En la tormenta. Флинн Берри
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Читать онлайн книгу En la tormenta - Флинн Берри страница 6
—¿Cuánto durará esto? —pregunto.
—¿Qué?
—El estado de shock.
—Depende. Puede que algunos días.
En una oficina al otro lado de la calle, una mujer de la limpieza levanta el cable de la aspiradora y aparta las sillas de su camino.
—Lo siento —dice—. Sé que quiere irse a casa. ¿Le parecía que Rachel estaba preocupada por algo últimamente?
—No. Bueno, un poco, por el trabajo.
—¿Se le ocurre alguien que quisiera hacerle daño a Rachel?
—No.
—Si se hubiera sentido amenazada, ¿se lo habría dicho?
—Sí.
Nada de esto es propio de ella. No me cuesta nada imaginarme la otra cara de la moneda. Veo a Rachel, empapada de sangre, sentada en esta silla y explicando pacientemente al inspector cómo mató al hombre que la atacó.
—¿Tardó mucho? —pregunto.
—No lo sé —contesta. Yo inclino la cabeza contra el zumbido de mis oídos. La mujer que llegó con él abre la puerta. Tiene la cara suave y regordeta, y el pelo rizado recogido en un moño.
—Alistair —dice—, ven un momento.
—¿Rachel tenía novio? —dice Moretti cuando regresa.
—No.
Me pide que escriba los nombres de los hombres con los que salió alrededor del último año. Escribo cada letra cuidadosamente, comenzando por el más reciente y remontándome dieciséis años atrás, al primer novio que tuvo en Snaith, donde nos criamos. Cuando termino la lista, me siento en la mesa que tengo delante con los puños cerrados y Moretti se queda de pie junto a la puerta e inclina su pesada cabeza cuadrada sobre el papel. Lo observo para ver si reconoce alguno de los nombres de otros casos, pero su expresión no cambia.
—El primer nombre —digo—. Stephen Bailey. Estuvieron a punto de casarse hace dos años. Se veían de vez en cuando. Vive en West Bay, en Dorset.
—¿Fue violento con ella alguna vez?
—No.
Moretti asiente. De todos modos, Stephen será la primera persona que eliminarán. El inspector sale de la habitación y, cuando regresa, tiene las manos vacías. Pienso en el pub de esta tarde y en la mujer desaparecida en Yorkshire.
—Hay algo más —digo—. Alguien atacó a Rachel cuando tenía diecisiete años.
—¿La atacaron?
—Sí. El cargo habría sido lesiones físicas graves.
—¿Conocía al atacante?
—No.
—¿Detuvieron a alguien?
—No. La policía no la creyó.
No atacada, pero no de la manera en que ella lo describió. Sospecharon que había intentado robar a alguien o prostituirse y que la habían rechazado violentamente. Eran los últimos policías de la vieja escuela, preocupados por lo que había bebido ella y por que no hubiera llorado.
—Ocurrió en Snaith, en Yorkshire —dije—. No sé si aún tienen el registro. Fue hace quince años.
Moretti me da las gracias.
—Necesitaremos que se quede por la zona. ¿Tiene algún lugar donde dormir esta noche? —pregunta.
—La casa de Rachel.
—No puede quedarse allí. ¿Hay alguien que pueda venir a recogerla?
Estoy muy cansada. No quiero tratar de explicar esto a nadie, ni esperar en la estación a que llegue uno de mis amigos de Londres. Cuando el interrogatorio termina, un agente me lleva en coche al único motel de Marlow.
Ojalá nos estrelláramos. Un camión cargado con postes de metal circula delante de nosotros en la calle Abingdon. Imagino que la cinta de nailon se rompe, los postes de metal caen a la carretera, se mueven de un lado a otro y que uno de ellos me clava al asiento del coche.
La calle principal de Marlow se curva como una hoz, con la plaza en un extremo y la estación de tren en el otro. El Hunters está al final de la hoz, junto a la estación de tren. Es un edificio cuadrado de piedra de color crema con persianas negras. Cuando el agente me deja en el motel, hay algunas personas esperando en el andén y todos se vuelven para mirar el coche de policía.
Cuando llego al Hunters, cierro la puerta y pongo la cadena. Recorro la pared empapelada con la mano, luego apoyo la oreja en ella y contengo la respiración. Quiero oír una voz de mujer. Una madre hablando con su hija, quizá, mientras se preparan para irse a dormir. Pero ningún sonido atraviesa el muro. «Probablemente estén todos dormidos», me digo a mí misma. Apago las luces y me deslizo bajo la manta. Sé que lo que está pasando es real, pero de alguna manera sigo esperando que ella llame.
Capítulo 3
«Hoy debíamos ir a Broadwell a comer crêpes con arándanos rojos y al museo», pienso cuando me despierto, enfadada porque nuestros planes se han pospuesto.
A medio camino entre la cama y el baño, me fallan las rodillas. Me derrumbo, pero es como si algo tirara de mí hacia abajo. El perro gira colgado del techo. Rachel está tirada, hecha una bola contra la pared. Hay huellas rojas de manos en las escaleras. Hay tres balaustres limpios en la barandilla y uno sucio, donde está atada la correa del perro.
No sé cuánto tiempo estuve así. En algún momento decido lavarme. No me puedo duchar, porque creo que huelo su casa en mi pelo. En lugar de eso, me desnudo y me paso una toalla mojada por el cuerpo y contemplo como la tela se vuelve rosa y marrón.
Me visto, meto la ropa de ayer en una bolsa de plástico y la llevo al cubo de basura que hay en la parte trasera del motel. Se me hace raro, como si estuviera deshaciéndome de pruebas, pero la policía no me dijo que la guardara. Tendrían que haberme indicado mejor qué hacer. Paso junto a un cuadro de una cacería de zorros en el pasillo, en el que algunos cazadores vestidos de rojo se esconden tras los árboles.
Mientras subo las escaleras, Moretti llama para decir que tiene algunas preguntas más que hacerme.
—Haré un comunicado de prensa en una hora. El comunicado no incluirá nada sobre el perro.
—¿Por qué no?
—La gente se obsesiona con ese tipo de cosas. No puedo prepararla para lo que ocurrirá si se convierte en noticia nacional. No podemos decirle que no hable con la prensa, pero puedo asegurarle que no ayudará al caso. Se entrometerán y, cuando se aburran, buscarán algo que llame la atención sobre Rachel.