Ley y justicia en el Oncenio de Leguía. Carlos Ramos

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Ley y justicia en el Oncenio de Leguía - Carlos Ramos

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el segundo gobierno de Leguía el 4 de julio de 1919 a través de un golpe de Estado que anticipaba de facto su ascensión al poder, el régimen requería de una nueva legalidad legitimadora del cuartelazo. La pura fuerza que el ejército y la gendarmería le prestaban era insuficiente para alcanzar la hegemonía que el «proyecto de la Patria Nueva» demandaba74. Por ello, no es casual que una de las mayores preocupaciones del gobierno consistiera en preparar una nueva Constitución Política. Tal propósito tropezaba con el artículo 131° de la Carta de 1860, entonces vigente, que autorizaba la reforma de uno o más artículos constitucionales, siempre que un Congreso ordinario la aprobase y ratificase en dos legislaturas igualmente ordinarias. La Constitución moderada de 1860, la de más larga vida en la historia nacional, no era fácilmente reformable. El intento más audaz, el de 1867, había fracasado después de un alzamiento popular. Podría decirse que su modificación era rígida y difícil. Resultaba entonces necesario insistir en una argumentación extrajurídica que justificase políticamente un nuevo esquema constitucional. Los exponentes más lúcidos habrían de insistir entonces en la conveniencia de construir la Patria Nueva, incompatible con el orden establecido.

      Las modificaciones constitucionales no respondían únicamente a la necesidad de convalidar jurídicamente la expulsión de José Pardo, presidente en funciones, ni legalizar la clausura de un Congreso adverso y su sustitución por otro incondicional. Es verdad que el Decreto de 9 de julio de 1919, diseñado por Mariano H. Cornejo, que propuso a plebiscito las reformas constitucionales, convocaba también a elecciones generales para diputados y senadores75. Empero, dichos eventos, hasta cierto punto coyunturales aunque importantes en un inicio, perderían gravitación en el futuro. Lo que se buscaba, en el fondo, era conformar un esquema constitucional diferente capaz de servir de cobertura ideológica a los planes de modernización autoritaria. El mismo decreto plebiscitario explicaba en sus considerandos que «el movimiento nacional que ha derrocado al régimen anterior se ha inspirado principalmente en la noble aspiración de realizar reformas constitucionales que implanten en el Perú la democracia efectiva» y que «esas reformas, por su carácter fundamental, deben ser sancionadas por el pueblo mismo, para que los intereses políticos y burocráticos no las desvíen de su objetivo exclusivamente nacional»76. Ante la Asamblea Nacional, Cornejo calificaría al movimiento de julio no como un golpe de Estado, sino como una verdadera revolución contra las élites civilistas y una «victoria definitiva» sobre ellas. Después de comparar al golpe con la Revolución Francesa y homologarlo a la independencia del Perú, Cornejo, que había cumplido igual servicio para Billinghurst, supone que recién con la Patria Nueva el país ingresa al mundo moderno77.

      La necesidad de que las reformas sometidas a plebiscito sean obligatoriamente incorporadas en el texto constitucional se trasluce en el debate en torno a la «intangibilidad» plebiscitaria. La Asamblea Nacional albergaba dos tendencias. Javier Prado y Ugarteche, exponente de un civilismo progresista y colaborador inicial de Leguía, con la mayoría de miembros de la Comisión de Constitución —que presidía—, sostuvo que los asambleístas tenían poderes constituyentes; que, por esta razón, los preceptos del plebiscito debían ser considerados la base angular, el cimiento o la muralla del edificio constitucional para construir sobre ellos la gran obra de reforma que necesitaba el Perú, siempre que se les concordara e integrara con los demás dispositivos. Prado, que traducía el espíritu de su grupo, aseguraría: «Nosotros no queremos que esos principios se consideren como entidades abstractas y metafísicas, como hitos supersticiosos, sino como fuerzas vivas, como realidades fecundas que puedan desarrollarse, extenderse y ampliarse, en bien del país»78.

      La otra tendencia, encabezaba por representantes provincianos como el cusqueño Manuel S. Frisancho y el representante por Arequipa, Pedro José Rada y Gamio, más ligados al leguiismo que un adherente provisional e inteligente como era Javier Prado, afirmaban que la Asamblea no tenía poderes constituyentes, que los artículos plebiscitarios eran preceptos absolutos no susceptibles de sufrir relaciones de integración y concordancia y que tampoco podían ser objeto de ampliaciones ni limitaciones. Tales preceptos eran, pues, «intangibles». A fin de que no quedaran dudas sobre la eficacia legal de los diecinueve puntos, la Asamblea Nacional aprobó la Ley Constitucional 4000 de 2 de octubre de 191979, que decretaba la entrada en vigor de las reformas constitucionales sometidas a plebiscito por el gobierno provisional.

      La polémica sobre la intangibilidad del plebiscito alcanzó gran virulencia, pues hasta se dijo que Leguía había declarado su propósito de no promulgar la nueva Constitución si antes no quedaba consagrada, por el voto de la Asamblea Nacional, la renuncia expresa tanto de las facultades plenas que ella asumió como de las funciones de integración y complementación de los diecinueve puntos. Predominó, sin embargo, la concordia: la fórmula de la «intangibilidad» del plebiscito fue cambiada por la de la «irrevocabilidad», salvando así la dignidad de los representantes. Se consideró que es intangible lo que no se puede tocar y es irrevocable lo que no se puede destruir o deshacer, pero que puede acondicionarse y completarse80.

      Una lectura entre líneas de la Constitución leguiista, promulgada el 18 de enero de 1920, puede arrojar luces sobre la ideología, las intenciones políticas y las preferencias sociales del régimen. Se observaría en principio que, en aspectos cruciales, la Carta Política se diferencia de la Constitución derogada de 1860, mientras que en otros muchos no hubo mayores diferencias81. Justamente deben apreciarse las reformas en cuya introducción se insistió mucho para conocer los obstáculos y los propósitos de la Patria Nueva. En efecto, los diecinueve puntos sometidos a plebiscito para su incorporación en el texto constitucional —algunos de los cuales habían sido propuestos por Billinghurst, con el auspicio del mismo Mariano H. Cornejo—, al igual que una serie de dispositivos, acusan las ansias de modernización del sistema político. Como lo enfatizó Leguía, todavía candidato, en su discurso programático de 19 de febrero de 1919, la más urgente de las reformas constitucionales «es la que roza con la organización y el funcionamiento del Poder Legislativo». Y agregaba:

      Es necesario devolver a ese alto cuerpo el rol que por desgracia ha perdido. Conservando la armonía que debe existir entre los poderes del Estado, es patriótico e imperativo que no oscile, como hasta hoy, entre esos dos extremos perniciosos para la marcha del Estado: o dependencia del Ejecutivo, u oposición matemática y rebelde a la acción directa de este82.

      Todos los puntos objeto de la convocatoria plebiscitaria (que corren en los anexos del trabajo) fueron a la postre acogidos por la Constitución tras triunfar con el nombre de «irrevocabilidad» la posición que reclamaba la «intangibilidad» de las reformas.

      Hemos elegido para su análisis algunos aspectos de la reforma de 1920 que ayuden a comprender las intenciones y los silencios del Oncenio y permitan reconstruir el proceso constitucional de la época. En el estudio no se incluyen solo las normas del plebiscito, sino también diferentes preceptos de la Carta Política. Veamos; por ejemplo, el fin de la secular renovación por tercios y la recomposición total y coincidente del Congreso con el cambio del Poder Ejecutivo, reforma que se consagró en el artículo 70° de la Constitución de 192083. Esta medida, que no en vano encabeza el plebiscito, representaba un duro golpe a la oposición civilista, mayoritaria en las Cámaras, pues aun cuando contra ella se había lanzado una enérgica represión84, resultaba imperioso asegurar una amplia mayoría gobiernista que solo podía derivarse de la elección simultánea, confiando así todo el poder al partido político que disfrutaba de una opinión pública favorable. Problemas como el que presentó la «intangibilidad» del plebiscito quedarían de esta manera superados. Se dijo que la renovación integral del Congreso era altamente democrática. Gracias a ella ni los parlamentarios ni el presidente cesante podrán influir decisivamente en la elección de los futuros representantes. Tal como anotaba Villarán, «el presidente que concluye no tiene, en efecto, ningún interés en coactar el voto para hacer un Congreso a su imagen. No tiene tampoco, en las postrimerías de su mando, el gran poder que sería preciso para imponer candidatos impopulares en todos los departamentos y provincias»85. Con la reelección presidencial, sin embargo, la realidad sería otra.

      La reforma se complementaba bien con la

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