E-Pack Bianca y Deseo abril 2020. Varias Autoras

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style="font-size:15px;">      Dante estuvo a punto de reírse.

      –La ley está de mi lado. ¿Crees que te saldrás con la tuya por ocupar ilegalmente una casa?

      Ella lo miró con furia.

      –La ley defiende al ocupante cuando se trata de casas abandonadas.

      –Puede que en Irlanda, pero no en Sicilia –afirmó Dante–. Estás en mi propiedad, en mis tierras. Solo tengo que chasquear los dedos para que te saquen a rastras y te expulsen inmediatamente del país.

      –Inténtalo –lo desafió ella, levantándose del sillón–. Inténtalo y acudiré a los medios de comunicación. Estas no son tus tierras, sino las tierras de tu padre. Mi hermana solo quiere la parte de la herencia que le corresponde, y me ha concedido la autoridad necesaria para representar sus intereses.

      Aislin blandió la carta que Dante había dejado en la mesa. Pero, lejos de mirar el documento, él clavó la vista en sus lustrosas uñas y, a continuación, la pasó por sus voluptuosas caderas, su estrecha cintura y sus grandes senos, ocultos bajo el jersey. La encontraba tan atractiva que tuvo una erección, y se sintió tan incómodo que alcanzó su café en un intento de recobrar la compostura.

      Aquello era absurdo. Se jactaba de ser un hombre sensual, pero no había tenido una erección tan inapropiada desde que estaba en el instituto, cuando una de las profesoras se inclinó sobre su pupitre y él vio su escote.

      –¿Tu hermana ha vivido alguna vez en Sicilia?

      –No.

      Él dejó el café en la mesa.

      –Supongamos que estás en lo cierto y que mi padre tenía millones cuando murió. ¿Qué te hace pensar que Orla tendría derecho a una parte? Salvatore me nombró heredero único, y no reconoció jamás a tu hermana. Las cosas podrían ser diferentes si hubiera vivido en mi país, pero no lo ha hecho. Cualquier abogado de Sicilia le diría que no tiene ninguna oportunidad.

      Dante respiró hondo y añadió:

      –En cualquier caso, esa hipótesis carece de sentido, porque mi padre no dejó nada. La lista que tienes está desactualizada, Aislin; es de los bienes que tenía mi abuelo cuando falleció, y mi padre lo vendió casi todo.

      –¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de las tierras de Florencia y de esta casa? –contraatacó ella.

      –Que nunca fueron de mi padre. Mis abuelos me las dejaron a mí en fideicomiso porque temían que Salvatore las perdiera en alguna partida –respondió él–. La casa en la que estamos es todo lo que queda de las propiedades de mi familia, y te aseguro que no tengo intención alguna de venderla.

      Dante fue sincero con Aislin. No se consideraba un hombre sentimental, pero aquella casa era el único lugar donde había sido feliz durante su infancia.

      –Pues paga a Orla con tu dinero. Aunque estés diciendo la verdad, mi hermana tiene derecho moral a recibir algo. Además, ya te he dicho que no espera una suma elevada. Se conformaría con el precio de este lugar.

      Él sacudió la cabeza. Estaba acostumbrado a que la gente los intentara estafar, pero la petición de Aislin era tan modesta y razonable que habría sentido pena por ella si se hubiera creído su historia. Sin embargo, no se la creía. Estaba convencido de que su padre no habría guardado en secreto la existencia de Orla.

      –Pues no se llevaría gran cosa –replicó–. La casa no vale más de doscientos mil euros, y lo mismo se puede decir de las tierras de Florencia.

      –Puede que eso sea calderilla para ti, pero para Orla es una fortuna.

      –Si tanto lo quiere, ¿por qué no ha venido? ¿Por qué te ha enviado a ti?

      –Porque ahora no puede salir de Irlanda.

      –¿Seguro que no puede? ¿No será quizá que tenía miedo de vérselas conmigo y ha enviado a su preciosa hermana para que me seduzca con su belleza? –ironizó Dante–. ¿Por eso estás aquí? ¿Para tentarme?

      Aislin lo miró con ira.

      –Tienes una mente repugnantemente sucia –declaró.

      –Sí, es posible –dijo él, levantándose–. Pero te estabas duchando cuando he llegado, como si me hubieras visto por la ventana y hubieras decidido utilizar tu cuerpo para impresionarme. Di la verdad, Aislin. Tu historia es un montón de mentiras. Buscaste una mujer que se pareciera a mí y le sacaste una fotografía para convencerme de que es mi hermana.

      Aislin alcanzó la foto y señaló al pequeño, indignada.

      –¿No te has fijado en el bebé que sostiene? Míralo bien. Es tu sobrino.

      –Sí, claro que sí –dijo Dante con sorna–. ¿Qué mejor que un bebé para ablandar el corazón de un hombre y conseguir que te dé dinero? Reconozco que, de todos los estafadores que se han acercado a mí, tú eres la mejor y la más inteligente.

      Aislin movió una pierna y, durante un momento, Dante pensó que le iba a pegar una patada. Pero se limitó a girarse, sacar el teléfono del bolso y plantárselo en la cara.

      –¿Qué se supone que estoy mirando? –preguntó él.

      Ella suspiró.

      –Más fotografías –dijo–. Tengo cientos de Orla y Finn.

      –Déjalo de una vez. No te vas a salir con la tuya.

      –¡Mira el maldito teléfono! –bramó Aislin.

      Sus miradas se encontraron, y sintieron una descarga erótica tan intensa que los dos se sumieron en un silencio de asombro.

      Al cabo de unos segundos, ella se alejó de él y clavó la vista en el suelo, desconcertada con lo que acababa de pasar. Era como si hubiera tocado algo cargado de electricidad estática y le hubiera dado calambre, con la gran diferencia de que la descarga en cuestión había sido de lo más placentera.

      –Por favor, mira las fotos –dijo, armándose de valor.

      No se podía decir que Aislin fuera una buena fotógrafa; cuando no cortaba la cabeza a la gente, ponía un dedo delante del objetivo y estropeaba la imagen. Pero la calidad de las fotos carecía de importancia. Eran la prueba documental de que no estaba mintiendo, de que no se había inventado la historia, de que Orla era la hermanastra de Dante.

      Biológicamente, ella también era hermanastra de Orla, aunque la quería como si fueran hermanas en todo el sentido de la palabra. A fin de cuentas, se habían criado juntas y habían compartido habitación durante muchos años. Se protegían, se peleaban, jugaban y, de vez en cuando, se odiaban.

      Dante se puso a caminar de un lado a otro, con la mirada clavada en el teléfono. Luego, se dirigió al sillón y se sentó sin decir nada, completamente concentrado en lo que veía.

      Ella sintió una súbita debilidad, y se acomodó enfrente; pero estaba tan cerca de él que podía oír su respiración, la respiración de un hombre cuya vida estaba dando un vuelco en ese preciso momento.

      Aislin conocía bien esa sensación. Orla había sufrido un accidente

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