Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra
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Читать онлайн книгу Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra страница 25
Una carta, algo privado, ha sido transformada por Acevedo en una cosa pública, y a un nivel del más alto interés: una carta dirigida al presidente mismo en la que ha hecho de conocimiento masivo su situación laboral, expectativas e ideario. En cuanto a la redacción (cual dedicatoria musical del barroco en que los Monteverdi, los Caccini, los Radesca, se auto-minimizaban frente a patrones que en su nobleza reunían lo mejor de la cultura pero, por lo mismo y por sobre todo, el mejor fondo monetario) está llena de alusiones, frases muy bien pensadas y se posiciona claramente.
Las dos óperas chilenas anteriores estrenadas (La Fioraia di Lugano y Velleda) habían sido compuestas por dos músicos con estudios en Europa: de manera estatal en Ortiz de Zárate, particular en Hügel. En la frase de la carta de Acevedo hay un modo de aclarar que ha podido componer aún sin viajes de perfeccionamiento, pero que obviamente sería mejor si los hubiera tenido. Además, no considera nacionales aquellas óperas tanto por el idioma en el que se cantaron como por la trama, italiano y europea; también por los intérpretes, que habían sido extranjeros (parcialmente en Hügel). La nacionalidad estaría dada no por el compositor sino por el resultado sonoro-visual y por quienes la dan a conocer, dando el título de nacional no a la idea (la ópera es, recordemos, una invención italiana), sino a características del producto y la mano de obra; interesante postura en una nación que se industrializaba. “Hermoso idioma” dice del castellano, adelantándose a las corrientes nacionalistas, atreviéndose a dar un pequeño juicio crítico sobre los dos colegas mencionados, mucho más conocidos y apreciados, que aparentemente habían desdeñado el idioma del país donde habitaban. En fin, Acevedo sentía (y lo dejaba muy en claro) que daba un paso más que sus colegas. Según sus palabras, decide mostrar solo un acto apelando a la cautela, para obtener un juicio público, habiendo invertido un gasto no tan grande. Aunque mayor cautela hubiese sido buscar un teatro menor, tal como había hecho Hügel y probar allí su suerte, sin una exposición arriesgada, la presencia del Presidente y la exposición era justamente lo que Acevedo buscaba; y debía hacerlo con rapidez: el año anterior Ortiz de Zárate había terminado de componer Lautaro, algo que Acevedo seguramente sabría ya que el 16 de octubre de 1901 se había firmado un acuerdo para su estreno con la Municipalidad de Santiago y con la Compañía del maestro Arturo Padovani en la temporada siguiente. Ya habían transcurrido varios meses y en pocos días llegaría dicha Compañía con el nuevo título aprendido: es decir, se representaría una primera ópera chilena de temática nacionalista con el lucimiento musical y social de un grupo profesional, lo que opacaría el resultado del incipiente Caupolicán I. Vistas así las cosas, en dos meses, en poco tiempo Acevedo escribirá y estrenará su acto.
Conviene recordar aquí que esta asociación entre creación musical y esferas de poder político no era algo nuevo para Acevedo. En 1900 había editado un “Salve Regina a tres voces” y, a diferencia de habituales dedicatorias a damas de la sociedad chilena, esta partitura estaba dirigida “al distinguido diputado Macario Ossa” y en una tipografía lo suficientemente notoria como para resaltar más que el nombre del propio músico154. Esta partitura será llevada al pabellón de Chile en la Exposición Panamericana realizada en Buffalo (EE.UU.) en 1901, junto a partituras de Zanzani y De Petris, entre otros.
Señor don Remijio Acevedo –Presente. Muy señor mío: Por encargo del señor Presidente, contesto a usted su apreciable del 28 que rije, en la que tiene a bien dedicarle su primer trabajo musical titulado Caupolicán. Al acusar a usted recibo de ella, me es especialmente grato manifestarle los agradecimientos muy sinceros con que S. E. lo distingue, y los buenos deseos que abriga por el feliz éxito de su histórica composición. Al mismo tiempo hago presente a usted que S. E. pondrá de su parte todo empeño por asistir el domingo próximo al estreno de su obra155.
Quien firma esta carta, publicada en la prensa de Santiago, es A. García de la Huerta, secretario del presidente Riesco. La respuesta también ha sido pública. Lo interesante es que el ámbito privado —la correspondencia— se mantiene abierto, como un sobre sin cerrar, y los lectores de la prensa (como espectadores de un moderno “reality show”), pueden ir siguiendo el devenir de esta empresa a tiempo casi real, capítulo a capítulo, adquiriendo afectos y expectativas, opinión en suma, pesando la respuesta y decisión del presidente con la carga de un veredicto que podía ser aprobado o no por el lector, que es otra faceta de la opinión pública.
Con este inicio Acevedo no solo muestra su lucidez como relacionador público de su propia creación, sino también es consciente de lo que puede llegar a ser la ópera misma como género inserto en el quehacer socio-musical: exhibición de una destreza, de un oficio, capacidad de representación de elementos políticos y sociales, actividad que excede lo musical; obteniendo en ello un beneficio académico solo posible a través de una venia estatal: los compositores del barroco, tras cartas similares a la anterior, buscaban financiamiento para los costos de publicación de las partituras y licencias de imprenta; Acevedo busca una beca a Italia156.
Este mismo aspecto será decisivo, además, para comprender observaciones técnicas y formales en la composición: Caupolicán I, escrito con premura, no es una ópera perfecta ni lo pretende: es, metafóricamente, una solicitud de beca, un formulario en un acto y dos cuadros cuya finalidad es ser interesante, perfectible a la luz de un buen aprendizaje en el extranjero.
Un triunfo de la voluntad
Así como en Brasil estaba el ejemplo del trabajo mancomunado entre compositor y política cultural en la encumbrada figura de Carlos Gomes y su beca de estudio en Milán y posterior renombre mundial, en nuestro Chile teníamos el modelo de Ortiz de Zárate, con ópera y beca, si bien a escala más modesta y (como detonará más delante) con resultados completamente distintos. Pero era evidente que los tiempos cambiaban: luego de siglos de que compositores europeos recurrieran a las gestas de conquista entre hispanos y aborígenes, aristocracias nativas, temáticas selváticas, amores paganos y un sinfín de imaginería de tarjeta postal al alero de escenografías ensoñadas para escribir piezas de teatro musical con nombres como Purcell, Vivaldi, Rameau, Spontini, Offenbach o Verdi, ahora América misma y sus compositores, en Argentina, Uruguay, México, Cuba, República Dominicana, Perú y Chile, comienzan un segundo y propio desembarco y descubrimiento, de lleno en la temática nacionalista; todo acicateado por aquella chispa inicial de Il Guarany de Gomes.
La elección de La Araucana, primero por Ortiz de Zárate y luego por Remijio Acevedo, era evidente: nuestro Chile fundacional tenía una obra literaria basal, perfectamente situada para cubrir las necesidades nacionalistas, cuya trama hubiera placido a cualquier compositor del siglo XIX, con luchas de poder, escenas tanto individuales como corales, bélicas o románticas, descriptivas, coreográficas, y en general con un sentido de grandeza, heroísmo y tragedia que se podía adaptar magníficamente a un género que, en vez de hablar, busca que sus personajes canten, amplifiquen, sientan mancomunadamente y, al gusto del XIX, mueran segundos antes de caer el telón final.
En el capítulo dedicado a El Corvo hablaremos de la difícil relación entre realismo y ópera, dado el artificio mismo del que nace el género; pues bien, esta dificultad tiene un punto a favor en una ópera sobre la gesta de Ercilla: aunque podía producir incomodidad, por falta de verosimilitud, el oír hablar ampulosamente, en verso y en castellano a los mapuches en una obra teatral, dentro de la fantasía operística el hacerlos cantar líricamente salta tan por encima de lo verosímil que anula la crítica. José Toribio Medina deja un comentario muy preciso de esto en su análisis de La Araucana y su relación cultural a posteriori. Dice sobre el género operístico, mapuches y el estilo de Ercilla, que aquel:
…sin duda puede admitirlos y celebrarlos […] cosa que, a nuestro modo de ver, se hace intolerable en el drama [teatro en prosa], al menos en Chile. La imaginación admite sin esfuerzo el que se les oiga cantar, pero discurrir en forma culta, vestidos a su usanza, puede pasar sólo en la epopeya histórica con el mágico encanto de la poesía genial de Ercilla y con el conocimiento de que se manifiestan héroes al defender su patria157.