El hechizo de la misericordia. José Rivera Ramírez

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El hechizo de la misericordia - José Rivera Ramírez Espiritualidad

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en la tierra y además que es capital, y que una persona que tiene mucha alegría espiritual, mucha alegría por consiguiente anímica puede estar perfectamente –debido a una enfermedad, claro está– registrando unas emociones, lo que solemos llamar sentimientos, sentimientos emocionales muy trágicos. Esto puede ser.

      Pero, además, generalmente hablando, esto no es así; de manera que esto no deja de ser una excepción. Normalmente el individuo que está unido con Jesucristo tiene el gozo de esa convivencia que, ciertamente, es no solo compatible, sino que es fuente de una serie de sufrimientos concretos particulares, pero que siempre es alegría, porque Cristo nos da su gozo que nadie nos lo puede quitar. No me lo puede quitar más que yo pecando. Y este gozo, que es totalmente real y se caracteriza precisamente por esto, por su estabilidad, porque es espiritual, es compatible con los sufrimientos, y me da una cosa que, experimentalmente, no se puede explicar demasiado que digamos. Y no se puede entender, más que habiéndolo experimentado, en resumidas cuentas. Pero vamos, que uno se puede dar cuenta por analogía de que no es ninguna cosa que no se pueda entender, aunque no se pueda explicar bien. Y entonces esta alegría es la que me da también esta energía, precisamente para gozarme en predicar a los demás, en hacer apostolado. Pensar, por ejemplo, en la carta de S. Juan –según el texto más aceptado– lo que dice al final del primer parrafito es que “nuestro gozo que tenemos en predicaros a vosotros” (1Jn 1,4). El predicar es una alegría. Cuando el predicar nos suponga una especie de trabajo, en el sentido de un esfuerzo, de un sufrimiento, en cuanto a la pura predicación, esto simplemente quiere decir que no estamos disfrutando todavía, que no conocemos a Cristo, porque la boca habla de lo que está lleno el corazón. Y, por consiguiente, cuando el corazón está lleno de Cristo –vuelvo a repetir que el corazón no es necesariamente el sentimiento emocional, sino que es lo personal, lo estrictamente personal– entonces la predicación nos es espontánea, porque no puede callar el que ha contemplado al Verbo.

      Porque el hombre tiene una tendencia a la comunicación, y esta tendencia a la comunicación –que es muy buena y natural– es el reflejo, es el fruto de ser imagen de Dios. Entonces nos brota espontánea y, al brotar espontánea, resulta agradable porque lo que brota espontaneo es siempre agradable, en el nivel que sea. Y como esto es en el nivel de la propia personalidad, pues es personalmente agradable, hace feliz a la persona. Y al hacerla feliz, la desarrolla también. Nos hace cada vez más personales, personaliza. Nos hace más santos, en resumidas cuentas, porque es fruto de la acción del Espíritu Santo.

      Buscar la oveja perdida

      Y, en tercer lugar, tenemos la parábola que acabamos de escuchar. Y no digo más que recordar algo que digo muchas veces: ¿Realmente hacemos caso a esta parábola? ¿Normalmente los pastores dejamos a las ovejas perdidas –digo, perdón, al revés– a las ovejas que, más o menos, parece que están encontradas, para buscar a las que consideramos perdidas?

      Decía antes que no tenemos más remedio que obrar. La obra, que es también material, tiene que estar guiada por signos, que también son materiales. Y, por consiguiente, a última hora podemos estar equivocados. Podemos dejar a una oveja perdida, que resulta que es la menos perdida de todas, que es la que está más en contacto con Dios; y nos encontramos con que es el santo más santo de los que había en todo el pueblo, en la parroquia o en el mundo… Pero vamos, los signos que tenemos son de la otra manera. Pues tendremos que obrar según esos signos, movidos por el Espíritu Santo. ¿Es lo que solemos hacer? Porque a mí, sinceramente, me parece que, en cuanto a realizaciones, eso es lo que más falta, esta búsqueda de la oveja perdida. No lo digo por mí –que estoy siempre con gente perdidísima–, en fin, vosotros lo veréis. Cuando estáis en la parroquia, realmente lo más corriente es que estéis atendiendo a un grupito que ya está hecho, y que vienen a Misa el Domingo, y les decís que tienen que venir a Misa… Porque caemos, más o menos todos, en reñir a la gente por lo que hacen otros ¿no?, que además no se lo van a contar. Pero tenemos la obsesión, precisamente, de decir «esta persona está en pecado» –porque objetivamente hablando está en pecado–, no sé cómo está, pero objetivamente está en pecado: ¿Por qué no la busco? Porque esto lo dice la parábola, vamos.

      Y llegamos así a una conclusión muy importante, para examinarlo: ¿Cómo tomamos las palabras del Evangelio? Porque lo que cada vez le choca más a uno, que no sale de su asombro es: ¿Cómo podemos hacer tan poco caso a unas cosas que están tan claras? Porque yo creo que, como tantas otras cosas, la idea de que hay que buscar a los pecadores, que hay que buscarlos, que hay que cargárselos sobre el hombro, que hay que estar detrás de ellos, que hay que ir donde estén las ovejas perdidas… Y, por consiguiente, la oveja perdida; es decir, donde hay una. Una persona, todo lo que hemos hablado, porque la misericordia es personal, tengo misericordia de esta persona y voy a buscarla a ella, voy a buscarla precisamente donde la pueda encontrar como persona.

      Daos cuenta de que, muy generalmente, la búsqueda de las ovejas perdidas se hace de dos maneras: o poniendo anuncios, al llegar la Cuaresma se ponen anuncios luminosos: «La oveja perdida que quiera, puede entrar; que esta temporada tenemos la puerta abierta». Lo cual no es buscar la oveja perdida; es decir, la oveja perdida que se moleste ella, que ya le hemos puesto anuncios. Eso no es buscarla. Y, si no, la otra, pues es irse a los bares; vamos, hablando claro, y a los sitios más raros, a ver, porque allí es donde están las ovejas perdidas, allí es donde las encontramos. ¡No!, allí no encontrareis las ovejas, allí encontrareis a las cabras. Quiero decir que en aquel momento la gente no está como persona, en aquel momento la gente está como individuo, está cada uno soltando su individualidad a toda orquesta, mezclándose unas con otras, y formando un ambiente de mediocridad que no es el que tenemos que evangelizar.

      Se diga lo que se quiera –y se puede decir bien dicho, con tal que se quiera decir algo que es verdad– no es el ambiente lo que tenemos que evangelizar, son las personas. Son las personas las que forman el ambiente, no al revés. Y esto me parece muy importante, porque creo que ya he aludido a ello, es lo que acaba llevándonos, a fuerza de hablar de ambientes, a hablar de los pecados sociales. Y aquí nadie tiene culpa de nada. Son cosas, pues del ambiente. Los ambientes los formamos nosotros y cabalmente lo que tenemos que hacer, y está bastante claro en el Evangelio, es saber que podemos formar –ya me entendéis cómo, dejando que el Espíritu Santo nos mueva a colaborar con Cristo–, tenemos que formar personas que cambien los ambientes. Y entonces se trata de buscar a las ovejas una por una. Y cuando tenemos suficientes ovejas, pues hemos creado un ambiente. Entonces, ciertamente ellas, por el mismo modo de ser personal, se ponen en relación también significada unas con otras. Y se forman las organizaciones, que son algo orgánico, y no un a priori que yo coloco encima a la gente. Y entonces esto cambia el ambiente, hace un ambiente cristiano. Suficientemente cristiano y suficientemente ambiente, para que ciertamente entonces esto ayude en el modo normal que tiene el Señor de santificar a la gente. Pero no queramos santificar los ambientes, porque los ambientes no existen, sencillamente. El ambiente que tenemos que tener es toda la corte celestial que está interviniendo en esta celebración Eucarística; y ante la cual estamos presentes, sencillamente, porque estamos celebrando la Eucaristía.

      Bueno, pues que veamos estas tres cosas y, como siempre, que demos gracias a Dios porque nos ha concedido a Jesucristo. Que demos gracias a Dios, y a Jesucristo mismo, porque nos concede conocerle a nosotros ya de antemano; porque nos concede un cierto nivel, al menos, de amor a Él, de gozo mismo, de celo pastoral, y hasta de participación de su misericordia. Que le pidamos perdón por lo que no hemos querido recibir todavía de su misericordia; sobre todo, pues, por lo que hay de soberbia, de autosuficiencia, en las diversas materias que caigamos cada uno. Pero, en fin, la sustancia siempre será esta resistencia, esta autosuficiencia. Bien, pues que le pidamos, pero con toda esperanza, actualizando mucho la gracia; digo, la esperanza, que ciertamente nos mueve a ello claro. Por eso digo que la actualicemos en este deseo confiado de la conversión nuestra y de la conversión de tantas ovejas perdidas. En cierto sentido de todos. Pero sobre todo estoy pensando en los que están perdidos de verdad, los que están literalmente llenos de pecado, los que son pecadores en el sentido más estricto de la palabra.

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