Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina. Pablo González Casanova
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Es obvio que del contacto de los dos gobiernos, el tradicional y el constitucional, el indio y el ladino, surge una imagen del hombre y la política. El indio tiene una imagen del blanco y su política. “Los de razón tienen un sistema y está bien; sus presidentes municipales conquistan sus puestos mediante la política, y sus jueces muchas veces venden la justicia, máxime cuando se trata de nosotros, que no tenemos protección de arriba”.[27]
Dice Plancarte:
Los tarahumaras son legalmente ciudadanos mexicanos, con todos los derechos que les conceden, las obligaciones que les imponen las leyes. Sin embargo en lo general desconocen su situación legal. Para ellos sólo los miembros de su grupo son su gente, los suyos. El resto son chabochis, gente extraña, que vino a meterse en su territorio, y que les acarrea molestias y perjuicios incontables; ladrones que les han arrebatado sus mejores tierras, que abusan de sus mujeres, que les roban su ganado, y que, en el mejor de los casos, realizan con ellos tratos y transacciones comerciales en que mañosamente siempre les quitan lo más para darles lo menos.[28]
¿Qué hay de extraño en que se interesen poco por la política formal, constitucional, nacional? No son sus leyes, ni su Constitución, ni su nación. Su indiferencia por la política se debe a que su destino se decide fuera;[29] “su abstención en las elecciones municipales, estatales o de la República es total, ya que no les importa porque nada tiene de común con sus intereses”.[30] Todo se explica. Su abstencionismo de votar, o la forma automática en que van a votar, cumpliendo con las “ceremonias” del ladino; su conformismo, su ignorancia de la política “nacional”, de las leyes “nacionales”, su actitud de sumisión al paternalismo cuando piden, humildes. No son ni pueden ser, en semejantes condiciones, ciudadanos que exigen.
La imagen del blanco inspira la más profunda desconfianza: “Los esfuerzos de las autoridades (cuando las hay) no encuentran eco entre los moradores, por la desconfianza tan grande que sienten los indígenas por los mestizos, que siempre se han dedicado a explotarlos, vejarlos y humillarlos inicuamente”.[31] El propio indio tiene “un profundo escepticismo respecto de la paz… y hasta se ha creado una filosofía de la pobreza y la humildad”.[32] Su mundo es la inseguridad: “Esta gente buena y trabajadora sufre el peor de los tormentos, el de la inseguridad”,[33] dice Blom hablando de los lacandones. La sentencia del zapoteca es muy significativa: “Soy indio, es decir, gusano que se cobija en la hierba: toda mano me evita y todo pie me aplasta”.[34] Sus reacciones ante el acoso, los despojos, los agravios de los mestizos y sus autoridades varían mucho: “no pueden tomar venganza y están tranquilos”,[35] se “pliegan, se someten callados”, “aprenden el idioma ajeno para defender a sus compañeros”[36] y defenderse, huyen y se desplazan o se extinguen —como los lacandones—[37] y guardan un rencor hierático, imperceptible a “los hombres del gobierno blanco”.[38]
Y a esta imagen que el indio tiene del ladino y de las autoridades ladinas o constitucionales, se añade la imagen que el ladino tiene del indio. Y no pensamos en los antropólogos, en los historiadores de la historia de México, en los políticos del centro, en los maestros de buena fe, en los sacerdotes de espíritu moderno, sino en la autoridad que está frente al indio, manipulándolo, dominándolo, usando la coerción del gobierno local para la explotación colonial. La imagen que tiene esta autoridad local del indio es la imagen de un ser inferior, de un ser-cosa. Las autoridades dicen de los habitantes de Jicaltepec: “es gente mala”,[39] son “flojos”, “ladrones”, “mentirosos”, “buenos para nada”,[40] y este concepto del indio varía en cuanto el indio se acultura —aprende la lengua, se viste como ladino—. Escribe Calixta Guiteras:
Los ladinos en general, los que habitan los pueblos indígenas o viven de explotarlos en una u otra forma, siempre los acusan de mentirosos, bandidos, sinvergüenzas. Nunca toman parte en sus fiestas y cuando lo hacen, es con el pretexto de emborracharse más de lo acostumbrado. Existe una marcada discriminación hacia el indígena y un trato despectivo, cuando no insultante.
Cuando un indio ha aprendido a expresarse en lengua española y regresa al pueblo vestido de ladino, éstos lo respetan y se guardan mucho de maltratarlo. Si su mujer e hijos adoptan el vestido ladino y se alejan de su grupo, los ladinos lo tratan de igual a igual y sólo se recordará su pasado indígena en el momento de insultarlo.[41]
Otra cosa es cuando un indio se alza, se enfrenta. “Los mestizos consiguen conservar su hegemonía política por medio de la fuerza, las armas, asesinando incluso a dirigentes indios…”. Y en la generalidad —una que no podemos ignorar por toda la experiencia y todos los informes, aunque no dispongamos de datos estadísticos—, “los blancos y los mestizos (ciudadanos y autoridades) consideran a sus conciudadanos mixtecos [esto es aplicable a todos los indios] como desiguales a ellos”, y los tratan con una “brusquedad digna de los aventureros de la Conquista”. La forma en que la autoridad mira al indio, en que lo hace sufrir, en que se divierte con él, en que se siente “inteligente” frente a él, en que lo humilla, en que lo intranquiliza, en que lo agrede, en que le habla de “tú”, todas son formas ligadas a la violencia del dominio y a la explotación colonial.
Desgraciadamente, hasta hoy la antropología mexicana, que por muchos conceptos nos ha permitido conocer la realidad de nuestro país y que ha tenido un sentido humanista del problema indígena, nunca tuvo un sentido anticolonialista, ni en las épocas más revolucionarias del país. Influida por la metodología de una ciencia que precisamente surgió en los países metropolitanos para el estudio y control de los habitantes de sus colonias, no pudo proponerse como tema central de estudio el problema del indígena como una cuestión colonial y como un problema eminentemente político. Los datos dispersos que a lo largo de su obra se encuentran tienen el carácter de denuncia u obedecen a simples registros y descripciones. La distancia que hay entre estos estudios y los que pueden surgir en el futuro es la misma que la que surgió entre dos famosos antropólogos: Malinowski y Keniata, aquél inglés, éste negro, que se convirtió en líder de su pueblo y advirtió la necesidad de estudiar en forma sistemática el problema de la explotación y la política.
Quizás un estudio profundo de este tipo de relaciones nos permita conocer en el futuro el verdadero problema indígena, y ahondar más precisamente en su estrecha vinculación con el conjunto de la política mexicana. Porque si bien es cierto que cuando un indio se viste de ladino y aprende el español la autoridad lo trata de otro modo, es también cierto que en el conjunto de México, las relaciones de autoridad y ciudadano suelen estar teñidas con los más distintos matices de violencia y desprecio, con reacciones que encuentran sus fuentes y sus características más típicas en las relaciones de la autoridad ladina con el “ciudadano” indio. El ejemplo