AntologÃa. Ken Wilber
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Y esto nos lleva a la paradoja más patente de la filosofía perenne. Ya hemos visto que las tradiciones de sabiduría suscriben la noción de que la realidad se manifiesta en niveles o dimensiones y que cada dimensión superior es más inclusiva y, en consecuencia, está más «próxima» a la Divinidad, es decir, al Espíritu. En este sentido, el Espíritu es la cúspide, el peldaño superior de la escalera de la evolución, pero también –y al mismo tiempo– la substancia de la que está hecha la escalera y cada uno de sus peldaños. El Espíritu es la «talidad», la «esidad», la esencia de todas y cada una de las cosas que existen.
El primer aspecto –el aspecto peldaño superior– constituye la naturaleza trascendente del Espíritu, que trasciende, con mucho, a toda cosa o criatura «mundana» o finita. Aunque la Tierra (o incluso el universo) se desvaneciese, el Espíritu, no obstante, permanecería. El segundo aspecto –el aspecto substancial– se refiere a la naturaleza inmanente del Espíritu, que se halla igual y plenamente presente, sin parcialidad alguna, en todas las cosas y todos los eventos, desde la naturaleza hasta la cultura y desde los cielos hasta la Tierra. Desde esta perspectiva, ningún fenómeno, sea el que fuere, se halla más cerca del Espíritu que otro, porque todos están igualmente «compuestos» de Espíritu. Así pues, el Espíritu es, al mismo tiempo, la meta superior de todo desarrollo y evolución y el fundamento de todo el proceso y se halla plenamente presente tanto al comienzo como al final de toda la secuencia o, dicho de otro modo, el Espíritu es anterior a este mundo pero no es ajeno a él.
El fracaso al tener en cuenta ambos aspectos del Espíritu ha abocado históricamente a visiones muy fragmentarias (y políticamente peligrosas). Porque las religiones patriarcales han tendido a subrayar en exceso la naturaleza trascendente del Espíritu y a condenar, de ese modo, a la Tierra, la naturaleza, el cuerpo y la mujer a un estado inferior. Con anterioridad a eso, sin embargo, las religiones matriarcales tendieron a enfatizar exageradamente la naturaleza inmanente del Espíritu, dando así origen a una visión panteísta del mundo que equiparaba a la Tierra (creada y finita) con el Espíritu (infinito y no creado). Y, si bien usted es libre de identificarse con una Tierra limitada y finita, no lo es para concluir que se trata de lo Infinito y lo Ilimitado.
Por este motivo, las visiones unilaterales del Espíritu –tanto las sustentadas por las religiones patriarcales como por las religiones matriarcales– han abocado a desastres históricos semejantes, desde el brutal sacrificio humano a gran escala para propiciar la fertilidad de la Diosa Tierra hasta la guerra santa en nombre del Dios Padre. Pero, en el mismo núcleo de estas distorsiones, la filosofía perenne (el núcleo esotérico común a todas las grandes religiones) ha evitado siempre caer en la dualidad –Cielo o Tierra, masculino o femenino, infinito o finito, ascético o exuberante– y se ha centrado, en su lugar, en su unión o integración («adualismo»). Esta unión entre el Cielo y la Tierra, entre lo masculino y lo femenino, entre lo infinito y lo finito, entre el ascenso y el descenso y entre la sabiduría y la compasión, en suma, resulta evidente en las enseñanzas «tántricas» de las diversas tradiciones de sabiduría (desde el neoplatonismo occidental hasta el budismo Vajrayana oriental). Y es precisamente a ese núcleo no dual de las tradiciones de sabiduría al que se aplica el término «filosofía perenne».
El hecho es que, si queremos pensar en el Espíritu en términos mentales (lo cual, ineludiblemente, comporta ciertos problemas), no deberíamos olvidar esta paradoja (trascendente/inmanente). Porque la paradoja es la forma en que lo no dual se manifiesta en el nivel mental. El Espíritu, en sí mismo, no es paradójico; estrictamente hablando, no es caracterizable en modo alguno.
Y esto resulta aplicable de manera doble a la jerarquía (holoarquía). Ya hemos señalado que, cuando el Espíritu trascendente se manifiesta, lo hace en estadios o niveles (la Gran Holoarquía del Ser) y con ello no queremos afirmar que el Espíritu –o la Realidad–, en sí misma, sea jerárquica sino que la Realidad, el Espíritu Absoluto, no es jerárquico, es sunyata, es nirguna, es apofática, es, en fin, incalificable en términos mentales (holones inferiores). Pero la Realidad se manifiesta en estadios, estratos, dimensiones, fundas, niveles o grados –elija el término que prefiera– diferentes… y eso es precisamente la holoarquía. En el Vedanta, se trata de las koshas (las fundas o capas que recubren a Brahman); en el budismo son los ocho vijnanas, los ocho niveles de conciencia (cada uno de los cuales constituye un estadio inferior –y, en consecuencia, más limitado– de la dimensión superior); en la Cábala se trata de los sefirots, etcétera.
Éstos son los niveles del mundo manifiesto, los niveles de maya. Cuando no reconocemos a maya como el despliegue lúdico de lo Divino, no existe más que ilusión. Jerarquía es ilusión. Hay niveles de ilusión, no niveles de realidad. Pero según afirman las mismas tradiciones, sólo a través de la comprensión de la naturaleza jerárquica del samsara podremos llegar a desembarazarnos de ella, como si la escalera sólo pudiera ser desechada después de haber cumplido su extraordinario cometido.
El ojo del Espíritu, 59-61
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Algunos críticos postmodernos, sin embargo, han protestado diciendo que la misma noción de Gran Cadena del Ser es jerárquica y que, por tanto, es también opresiva porque se basa en algún tipo de ordenamiento vertical (ranking) en lugar de hacerlo en una visión relacionante del mundo (linking). Pero ésa es una queja muy poco clara ya que, en primer lugar, los mismos críticos antijerárquicos –que están en contra de todo tipo de ordenamiento vertical– no dudan en emitir juicios jerárquicos que les llevan a sostener que su visión es mejor que las alternativas. Dicho de otro modo, ellos mismos disponen de su propia jerarquía, una jerarquía muy poderosa aunque, eso sí, a menudo oculta y sin articular (lo cual, por cierto, resulta sumamente contradictorio).
En segundo lugar, la Gran Cadena fue precisamente lo que Arthur Koestler denominó holoarquía, un ordenamiento de nidos o círculos concéntricos en el que cada nivel superior trasciende, al tiempo que incluye, a sus predecesores. Es evidente que se trata de un ordenamiento vertical en el que cada nivel superior es más inclusivo y más abarcador, en el que cada nivel superior engloba más al mundo y a sus habitantes, de modo que los dominios espirituales o superiores del espectro de la conciencia son omniinclusivos y omniabarcadores y dan lugar a una especie de pluralismo radical de alcance universal.
El ojo del Espíritu, 48-49
EL KOSMOS
Los pitagóricos acuñaron el término «Kosmos», un término cuyo significado original iba mucho más allá de lo que hoy entendemos por «cosmos» o «universo», como algo exclusivamente físico y abarcaba todos los dominios de la existencia, desde la materia hasta la mente y, desde ésta, hasta Dios.
Es por eso que quisiera rescatar el término Kosmos, un término que incluye al cosmos (o fisiosfera), bios (la biosfera), psique o nous (la noosfera) y theos (la teosfera o el dominio divino).
La mayoría de las cosmologías están contaminadas por el sesgo materialista que las lleva a concluir que el cosmos físico es lo único real y que todo lo demás debe ser explicado con referencia al plano material. Pero ése es un reduccionismo burdo que acaba arrojando a la totalidad del Kosmos contra el muro del reduccionismo hasta que todos los dominios de la existencia –excepto el físico– acaban desangrándose lentamente y muriendo ante nuestros ojos. ¿Es ésta una forma adecuada de tratar al Kosmos?
No tenemos, pues, en mi opinión, que hacer cosmología sino kosmología.
Breve