡Niñas!! —chilla, esta vez más alto.
Un silencio se apodera de la cocina y, con él, se van todas las risas anteriores y las miradas cómplices, dando paso a una señora Johnson cabreada a más no poder.
—Madre, nunca nos dijo que el hijo de padre fuera tan guapo —suelta de repente Erika en un susurro apenas audible.
El rostro de Silvana se torna rojo como un tomate. Dadas las circunstancias, creo que está a punto de estallar. Mira a una y después a otra. Todo el mundo la observa a ella y nadie pierde detalle de lo mal que le han sentado las palabras de su hija pequeña.
—Nunca, y cuando digo nunca, ¡es nunca!, volváis a hacer ningún comentario respecto a ese bastardo. ¿Me habéis entendido? —escupe.
—Sí —afirman con timidez las dos al unísono.
—Silvana, no regañes a las niñas —intenta apaciguar la situación la señora Foxter—. Además, es tu hijastr…
—¡¡No!! —chilla fuera de sí, interrumpiéndola—. No quiero que nadie más hable del tema. Estamos haciendo una fiesta por su llegada porque el señor Johnson es su padre, ni más ni menos.
—Pero, madre… —comienza a replicar Erika.
—¡Ni madre ni leches! Ese desgraciado no es mi hijastro, y mucho menos mi hijo. Fin de la discusión.
Me sorprende lo mal que lleva el tema. Y no entiendo por qué, aunque lo que sí sé es que mi marido habla de la misma forma despectiva que ella. Nunca, en cuatro años, he oído hablar