Historia de las ideas contemporáneas. Mariano Fazio Fernandez
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Bodin publica en 1576 su obra más importante: Les six livres de la République. Escrita en pleno periodo de guerras religiosas en Francia, intenta dar un fundamento sólido al poder real a través de una doctrina sobre la soberanía. Para Bodin, la soberanía es el elemento esencial que caracteriza al Estado: existe un Estado allí donde los ciudadanos están sujetos a la ley de un soberano común. Los ciudadanos de un Estado pueden estar divididos por las costumbres, por la lengua o por la religión, pero los acomuna la dependencia al mismo poder supremo o soberanía. Para Bodin la soberanía es un poder perpetuo no limitado en el tiempo, no delegado —o delegado sin límites ni condiciones—, inalienable, no sujeto a prescripción, y no limitado por las leyes, ya que el soberano es él mismo la fuente de la ley. Prerrogativas de la soberanía son el poder dictar leyes sin necesidad de ningún consentimiento ajeno; declarar la guerra y la paz; instituir los principales funcionarios del Estado; juzgar en calidad de corte inapelable; conceder gracias; acuñar moneda e imponer impuestos.
Si la soberanía del Estado es siempre una e indivisible, existen distintas formas de gobierno —fundamentalmente, monarquía, aristocracia y democracia—, que constituyen el aparato o el medio para ejercer la soberanía. Alejándose de la doctrina aristotélica, Bodin niega que haya formas mixtas de gobierno, pues en las tres formas debe haber unidad de poder o soberanía. El Estado bien ordenado exige un único poder soberano. Como es de suponer, Bodin se inclina por la forma de gobierno monárquica, que es la que garantiza mayor unidad de acción.
Bodin, sin embargo, admite que en el ejercicio de la soberanía hay algunas restricciones. En primer lugar, el soberano debe siempre respetar la ley divina y la ley natural. Después, debe respetar las antiguas leyes constitucionales y consuetudinarias del reino. Por último, el soberano encuentra un límite en la inviolabilidad de la propiedad privada de la familia, institución anterior al Estado y que es su fundamento y miembro principal1.
b) El derecho divino de los reyes
Con la doctrina de la soberanía se preparaban las bases para la construcción de la monarquía absoluta, modelo político del Antiguo Régimen. El poder absoluto del rey estaba teóricamente fundamentado en dos principios de origen ideológico diverso, pero con un fin práctico idéntico: la salvaguardia de su carácter absoluto. Estos dos principios fueron el derecho divino del poder real, y el contrato social.
El origen divino del poder es uno de los elementos constantemente presentes en la historia de las doctrinas políticas. Puede concretarse en la divinización del poder político, como fue el caso de los imperios mesopotámicos, egipcio, helenístico y romano, o simplemente puede consistir en la afirmación de que el poder político, como todo lo creado, tiene su causa remota en el Creador. Tal parece ser la postura de San Pablo cuando afirma que «todo poder viene de Dios» (Rom XIII, 1).
En la tradición cristiana, la afirmación paulina fue interpretada en diversas formas. La más extendida entendía que el origen divino del poder no implicaba una designación directa, por parte de Dios, del gobernante. El ejemplo del pueblo de Israel constituía simplemente una excepción a la regla, dado el carácter peculiarísimo de la historia del pueblo elegido. Más bien se tendió a pensar que la causa próxima del poder era la comunidad política, o las circunstancias históricas —una guerra victoriosa, una alianza entre pueblos, etc.—. Así, la corriente aristotélico-tomista —Santo Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, etc.— admitían que Dios era el origen remoto del poder político, pero la causa próxima era la entera comunidad.
En el siglo XVI, en el fragor de las disputas doctrinal-religiosas, surgen algunas teorías que acentúan la intervención directa de Dios en la designación del gobernante. Tal postura, que consideraba al rey como «lugarteniente de Dios», exigía la obediencia pasiva por parte de los súbditos, salvaguardando así el orden y la paz. El representante más extremo de esta postura es el rey inglés Jacobo I, quien publica en 1598 el libro Verdadera ley de las monarquías libres. Ya hemos hecho referencia a las opiniones luteranas y calvinistas al respecto.
En la Francia del siglo XVII se fue haciendo cada vez más extensa y popular la doctrina del derecho divino de los reyes. Aunque no se trata de una teoría demasiado elaborada, sino más bien de un conjunto de sentimientos, intuiciones y principios adquiridos acríticamente, es posible exponer sus principales elementos. Para eso nos serviremos de la obra de Jacques-Benigne Bossuet (1627-1704), obispo de Meaux y preceptor del delfín, Politique tirée des propres paroles de l’Ecriture Sainte. Terminada en 1679, estaba pensada para la formación del hijo de Luis XIV. No se trata, por tanto, de una tratado científico, sino de una obra pedagógica que debía servir a la toma de conciencia del heredero del Rey Sol de su dignidad y de su responsabilidad.
Bossuet considera que el hombre tiene como fin último de su vida a Dios. Los hombres estamos hechos para vivir en sociedad, pero el pecado original nos separó de Dios e impidió la convivencia pacífica entre los hombres. De ahí la necesidad de un gobierno que nos dirigiese y que evitara la destrucción mutua. Los reyes que fueron surgiendo en los comienzos de la historia, ya sea por consenso o por conquista legítima, gobernaban sobre los pueblos que ya estaban acostumbrados a obedecer, pues la idea de mando y autoridad proviene de la autoridad paterna.
Para Bossuet, la monarquía es la forma de gobierno más común, más antigua y la más natural, sobre todo si es hereditaria por línea masculina. A lo largo de la historia ha habido otras formas de gobierno, también aceptadas por Dios. Pero Bossuet no duda en agradecer a la Providencia que haya querido dar a su nación el gobierno más acorde con la naturaleza humana: todos los hombres nacemos súbditos, pues estamos sometidos a la autoridad paterna. Entre los sexos hay una jerarquía, y las mujeres están destinadas a la obediencia. La monarquía hereditaria, como autoridad paterna de la nación, es la forma más natural de gobierno político.
En las páginas destinadas a la formación del delfín, Bossuet va presentando las características de la monarquía bien constituida. En primer lugar, la monarquía es sagrada. Los príncipes obran como ministros de Dios y son sus lugartenientes en la tierra. El rey es cristo, en el sentido de ungido. Pero aunque no hubiera recibido la unción en la ceremonia de coronación, el rey es sagrado en virtud de su cargo, pues representa a la majestad divina y está encargado por la Providencia de ejecutar sus designios. De ahí la obligación que tienen los súbditos de respetar y obedecer a los reyes, incluso cuando no sean justos, como fue el caso de los primeros cristianos respecto a los emperadores paganos.
Además de ser sagrada, la monarquía es absoluta: el rey no debe rendir cuentas a nadie de sus órdenes; es juez inapelable; no existe posibilidad de coacción contra él. Con otras palabras, el poder del rey es invencible, pues si alguien pudiera frenar al poder público y obstaculizarlo en su ejercicio nadie en el reino podría estar seguro. Al igual que Hobbes, como veremos, Bossuet considera indispensable que el poder del monarca sea absoluto: sin tal autoridad, no podría ni hacer el bien ni reprimir el mal.
Bossuet admite que haya personas que consideren que el término «absoluto» es odioso e insoportable. Pero éstos no se dan cuenta de que el monarca tiene un contrapeso a su poder: el temor de Dios. El límite del poder son las leyes divinas y naturales.
Si el monarca no las respetase, entonces el poder sería arbitrario y tiránico. Por otra parte, la monarquía es paterna. El rey cumple la función del padre de familia para la entera nación: «el nombre de rey es nombre de padre». Por eso, en una posición antitética a la de Maquiavelo, Bossuet considera que el poder real es «dulce» y que los monarcas están hechos para ser amados.
El preceptor del delfín no olvida recordar a los monarcas sus obligaciones. Porque la monarquía tiene que ser razonable: no ha de imponer cargas