La gestión de sí mismo. Mauricio Bedoya Hernández

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La gestión de sí mismo - Mauricio Bedoya Hernández

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todos fluctúan, debiendo los hombres acomodar sus actuaciones a tales transformaciones. Precisamente porque prevén mutaciones y de ellas pretenden derivar lucro, lánzanse los empresarios a sus actuaciones mercantiles, variando los capitalistas las inversiones de que se trate. La economía de mercado es un sistema social caracterizado por el permanente empeño de mejoramiento que en el mismo prevalece. Los individuos más emprendedores y providentes buscan el lucro personal readaptando continuamente la producción, para, del modo mejor posible, atender las necesidades de los consumidores, tanto las que estos ya sienten y conocen como aquellas otras que todavía ni siquiera han advertido. Dichas especulativas actuaciones revolucionan a diario la estructura de los precios, provocando las correspondientes variaciones en el interés bruto de mercado (Von Mises, 1986, p. 795).

      Cualquiera que posea el suficiente ingenio puede iniciar nuevas empresas. Quizá sea pobre, tal vez sus recursos resulten escasos e incluso cabe que los haya recibido en préstamo. Pero si satisface mejor y más barato que los demás las apetencias de los consumidores, triunfará y obtendrá “extraordinarios” beneficios. Reinvirtiendo la mayor parte de tales ganancias verá rápidamente prosperar sus empresas. Es el actuar de esos emprendedores parvenus lo que imprime a la economía de mercado su “dinamismo”. Estos nouveaux riches son quienes impulsan el progreso económico. Bajo la amenaza de tan implacable competencia, las antiguas y poderosas empresas se ven en el trance de servir, sin titubeos y del mejor modo posible, a las gentes o de abandonar el campo, cesando en sus actividades (Von Mises, 1986, p. 1165).

      El modelo empresarial y la idea de individuo formador de empresa son apenas la antesala del florecimiento de una nueva racionalidad, la neoliberal, con su idea de sujeto-empresa o empresario de sí, forma de subjetividad que, lejos de ser pensada como un dato o una figura trascendental, se impone como fabricación (Laval y Dardot, 2013; Rose, 1996; Vázquez, 2005a). Si bien las sociedades disciplinarias requerían (y formaban) cuerpos dóciles y fuertes que asegurasen la producción (producción en serie de la que el fordismo puede pensarse como última manifestación), el neoliberalismo, con su ideal de emprendimiento, requiere sujetos con capacidad inmediata de adaptación a las condiciones del mercado, con creatividad y flexibilidad. Cuerpos y mentes fuertes, pero maleables, con adaptabilidad fuerte a las condiciones siempre cambiantes del mercado (Laval y Dardot, 2013; Rendueles, 2006; Vázquez, 2005a). Para Vázquez la subjetividad de este nuevo sujeto no coincide con el Homo oeconomicus, el cual era movido por intereses naturales y dados que le permitían elegir. El sujeto neoliberal necesita, por el contrario, ser fabricado. El “ciudadano social” (Vázquez, 2005a, p. 92), aquel que estaba unido a la colectividad por lazos estatales de solidaridad, es cambiado por el empresario de sí, sujeto activo y autorresponsable, que elige por sí mismo y usufructúa al máximo sus recursos personales para alcanzar un estilo de vida propio y singular.

      La crítica que durante el siglo xx se había realizado al Estado-providencia se fundamentaba en la idea de responsabilidad. A este Estado se le imputaba configurar sujetos desresponsabilizados de los aspectos atinentes a su supervivencia y la de su familia. En la segunda mitad del siglo xx esta crítica fue reactualizada, amalgamándose de manera intencional alrededor de temas como el bienestar social, la presencia activa del Estado para regular la economía en función de toda la población (y no de unos pocos empresarios), el totalitarismo de Estado, el papel fiscalizador del Estado, la provisión de los medios para que los que están en condiciones desfavorables en la sociedad puedan recibir ayuda. En fin, el Estado-solidario es visto como entorpecedor y totalitario. Esta vulgata ha circulado en todos los medios y ha calado hondo en las mentes inicialmente de aquellos encargados de la generación ideológica (mass media, intelectuales, políticos, etc.) y posteriormente del público en general. Esta nueva forma discursiva recriminatoria de la solidaridad estatal se asienta, por otro lado, en una suerte de naturalización del individualismo. Así es satanizada cualquier tentativa de solidaridad, compromiso y responsabilidad social. Los millones de pobres son vistos como millones de individuos, uno por uno, que no han sido capaces de usufructuar sus capacidades y habilidades humanas y laborales en función del logro de la empleabilidad. En ese sentido, problemas como el de la pobreza son individualizados, operación que termina borrando la responsabilidad de los Estados, las instituciones financieras y las empresas en la generación de estas situaciones.

      Sin embargo, estimamos que el discurso individualista es un discurso falaz, puesto que en realidad es un individualismo para las ganancias, colectivismo para los riesgos (Laval y Dardot, 2013; Sennett, 2000). Los rescates económicos hechos en los últimos años a grandes instituciones financieras en casi todos los países son salvavidas constituidos por aportes de los contribuyentes. Esto deja ver que el “sálvese quien pueda” no opera para todos. Sugerimos que del Estado benefactor hemos ido pasando rápidamente a uno que ya no está al servicio de la población sino de los grandes oligopolios (representados por las entidades financieras y las aseguradoras), a los cuales provee de asistencia y ayuda (Harvey, 2007; Laval y Dardot, 2013). Consideramos que el problema del bienestar ha tenido un doble giro: por una parte, se ha individualizado y, por otra parte, se ha privatizado. De esto emerge un sujeto que se hace cargo de todos los aspectos de su vida que antes eran prerrogativa del Estado y que halla los proveedores privados que requiere para tal efecto.

      Efectivamente, la crítica al Estado de providencia termina imponiendo el ideal de la desresponsabilización del Estado respecto de las funciones que venía desempeñando y que buscaban menguar un poco la incertidumbre social propia del liberalismo clásico, como bien lo sostiene Castel (2005, 2010). La pregunta, entonces, acerca de quién es responsable y de qué, es resuelta por la racionalidad neoliberal “a favor” de la libertad del sujeto. Pero, gracias a un deslizamiento del lenguaje, que el individuo sea libre significa que él debe proveerse la salud, la educación, los servicios básicos para la supervivencia, tornándose, finalmente, en sujeto-cliente. La lógica del mercado invade toda la vida de la persona y, en consecuencia, toda la vida debe ser gestionada en términos de mercado. Así visto, en nuestra opinión, el problema de la responsabilidad social se localiza en el centro del surgimiento del sujeto-empresa. Este modelo empresarial ha colonizado, y sigue haciéndolo, todas las esferas de la vida, como la familia, la educación, la política, el trabajo, etc. (Foucault, 2006, 2007); es este modelo el que se impone en la actualidad cuando se habla de gobierno de lo social. Más aún, en el gobierno del presente, como lo afirma Castro Orellana (2004a), la vida misma es convertida en variable económica y financiera.

      Así vista, la racionalidad neoliberal, lejos de buscar la igualdad como ideal social, convierte al Estado como ente que fija su meta en la regulación de las condiciones de competencia y de mercado, para lo cual la desigualdad funciona como un aspecto fundamental en el mantenimiento del engranaje del mercado. La realidad individualizante del neoliberalismo queda plasmada claramente en el hecho de que lucha por la libertad individual (para hacer empresa, claro está), pero hace superflua cualquier pretensión de igualdad social.

      Si nos preguntáramos acerca del origen decimonónico del empresario de sí, caeríamos fácilmente en la ligereza de hacer una historia continuista de este sujeto; seguramente esbozaríamos una posición acorde a la lógica del historicismo presentista contra la que Michel Foucault (1982) tan contundentemente se manifestó. Pero lo cierto es que si bien en el siglo xix hay empresarios, las postrimerías del siglo xx arrojaron una nueva manera de serlo. La ruptura es clara: mientras el liberalismo clásico inventó el hombre del cálculo, aquel que mantenía una preocupación constante por el equilibrio ingresos-gastos, haciendo una planificación de sí en función del mantenimiento de este balance y mostrándose reacio al proceso de disciplinamiento del cuerpo, en las décadas del neoliberalismo propiamente dicho el sujeto se reconoce activo, unificado alrededor del deseo de ofrecer los mejores resultados, comprometido totalmente con su actividad profesional, con deseo de realizarse a sí mismo y con la certeza de contar con los medios subjetivos para ello. En resumidas cuentas, el empresario de sí es el sujeto que hace de la empresa de sí su deseo, como lo señalan Laval y Dardot (2013). La persona deja de ser considerada como un ciudadano para ser vista como actor económico y responsable último y único de su felicidad.

      Como ya lo mencionamos, el dogma de la competencia sufrió unas transformaciones de fondo

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