Ley y justicia en el Oncenio de Leguía. Carlos Ramos

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Ley y justicia en el Oncenio de Leguía - Carlos Ramos

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de la tendencia, claramente consolidada después a través de las dos reformas constitucionales que allanaban la sucesiva reelección presidencial, de perpetuar y monopolizar la posesión del poder político. Para reconstruir el proceso legislativo debe recordarse que el artículo 113° de la Constitución de 1920 estipulaba que «El presidente durará en su cargo cinco años y no podrá ser reelecto sino después de un periodo igual de tiempo»; y, para que no queden dudas, el artículo 119° consignaba que «todo ciudadano que ejerza la presidencia no podrá ser elegido para el periodo inmediato». Sin embargo, la Ley 4687, de 19 de setiembre de 1923, instituyó: «El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá, por una sola vez, ser reelegido»87. Esta no sería la última mudanza, pues la Ley 5857, de 4 de octubre de 1927, estableció: «El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá ser reelecto»88. Como podrá colegirse, a diferencia de la reforma de 1923, aquí ni siquiera se vislumbra una limitación temporal: Leguía podría ser reelecto por más de un periodo consecutivo.

      La renovación parcial del Congreso tenía la virtud de servir como un valioso mecanismo de control de la gestión administrativa anterior. Al establecerse la reelección presidencial, su fenecimiento daba pábulo para que se eludiera la revisión y, eventualmente, la sanción de los actos gubernativos precedentes. En todo caso, con la reelección presidencial, los fines democráticos en los que descansaba la renovación general de los representantes se envilecieron. En palabras de Manuel Vicente Villarán, poco después de aprobada la primera reelección de 1924: «Se reformó audazmente la Constitución para que el actual presidente pudiese ser reelecto y desde ese momento la renovación total de las Cámaras, anunciada como la panacea salvadora del voto libre, se convirtió en un instrumento de muerto y dio el golpe de gracia a la independencia del Congreso»89.

      La elección del presidente de la República, de los senadores y diputados por voto popular directo, ponía fin —por lo menos teóricamente— al sufragio indirecto y estimulaba la expansión del derecho al voto y de la participación política90. Adviértase que desde Leguía el voto popular y directo se ha instalado en la Constitución histórica del país. Aunque la Constitución de 1856 lo recogió en el artículo 37°, la de 1860 no reprodujo el dispositivo, por lo que la renovación se realizaría parcialmente. La reforma leguiista evidenciaba, en ese sentido, una mayor sensibilidad al principio de igualdad ciudadana y, en su tiempo, trastocó al sistema electoral de la República aristocrática91. Esta medida, aunque fue criticada por demagógica, impracticable y contraria a los hechos que se produjeron92, hizo posible un cambio, irreversible desde entonces, en el plano constitucional. Recién se concretaba así de modo definitivo uno de los ideales liberales del siglo diecinueve.

      La idea misma del plebiscito y la posibilidad, a la larga frustrada, del voto femenino, al que Germán Leguía y Martínez, temido ministro de Gobierno, era afecto93, indican una mayor apertura social. La incidencia del principio «un hombre, un voto» en la reforma constitucional es clara, a pesar de que no llegó a consagrarse el sufragio para los analfabetos94. Por otra parte, la supresión del carácter censitario que hacía depender el voto de la tenencia de un patrimonio y de la contribución fiscal, por Ley de 12 de noviembre de 1895, modificatoria del artículo 38° de la Constitución de 1860, fue confirmada en la nueva Carta Política95. El nuevo sistema electoral atenuaría ese sabor plutocrático, pero, al mismo tiempo, a contrapelo de las declaraciones de principios y de los artículos constitucionales, se impediría toda actividad política disidente, cualquiera que fuese su procedencia.

      La prohibición a que las garantías individuales fueran suspendidas por ley o por autoridad alguna constituyó a nivel declarativo uno de los más importantes avances legislativos96. La intangibilidad de garantías individuales no había sido reconocida en la Constitución de 186097 y, en cierta forma, supuso una respuesta específica a la clausura del diario El Tiempo, dispuesta por el presidente José Pardo en las postrimerías de su gobierno ante los furibundos ataques del diario anticivilista dirigido por Pedro Ruiz Bravo, hecho por el cual el gobierno de Leguía halló pretexto para someterlo a juicio.

      Un publicista de la época, Guillermo Olaechea, se hallaba convencido de que esta prohibición absoluta constituía una particularidad de la Carta de 1920, pues «la mayor parte de las constituciones, incluyendo las de los pueblos más adelantados en materia de derecho político, permiten en ciertas y determinadas circunstancias la suspensión de las garantías individuales»98. En franco desacuerdo con la norma aprobada y tras recurrir a una argumentación histórica y comparatista99, llega a sostener que en ciertos momentos «se impone la necesidad de vigorizar los resortes de la autoridad, suspendiendo las garantías de la libertad individual». Y añade luego una cita de Montesquieu: «La práctica seguida por los pueblos más libres de la tierra [...] me hace creer que hay casos en que es preciso poner por un momento un velo sobre la libertad, a la manera como los antiguos cubrían en ciertas circunstancias las estatuas de sus dioses»100. Así, para Olaechea, el derecho moderno reconocería la necesidad de suspender las garantías constitucionales cuando ocurriesen los supuestos aludidos. «Para evitar —anota— que esas medida de suspensión de garantías se lleven a efecto sin motivos fundados, se ha de procurar que en ellos intervengan el Gobierno y el Parlamento»101.

      Un crítico inteligente de las reformas plebiscitarias, Carlos Aurelio León, calificaría de inconducente e innecesario el artículo 35°, puesto que a su juicio el recurso de hábeas corpus contemplaba todas las situaciones posibles de desconocimiento de las garantías y derechos individuales102. Debe admitirse, sin embargo, que las leyes de 21 de octubre de 1897 y de 26 de setiembre de 1916, que regulaban el hábeas corpus en el Perú, carecían de un adecuado correlato constitucional. Por lo demás, la desobediencia crónica de dicho artículo constituía una patética demostración del carácter dictatorial del régimen. Acentuado el autoritarismo, el gobierno se vería forzado a adicionar el párrafo siguiente: «Solo en los casos en que peligre la seguridad interior o exterior del Estado, podrían suspenderse por el término máximo de treinta días las garantías consignadas en los artículos 24°, 30°, 31° y 33°»103. La «intangibilidad» de las garantías individuales, una de las más aplaudidas reformas del leguiismo, terminaba de este modo su existencia legal.

      Una de las mayores novedades de la Constitución de 1920 se halla conformada por las diversas disposiciones agrupadas bajo el epígrafe de «garantías sociales». Nunca antes en el Perú republicano esa temática mereció la atención de una asamblea constituyente. La recepción jurídica de algunas disposiciones de la Constitución mexicana de 1917, promulgada en Querétaro, así como de las constituciones europeas de la primera posguerra, especialmente de la alemana, de orientación socialdemócrata, expedida en Weimar hacia 1919, era evidente, como notorio era el persistente señalamiento de cierta vocación socializante, auspiciada por el propio régimen104.

      A nivel latinoamericano, el Perú se adelantaba a estas reformas. En Argentina llegarían con motivo de la reforma de Perón en 1949 a la Constitución de 1853. En Brasil se consignarían los derechos sociales en la primera constitución, aún de cuño democrático (después se transformaría en una dictadura), de Getulio Vargas de 1934.

      Múltiples garantías sociales habrían de ser recogidas por la Constitución del Oncenio, a saber: el sometimiento de la propiedad, cualquiera que fuese el propietario, exclusivamente a las leyes de la República (artículo 38°); la identidad de la condición de los extranjeros y peruanos en cuanto a la propiedad, sin derecho a invocar situaciones excepcionales ni apelar a reclamaciones diplomáticas, usuales durante el siglo diecinueve (artículo 39°); la prohibición a que los extranjeros adquiriesen o poseyeran tierras, aguas, minas y combustibles en una distancia de las fronteras de hasta cincuenta kilómetros (artículo 39°); el establecimiento por la ley, en nombre de razones de interés nacional, de restricciones y prohibiciones para la adquisición y transferencia de determinadas clases de propiedad (artículo 40°); y la promesa de legislar en torno a la organización general y la seguridad del trabajo industrial, sobre las garantías correspondientes a la vida, la salud y la higiene y sobre las condiciones máximas del trabajo y los salarios mínimos en relación con la edad, el sexo, la naturaleza de las labores y las condiciones y necesidades

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