¿Ha enterrado la ciencia a Dios?. John C. Lennox

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¿Ha enterrado la ciencia a Dios? - John C. Lennox Pensamiento Actual

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por otra razón que ya insinuamos en la introducción. Para que la ciencia pudiera desarrollarse, el pensamiento habría de liberarse del omnipresente método aristotélico de deducir de una serie de principios fijos cómo debe ser el universo, y adoptar una metodología que permitiera al universo hablar directamente. Ese cambio fundamental de perspectiva fue facilitado por la noción de la creación contingente, es decir, la idea de que Dios Creador podría haber creado el universo de cualquier modo que eligiera. Por lo tanto, para averiguar cómo es realmente el universo o cómo funciona, no hay otra alternativa que asomarse y examinarlo, pues no se puede deducir cómo funciona el universo por medio de razonamientos a partir de principios filosóficos a priori. Eso es precisamente lo que hicieron Galileo y, más tarde, Kepler y otros: se asomaron al universo, lo examinaron…, y revolucionaron la ciencia. Pero, como es bien sabido, Galileo tuvo problemas con la Iglesia, así que asomémonos a su historia para ver qué aprendemos de ella.

      MITOS SOBRE ALGUNOS CONFLICTOS: GALILEO Y LA IGLESIA CATÓLICA, HUXLEY Y WILBERFORCE

      Una de las razones principales para distinguir claramente entre la influencia de la doctrina de la creación y la de otros aspectos de la vida religiosa (o de la política religiosa) en el ascenso de la ciencia es intentar comprender mejor dos sucesos históricos paradigmáticos que han sido a menudo utilizados para mantener la impresión pública de que la ciencia ha combatido siempre a la religión, noción que a menudo se conoce como la “tesis del conflicto”. Nos referimos a dos de las más famosas confrontaciones de la historia: la primera, recién mencionada, entre Galileo y la Iglesia Católica; y la segunda, el debate entre Huxley y Wilberforce sobre el tema del famoso libro de Charles Darwin El origen de las especies. No obstante, después de una investigación detallada de dichos incidentes, como se verá, las historias reales correspondientes no sirven para apoyar la tesis del conflicto, conclusión que puede sorprender a muchos, pero que, no obstante, tiene a la historia de su parte.

      Además, Galileo disfrutó de gran apoyo por parte de muchos de los intelectuales religiosos, al menos al principio. Los astrónomos de la poderosa institución educativa jesuita, el Colegio Romano, apoyó inicialmente su trabajo astronómico, por el que fue felicitado. Sin embargo, se le opusieron vigorosamente los filósofos seculares, enfurecidos por su crítica de Aristóteles.

      Se veía venir que esto iba a ser una fuente de conflictos. Pero, quede claro, en un principio no con la Iglesia. Así parece haberlo interpretado Galileo pues en su famosa Carta a la Gran Duquesa Christina (1615) afirma que los profesores académicos, sus antagonistas, fueron los que trataron de influir en las autoridades eclesiásticas en su contra. Lo que estaba en juego era claro: los argumentos científicos de Galileo amenazaban al omnipresente aristotelismo de la academia.

      Impulsado por su afán por desarrollar la ciencia moderna, Galileo quería decidir entre las teorías del universo por medio de pruebas, no de argumentos basados en postulados apriorísticos en general y en la autoridad de Aristóteles en particular. Entonces contempló el universo a través de su telescopio y lo que observó haría añicos algunas de las principales especulaciones astronómicas de Aristóteles. Galileo observó las manchas solares sobre la superficie del sol “perfecto” de Aristóteles. En 1604 contempló una supernova, que puso en tela de juicio la idea de los «cielos inmutables» de Aristóteles.

      El aristotelismo era la cosmovisión reinante. No era simplemente el paradigma para hacer ciencia, sino que constituía una cosmovisión en la que ya empezaban a aparecer grietas. Por otro lado, la Reforma Protestante desafiaba la autoridad de Roma, que sentía seriamente amenazada la unidad religiosa. Por lo tanto, era un momento muy delicado. La asediada Iglesia Católica Romana, que había abrazado el aristotelismo, como todo el mundo entonces, no podía permitir un desafío serio a Aristóteles aunque ya comenzaban los rumores (particularmente entre los jesuitas) de que la Biblia misma no siempre apoyaba a Aristóteles. Sin embargo, esos rumores no fueron lo suficientemente fuertes como para evitar la poderosa oposición a Galileo procedente tanto de la Academia de las Ciencias como de la Iglesia Católica. Pero, aun así, los motivos de esa oposición no eran meramente intelectuales y políticos. Las envidias y, también hay que decirlo, la propia falta de sentido diplomático de Galileo fueron factores importantes. Irritó a la élite de su día al publicar en italiano y no en latín, para divulgar el asunto entre la gente normal. Se sentía comprometido con lo que luego se conocería por comprensión pública de la ciencia.

      Galileo tenía además la mala costumbre, tan corta de miras, de denunciar mordazmente a quien disentía de él. Ni tampoco se hizo un favor a sí mismo con su modo de responder a una directiva oficial de incluir en su Diálogo sobre los dos Sistemas Principales del Mundo el argumento de su antiguo amigo y partidario el papa Urbano VIII (Maffeo Berberini), en el sentido de que, ya que Dios era omnipotente, podría producir un fenómeno natural de muchas maneras diferentes; y, por tanto, sería presunción por parte de los filósofos de la naturaleza reclamar una solución única. Galileo la siguió obedientemente, pero presentando dicho argumento en labios de un torpe personaje del libro llamado (claramente adrede) Simplicio. Típico caso de echarse piedras al propio tejado.

      La lección principal es que hay que ser lo suficientemente humildes como para distinguir entre lo que dice la Biblia y nuestras propias interpretaciones. Quizá es que el texto bíblico es más sofisticado de lo que pensamos y caemos en la tentación de utilizarlo a favor de ideas que nunca han estado ahí. Así parece haber pensado Galileo en su día, y la historia le ha dado la razón.

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