En la tormenta. Флинн Берри

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En la tormenta - Флинн Берри

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los policías de uniforme de pie en el jardín.

      Una puerta se cierra de golpe en el acceso a la casa y un hombre y una mujer caminan por la gravilla. Todo el mundo observa a la pareja mientras avanzan por la colina. Ambos llevan abrigos de color tostado y las manos en los bolsillos. Los bajos de las prendas ondulan a su paso. Tienen la mirada fija en la casa; entonces, la mujer mira en mi dirección y nuestros ojos se encuentran. El gélido viento me abofetea. La mujer levanta la cinta y entra en la casa. Cierro los ojos. Oigo pasos que se aproximan por la gravilla. El hombre se pone en cuclillas a mi lado. Espera.

      Unos colores se mueven tras mis párpados. Pronto volverá el negro y, entonces, oiré el suspiro de los olmos por encima de mí. Si bajo las escaleras, veré nuestros platos en el fregadero y sobre los fogones. Los restos de polenta que se han secado en el fondo de la olla. Las cáscaras de castaña que hay sobre la encimera, abandonadas donde las hemos pelado mientras nos quemábamos los dedos.

      Si voy a su habitación, veré las sombras de los olmos plantados al sur parpadeando sobre los tablones. El perro estará dormido, despatarrado bajo la cama, lo bastante cerca como para que Rachel deje caer el brazo por el borde de la cama y lo acaricie. Y veré a Rachel, dormida.

      Abro los ojos.

      Capítulo 2

      El hombre en cuclillas junto a mí me saluda. Se sostiene la corbata contra el estómago. Tras él, el viento alisa la hierba en la colina.

      —Hola, Nora —dice. Me pregunto si nos conocemos. No recuerdo haberle dicho mi nombre a nadie. Debía de conocer a Rachel. Tiene la cara grande y cuadrada y los ojos caídos; intento situarlo en algún evento del pueblo, la noche de la fogata o la recaudación de fondos de los bomberos—. Inspector Moretti. Soy de la comisaría de Abingdon.

      Qué shock. Nunca conoció a Rachel, en su pueblo no hay inspectores de homicidios. Para poner una queja seria lo más probable es que tengas que ir a Oxford o a Abingdon. Recorremos el camino de la entrada y dos mujeres con trajes de forense pasan junto a nosotros y entran en la casa.

      Mientras nos alejamos en el coche, no puedo respirar. Miro por la ventanilla la hilera de plátanos que pasan como un destello. Habría pensado que sería como un sueño, pero no es así. El hombre que conduce a mi lado es real, el paisaje que se ve por la ventana es real, y la humedad que me pega la camiseta al estómago, y los pensamientos enmarañados en mi cabeza.

      Quiero que el shock me dé un poco más de tiempo, pero la aflicción ya está aquí, cayó como una guillotina cuando la mujer puso el dedo en el cuello de Rachel. No paro de pensar en que nunca volveré a ver a mi hermana, en que estaba a punto de verla. Mientras pasamos por Marlow, me doy cuenta de que estoy hablando conmigo misma en mi cabeza. No hay nadie más ahí. Normalmente, cuando tengo la insólita sensación de observarme a mí misma pensar, moldeo mis pensamientos en forma de cosas que decirle a Rachel.

      Me hundo en el asiento. Los coches nos adelantan en la autopista. Me pregunto si el inspector siempre conduce tan despacio o solo cuando hay alguien más en el coche. Me doy cuenta de que no he estado mirando las señales de la carretera para comprobar a dónde me está llevando. Una parte de mí desea que me lleve a un campo húmedo y oscuro, lejos de las luces del pueblo. Sería simétrico. Una hermana asesinada y luego la otra, en un espacio de unas pocas horas.

      Lo hizo. Luego rodeó la casa y volvió a la entrada, y me convenció de que me fuera con él mientras los demás estaban distraídos. No es difícil convencerme. El miedo ya está aquí, presionándome el pecho. Cojo un bolígrafo del bolso y lo sujeto con fuerza bajo el muslo.

      Espero a que disminuya la velocidad en una curva en dirección a una fábrica abandonada o un huerto vacío. La autopista está repleta de ángulos muertos, así que tiene muchas posibilidades. Me preparo para clavarle el boli en el ojo y luego volver corriendo a la casa. Rachel estará sentada en el salón. Levantará la vista, con el ceño fruncido. «¿Funcionó?»

      Pero aparece el cartel de Abingdon, y el inspector sale de la autopista, frenando al final de la vía de acceso. Tiene la cara flácida y los ojos fijos en el semáforo a través del parabrisas.

      —¿Quién lo ha hecho? —pregunto.

      No me mira. El intermitente hace tictac en el coche en silencio.

      —Todavía no lo sabemos.

      El semáforo cambia y pone el coche en marcha. El cartel luminoso de la policía de Thames Valley da vueltas en un poste a la entrada del edificio.

      En un espacio abierto del piso de arriba, un hombre pálido con un traje oscuro colgando de los hombros está de pie frente a una pizarra blanca. Cuando nos oye entrar, se aleja de la pizarra, en la que acababa de pegar una foto de Rachel.

      Se me escapa un quejido. Es la foto de la página web del hospital, su rostro ovalado está enmarcado por el cabello oscuro. Su cara es tan familiar que es como si estuviera mirándome a mí misma. Es más pálida y tiene los rasgos más marcados. Yo puedo desaparecer en una habitación, ella no. Ambas tenemos pómulos altos, pero los suyos acaban como pomos. En la fotografía sonríe con la boca cerrada, los labios se estiran ligeramente hacia los lados.

      En la sala de interrogatorios, Moretti se sienta frente a mí y se desabrocha el botón de la chaqueta del traje con una mano.

      —¿Está cansada? —pregunta.

      —Sí.

      —Es por el shock.

      Asiento. Es extraño estar tan cansada, y también tan asustada, como si mi cuerpo estuviera dormido pero recibiendo descargas eléctricas.

      —¿Puedo ofrecerle algo? —pregunta.

      No sé qué quiere decir y, como no contesto, me trae un té que no me bebo. Me ofrece una sudadera azul oscuro y unos pantalones de chándal.

      —Por si quiere cambiarse.

      —No, gracias.

      Dice naderías durante algunos minutos. Tiene una cabaña en Whitstable.

      —Es precioso cuando la marea está baja —comenta.

      Me pone nerviosa, incluso cuando habla del mar. Me pide que le diga lo que vi nada más entrar en la casa. Oigo como la lengua se me separa del fondo de la boca con un clic antes de cada respuesta. Se frota la nuca y la presión de la mano hace que baje la cabeza.

      —¿Vive aquí con ella?

      —No, vivo en Londres.

      —¿Es habitual que venga a visitarla un viernes por la tarde?

      —Sí, vengo a menudo de visita.

      —¿Cuándo fue la última vez que habló con su hermana?

      —Anoche, sobre las diez.

      El cielo se ha oscurecido, así que veo los cuadrados color cuarzo pálido de las luces de la oficina al otro lado de la carretera.

      —¿Y cómo la oyó?

      —Como siempre.

      Por encima de su hombro, uno de los cuadrados amarillos se apaga. Me

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