Ley y justicia en el Oncenio de Leguía. Carlos Ramos

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Ley y justicia en el Oncenio de Leguía - Carlos Ramos

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de 1919 normaba las funciones de las tres legislaturas regionales. De acuerdo con ese dispositivo, ellas se reunirían por única vez en octubre próximo y, en adelante, el 29 de mayo de cada año (artículo 1º). Entre tanto, su funcionamiento se sujetó al reglamento de las Cámaras legislativas en cuanto fuese pertinente (artículo 2º). Se estipuló además que, transitoriamente, la legislatura del norte tendría su sede en Cajamarca; la del centro, en Ayacucho; y la del sur, en Cusco. La Ley 4060, de 16 de abril de 1920116, señalaba el quórum para su instalación; empero, sus prerrogativas no estaban claramente puntualizadas y su actuación no respondía a una adecuada racionalidad administrativa. El propio Leguía no dejó de expresar preocupación ante esa deficiencia. Así, en su mensaje presentado al Congreso ordinario de 1920, si bien asegura que «el ensayo de aquellos importantes cuerpos ha sido positivamente satisfactorio», admite que la flamante figura constitucional «se resiente de la imprecisión que aún impera en lo tocante a su misión y a la extensión de sus facultades». Agrega luego que, si bien algunos de ellos, el del norte y el del centro, han expedido después leyes dirigidas a detallar la labor que realizan, se echa de menos «una pauta genérica y uniforme»117.

      No obstante, en el mensaje al Congreso de 1923, el presidente se complacía en señalar: «Este año han funcionado esos organismos descentralizadores con serenidad y altura de miras, poseídos de sus atribuciones, sin trasgredir las de los congresos nacionales»118. Y agregaba con evidente optimismo que los congresos regionales «han entrado de lleno en el engranaje administrativo y en breve serán en el hecho lo que la ley quiere que sean: centros preparatorios para la función administrativa nacional»119.

      Por otra parte, el margen de acción de los congresos regionales se hallaba ostensiblemente limitado, no solo porque —como era lógico— estaban impedidos de atender asuntos personales, sino también porque sus resoluciones debían ser comunicadas al Poder Ejecutivo para su cumplimiento. Si este las consideraba contrarias a las leyes generales o al interés nacional, las sometería con sus observaciones al Congreso, el que seguiría con ellas el mismo procedimiento estipulado para las leyes vetadas. Abelardo Solís, quien elabora una larga lista de las limitaciones a las que se hallaban sujetos los diputados regionales —«politiquillos turistas que se reunían aquí y allá para alabar la “obra magna” de la dictadura»—, recuerda que estos carecían de facultades de control político sobre «el más oscuro gobernador de distrito». No controlaban rentas fiscales ni podían excederse en sus funciones legislativas invadiendo los fueros de las municipalidades o las facultades del Congreso Nacional. No podían ocuparse de los impuestos, de las rentas públicas ni de cuestiones de orden general, y cuando se extralimitaban, «eran contenidos por la mano del gobierno y por la influencia de los grandes caciques del Congreso Nacional». No podían crear subsidios, votar gastos públicos, crear escuelas, ocuparse de las circunscripciones territoriales a su cargo, sin hallarse frente al contralor del gobierno y de las Cámaras legislativas nacionales120.

      Una rápida ojeada de la legislación evidencia, sin embargo, que frente al volumen de normas regionales aprobadas, fueron escasos los dispositivos declarados insubsistentes121. Adicionalmente, el carácter itinerante de los congresos regionales y el tiempo limitado de sus sesiones, que no debían prorrogarse más de treinta días durante el año, afectaron también su desarrollo. Para ciertos críticos, como para Carlos Aurelio León, era «una novedad llamada a fracasar»:

      […] por ser inconciliable la duplicidad de poderes con funciones análogas, y porque nuestra cultura incipiente rechaza también la multiplicidad de autoridades o entidades políticas, que no harán sino complicar y dificultar la marcha del Estado. Sin ser profeta —esgrimía León— puede afirmarse que mucho dinero y sinsabores costarán las susodichas Asambleas122.

      Otros, como Abelardo Solís, insisten en que «nada se descentraliza», a no ser la «charlatanería parlamentaria»123. Este criterio ciertamente resulta excesivo si lo cotejamos con las leyes expedidas por los congresos regionales124. Desde el punto de vista de Solís, hasta las antiguas juntas departamentales fueron más útiles: «Como no tenían facultades deliberantes, el país se libró de una mayor dosis de estéril oratoria política y de leyes»125. Habría que preguntarse si, por el contrario, los congresos regionales, incluida por cierto su naturaleza deliberante, no constituían un medio de trasladar el ejercicio político a las provincias; un esfuerzo por articular el discurso oficial, que hasta entonces se habría centralizado en Lima, con el impulso provinciano que alentaba el Oncenio. No solo las pistas, sino también las leyes, parecían buscar la integración del país.

      Los rasgos autoritarios, de cuya naturaleza no había dudas en la práctica política, despuntaban no siempre tamizados en la trama constitucional. Un letrillero anónimo, describiendo la ambivalente conducta del leguiismo, que mientras pregonaba la reforma constitucional, desterraba o encarcelaba a sus opositores, escribió:

      Patria Nueva que comprende

      moderna Constitución

      que garantice la hacienda

      privada y confiscación.

      El demonio que te entienda126.

      La misma renovación total del Congreso fue, en los planes de Leguía, un modo arreglado para concentrar poder, como lo fueron las prórrogas de su mandato y la supresión de las vicepresidencias. Hasta en un detalle aparentemente ínfimo, como la exclusividad del gobierno para conceder pensiones de jubilación, cesantía y montepío, se percibe la acumulación autoritaria de atribuciones, sobre todo si el artículo 122° a la facultad presidencial ya señalada añade una rotunda restricción: «sin que por ningún motivo pueda intervenir el Poder Legislativo». Salta a la vista el propósito de cercenar esta prerrogativa al Parlamento, al que «por ningún motivo» se deja actuar en estos asuntos y al que además se prohíbe otorgar gracias personales que se traduzcan en gastos del Tesoro, aumentar sueldos de los funcionarios y empleados públicos, sino por indicación del gobierno que se arroga el derecho de iniciativa (artículo 85°). Incluso la simple concesión de premios a pueblos, corporaciones o individuos por servicios eminentes prestados a la Nación había dejado de ser una prerrogativa del Congreso, si es que previamente el gobierno no formulaba la propuesta (artículo 83°, inciso 24).

      Con tales atribuciones no resulta difícil imaginar las interminables colas en la puerta del Palacio. Según refiere su secretario privado, Abel Ulloa Cisneros, en sus Apuntes de cartera, el presidente reservaba las tardes de los días martes y jueves para atender a los ingentes «grupos de madres, esposas, hermanas, hijas y más viudas de los servidores de la Nación», que acudían a solicitarle una merced o, simplemente, a impulsar algún trámite127. Cuenta Ulloa con ingenuidad hilarante que, antes que las señoras desfilasen ante la «bondadosa presencia de Leguía», él, como secretario personal, «debía hacerle entrega de billetes de circulación, en cantidad y tipos que prolijamente indicaba y que sin duda él tenía calculados en armonía con las visitantes que debían acudir»128. En realidad, esa reforma, amén de fomentar groseramente la práctica de la prebenda, colocaba a Leguía en una incomodísima situación pues, a la mejor usanza del dictadorzuelo latinoamericano, disponía a su gusto de los premios y pensiones. Carlos Aurelio León, comentando el decreto reformatorio, recalcaría en frase profética: «Aumentar el círculo legal de sus atribuciones, es pues, un proyecto suicida que provocará mayor servilismo, destruyendo nuestros anhelos de libertad»129.

      Si bien la Constitución no alteraba sustancialmente la tradicional estructura del país que apenas —sobre todo en el interior— percibió su impacto, no cabe duda que abrazaba un esfuerzo por mejorar la condición de los segmentos medios y populares. Muchos de estos postulados constitucionales alcanzaron marcada realización legislativa; tocaba a la Patria Nueva y los gobiernos que la sucedieran cristalizarlos en la práctica. Mientras tanto, serían solo —en la difundida frase de Karl Löwenstein— normas semánticas. El colombiano Guillermo Forero Franco, que asumió la dirección de La Prensa tras su expropiación por el gobierno en 1921, decía con mesura propia de extranjero que la Carta de 1920 era una «Constitución

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