En la tormenta. Флинн Берри

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En la tormenta - Флинн Берри

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como si nadie las hubiera tocado.

      En pantalla, un reportero se mueve por el parque donde vieron a la mujer por última vez. La policía y sus perros se dispersan por las colinas detrás del pueblo. Podría contárselo a Rachel esta noche, aunque arruinaría la visita. Tal vez no tenga nada que ver con lo que le ocurrió a ella. Incluso puede que a la mujer no le haya pasado nada malo.

      Los albañiles de enfrente han terminado de comer. Las bolsas de papel blanco están hechas una bola a sus pies y se apoyan contra los escalones bajo el frío sol. Ya tendría que haber ido a tomar el tren a Oxford, pero espero en el bar con el abrigo y la bufanda puestos mientras un inspector de investigación de la comisaría de Hull pide al público cualquier información sobre la desaparición.

      Cuando el programa pasa a hablar de la tormenta en el norte, salgo, dejo atrás el cartel colgante y doblo en la siguiente esquina, hacia la calle Royal Hospital. Camino por delante de los jardines de césped recortado de Bourton Court. De la agencia inmobiliaria. Casas soleadas en Chelsea y Kensington. Yo todavía vivo en una torre de edificios en Kilburn. La escalera siempre huele a pintura y las gaviotas se lanzan contra los balcones.

      Obviamente, no tengo jardín. Ya se sabe, en casa del herrero, cuchillo de palo.

      Por la calle Sloane bajan taxis negros. A los costados de los edificios las ventanas reflejan pequeñas esferas brillantes. En la librería están expuestas unas nuevas traducciones de Las mil y una noches.

      En una de las historias un mago bebía una poción hecha de una hierba que lo mantenía joven. El problema era que la hierba solo crecía en la cima de una montaña, así que cada año el mago engañaba a un joven para que escalara la montaña. «Lanza la hierba», decía el mago. «Luego iré a buscarte». El joven lanzaba la hierba. No puedo recordar el final. Tal vez se acabara ahí. He olvidado el final de la mayoría de las historias, excepto el más importante: que Scheherazade vive.

      Después de algunos minutos en el metro, vuelvo a salir, subiendo por las escaleras hasta la estación de Paddington. Compro el billete y una botella de vino tinto en la tienda Whistlestop de la estación.

      En el andén, el tren comienza a hacer ruido. Ojalá Rachel se mudara a Londres. «Pero, entonces, ya no podrías venir aquí», dice, y la verdad es que adoro su casa, una antigua granja en una pequeña colina, con dos olmos viejos a los lados. El susurro de los árboles en el viento llena las habitaciones del piso de arriba. Y a ella le gusta vivir allí, vivir sola. Hace dos años estuvo a punto de casarse. «Por poco», dijo.

      En el tren, apoyo la cabeza en el asiento y contemplo como los campos invernales se suceden. Mi vagón está vacío, excepto por algunos viajeros que han salido pronto del trabajo por el fin de semana. El cielo está gris, adornado en el horizonte por una cinta púrpura. Hace más frío aquí, fuera del pueblo. Lo veo en las caras de la gente que espera en los andenes de las estaciones. Una fina corriente de aire silba a través de una grieta en la base del cristal de la ventana. El tren es una cápsula iluminada que viaja a través del paisaje de carbón.

      Dos niños encapuchados corren junto a mi vagón. Antes de llegar a alcanzarlos, saltan un muro de poca altura y desaparecen por el terraplén. El tren se sumerge en un estrecho seto. En verano, hace que la luz en el vagón se vuelva verde y titilante, como si estuviera bajo el agua. Ahora el seto está tan desnudo que la luz no cambia en absoluto. Vislumbro pajaritos en los huecos de las ramas, enmarcados por las enredaderas.

      Hace unas semanas Rachel mencionó que estaba pensando en criar cabras. Dijo que el espino blanco que hay en el fondo de su jardín es perfecto para que trepen. Ya tiene un perro, un enorme pastor alemán.

      «¿Cómo crees que se va a sentir Fenno con respecto a las cabras?», pregunté.

      «Loco de felicidad, probablemente», contestó.

      Me pregunto si todas las cabras trepan por los árboles o solo algunos tipos. No la creí hasta que me mostró fotos de una cabra de pie en el borde de una rama de cedro y otras cuantas en una morera blanca, aunque ninguna de las fotos mostraba cómo habían conseguido trepar. «Usan las pezuñas, Nora», dijo Rachel, lo cual no tiene ningún sentido.

      Una mujer viene por el pasillo con un carrito y le compro un Twix para mí y un Aero para Rachel. Nuestro padre nos decía que éramos unas niñitas caprichosas. «Cuánta razón», decía Rachel.

      Observo la larga extensión de campo. Esta noche le contaré lo de mi residencia artística, que comenzará en dos meses, a mediados de enero. Serán doce semanas en Francia, con alojamiento y una pequeña beca. Me presenté con una obra que escribí en la universidad llamada El novio ladrón. Es vergonzoso que no haya hecho nada mejor desde entonces, pero ya no importa, porque en Francia escribiré algo nuevo. Rachel se alegrará por mí. Nos servirá una copa para celebrarlo. Más tarde, en la cena, me contará alguna cosa que haya pasado en su trabajo durante la semana y yo no le diré nada sobre la mujer desaparecida en Yorkshire.

      La bocina del tren, un aullido largo y grave, suena cuando atraviesa las montañas calizas. Intento recordar lo que Rachel dijo que cocinaría esta noche. La veo deambular por la cocina, moviendo el enorme bol de castañas hasta el borde de la encimera. Coq au vin y polenta, creo.

      Le gusta cocinar, en parte por su trabajo. Dice que sus pacientes le hablan todo el tiempo de comida, ahora que no pueden comer lo que quieren. A menudo le preguntan qué cocina y a ella le gusta darles una buena respuesta.

      Unos techos de arcilla con chimeneas se elevan sobre un alto muro de ladrillos, que crece junto a mí y luego se enrosca alrededor de la aldea. Más allá del muro, hay un campo de arbustos secos y setos con algunos caminos que lo atraviesan. En la linde, un hombre con sombrero verde quema rastrojos. Las hojas chamuscadas suben con las corrientes de aire y dan vueltas en el cielo blanco, flotando sobre el campo.

      Saco de mi bolso la carpeta de propiedades para alquilar en Cornualles. En verano, Rachel y yo alquilamos una casa en Polperro. Las dos tenemos unos días libres en Navidad y hemos planeado reservar una este fin de semana.

      Polperro se encuentra sobre los pliegues de un barranco costero. Hay casas encaladas con techos de pizarra acurrucadas en los riachuelos verdes. Entre los dos acantilados, hay un puerto y, pasando un rompeolas, un puerto interior, lo bastante grande como para una docena de veleros pequeños, con casas y bares construidos en el muelle, a la orilla del agua. Cuando la marea está baja, los barcos del puerto interior descansan con los cascos sobre el lodo. En el extremo oeste del barranco hay dos casas cuadradas de comerciantes: una de ladrillos marrones, como de tweed, y la otra blanca. Sobre ellas, unos pinos recortan el cielo. Pasando las casas de los comerciantes, en la punta, hay una pequeña casa de pescadores construida en las rocas. Es de granito irregular, así que, en los días de niebla, se confunde con las rocas de alrededor. La casa que alquilamos estaba en un cabo, a diez minutos caminando de Polperro, siguiendo la costa, y tenía una escalera privada con setenta y un escalones construidos en el acantilado que llevaban a la playa.

      Amaba Cornualles con una pasión loca y celosa. Tenía veintinueve años y acababa de descubrirlo, pero me pertenecía. La lista de cosas que amaba de Cornualles era larga, pero no estaba terminada.

      Incluía nuestra casa, por supuesto, y el pueblo, la península de Lizard y la leyenda del rey Arturo, cuya cuna estaba unos kilómetros más arriba por la costa en Tintagel. El pueblo de Mousehole, pronunciado «maussol». Daphne du Maurier y su «Anoche soñé que volvía a Manderley»… Claro que lo soñaste. Cualquiera que abandonara ese lugar lo haría. Los miradores en los techos de las casas. Las fotografías en los pubs de naufragios y de los vecinos del pueblo vestidos con largas faldas marrones y chaquetas, empequeñecidos junto a los cascos rotos.

      Cada

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