En la tormenta. Флинн Берри
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«Todo es mejor aquí», dije.
«Bueno…», contestó Rachel.
«¿Qué es lo que más te gusta de Cornualles?», pregunté. Ella gruñó. «Si no, puedo decirte qué es lo que más me gusta a mí».
«Bueno… para empezar, el mar», contestó ella.
En todo caso, le gustaba más que a mí, y está incluso más emocionada que yo por volver. No ha sido ella misma últimamente. Se la ve muy tensa por el trabajo y siempre está cansada.
En la siguiente estación, el conductor avisa a los pasajeros de posibles retrasos mañana por culpa de la tormenta. «Excelente», pienso, «así que va a nevar».
Pasamos por otro pueblo, donde ahora los coches tienen las luces delanteras encendidas. Parecen canicas de un amarillo pálido bajo la tenue luz del atardecer. Entonces, el tren gira alrededor de una alameda y se endereza al entrar en Marlow.
Rachel no está en la estación. No es algo extraño. A menudo acaba tarde su turno en el hospital. Salgo del andén bajo una luz tan apagada que los techos del pueblo parecen estar ya cubiertos de nieve. Me alejo del pueblo en dirección a su casa, y pronto estoy en el tramo abierto de la carretera, una estrecha cinta asfaltada entre granjas.
Me pregunto si va caminando a mi encuentro con Fenno. La botella de vino tinto me da golpes en la espalda. Me imagino la cocina de Rachel. El bol de castañas y la polenta burbujeando sobre el fogón. Un coche se acerca y me aparto hacia el arcén. Disminuye la velocidad cuando se aproxima y la mujer que conduce me saluda con la cabeza antes de acelerar de nuevo.
Apresuro el paso. Siento como la respiración me calienta el pecho y tengo los dedos fríos, enroscados, en los bolsillos. Sobre mi cabeza, unas oscuras nubes se congregan y, en el silencio, el aire me provoca un zumbido en los oídos.
Y entonces veo la casa. Subo la colina y la gravilla cruje bajo mis pies. Su coche está aparcado en la entrada; probablemente acabe de llegar. Abro la puerta.
Me tropiezo hacia atrás antes de saber qué problema hay en la casa, como si algo hubiera venido volando hacia mí.
Lo primero que veo es al perro. Está ahorcado, colgado de su correa desde lo alto de las escaleras. La cuerda cruje mientras el perro gira lentamente. Sé que es algo horrible, pero también es impresionante. «¿Cómo has hecho eso?», me pregunto.
La correa está enrollada en un balaustre de la barandilla. Debe de haberse enredado y caído, ahorcándose. Pero hay sangre en el suelo y en las paredes.
Estoy hiperventilando, aunque todo a mi alrededor está tranquilo y en silencio. Tengo que hacer algo urgentemente, pero no sé qué. No llamo a Rachel.
Subo las escaleras. Hay un rastro de sangre en la pared justo por debajo de mi hombro, como si alguien se hubiera apoyado en ella mientras subía. Donde termina el rastro, hay huellas de manos de color rojo en el escalón siguiente, y en el siguiente, y luego en el rellano.
En el pasillo del primer piso las manchas se vuelven caóticas. No veo huellas de manos. Parece como si alguien se hubiera arrastrado, o hubiera sido arrastrado. Me quedo mirando las manchas y, entonces, después de un rato, bajo la vista al pasillo.
Oigo mis propios sollozos mientras me arrastro hacia ella. La parte delantera de su camisa está negra y húmeda, y la levanto suavemente apoyándola en mi regazo. Le coloco la mano en el cuello y trato de encontrarle el pulso; luego acerco la oreja a su rostro para oír su respiración. Le rozo la nariz con la mejilla y un escalofrío me baja por la nuca. Le hago el boca a boca, pero entonces, me detengo. Puede que le haga incluso más daño.
Apoyo la frente contra la suya y el pasillo se oscurece. Mi aliento deambula por su piel y su pelo. El pasillo se cierra a nuestro alrededor.
Mi teléfono nunca tiene cobertura en su casa. Tengo que salir para llamar a una ambulancia. No puedo dejarla, pero bajo torpemente por las escaleras y salgo de la vivienda.
Nada más colgar, ya no recuerdo lo que he dicho. No se ve a nadie en ninguna dirección, solo las casas de los vecinos y la montaña tras ellas, y en medio del silencio me parece oír el mar. El cielo se enturbia y alzo la vista. Me llevo las manos a la cabeza. Los oídos me pitan como si alguien gritara muy fuerte.
Espero a que Rachel aparezca por la puerta, con cara de confusión y agotamiento, mirándome fijamente a los ojos. Me paro a escuchar, esperando oír sus pasos suaves, cuando oigo las sirenas.
Tiene que bajar antes de que llegue la ambulancia. Todo habrá acabado cuando alguien más la vea. Le ruego que baje. La sirena se escucha cada vez más fuerte y mis orejas se alzan y se alejan de la mandíbula, como si estuviese sonriendo. Fijo la vista en la puerta y la espero.
Y, entonces, la ambulancia se hace visible, acelerando por la carretera entre las granjas. Llega a la entrada, la gravilla sale disparada de debajo de las ruedas y, cuando las puertas se abren y los técnicos de emergencias corren hacia mí, no puedo hablar. Una mujer entra en la casa y, luego, un hombre me pregunta si estoy herida. Miro hacia abajo y veo que tengo la camiseta manchada de sangre. Como no contesto, empieza a examinarme.
Me aparto de él y corro escaleras arriba tras la mujer. El rostro de Rachel mira hacia el techo. Su pelo oscuro se encharca en el suelo y tiene los brazos a los costados. Le veo los pies, embutidos en unos gruesos calcetines de lana. Quiero rodear a la mujer y apretarlos entre mis manos.
La técnica de emergencias coloca el dedo en el cuello de Rachel y, luego, toca el mismo punto de su propio cuello, bajo la mandíbula. No la oigo, porque estoy haciendo ruidos. Me ayuda a bajar las escaleras. Abre las puertas de la ambulancia, me sienta en la plataforma y me pone una manta térmica sobre los hombros. Mi camiseta húmeda se enfría y la tela se me pega al estómago. Me castañetean los dientes. La mujer enciende un calefactor y el calor invade la ambulancia y me calienta la espalda, hasta que el vapor se pierde por culpa del aire frío.
Pronto, llegan coches patrulla, y los policías enfundados en uniformes negros se agrupan en la carretera y suben por el jardín. Los miro; mi mirada salta del rostro de uno al del siguiente a la velocidad de un rayo. Del cinturón de alguien se escapan unos crujidos estáticos. Espero a que uno sonría y confiese que todo es una broma. Un agente clava un poste en la tierra y coloca una cinta delante de la puerta, que se queda rebotando en el aire.
Empiezo a ver borroso y, de repente, todo desaparece por completo. Estoy muy cansada. Trato de observar a la policía para contarle luego a Rachel lo ocurrido.
El cielo se vuelve espuma, como si la cresta de una gran ola invisible se nos echara encima. «¿Quién te ha hecho esto?», me pregunto; pero eso no es lo importante, lo importante es que vuelvas. En la casa del otro lado de la carretera, el granero donde normalmente aparcan está vacío. Un profesor de Oxford vive allí. «El granjero caballero», lo llama Rachel. Tras la casa del profesor, la cresta de la montaña es prácticamente un acantilado vertical, con caminos empinados tallados en la piedra. Miro la cresta hasta que parece que se desprende y comienza a acercarse.
Nadie entra en la casa. Todos esperan a alguien. El agente que ha colocado la cinta en la puerta está de pie, delante, custodiando la entrada. En el prado junto a la casa del profesor, una mujer monta a caballo. Su casita de campo se encuentra detrás del prado, al pie de la cresta. El caballo y la jinete galopan trazando un gran círculo bajo un cielo cada