Los Registros Akasicos segun Edgar Cayce. Kevin J. Todeschi

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Los Registros Akasicos segun Edgar Cayce - Kevin J. Todeschi

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Sin embargo, después de un tiempo, notó que el dinero parecía desaparecer con regularidad. Para convencerse a sí misma de lo que estaba pasando empezó a fijarse muy bien cuánto dejaba. Pronto descubrió que estaba en lo correcto e incluso pilló a la persona que lo hurtaba cuando lo estaba haciendo. Debió ser toda una sorpresa para Anna cuando descubrió que no era la tercera compañera de apartamento, ¡sino su propia hermana!

      No le dio importancia al asunto. Más adelante, cuando las dos volvieron a quedar solas y Vera había conseguido un trabajo en un restaurante diferente, acordaron dividir todas sus ganancias por partes iguales. Por largo tiempo, Vera trajo a casa no más de $5,00 diarios. Sostenía que $5,00 era lo más que alcanzaba a hacer, incluso en un «día bueno». Sin embargo, Anna debió reemplazarla por un tiempo porque Vera se enfermó. La hermana menor se horrorizó al encontrar que aún en los días menos congestionados, hacía un promedio de $18,00. Resultó que la mayor se había estado apoderando del dinero extra todo el tiempo. Vera pensaba que nada de lo que le quitara a su hermana menor debía pagarlo y jamás pareció molestar su conciencia.

      Finalmente, Anna conoció un hombre con el que decidió casarse. No estaba encaprichada con él y no lo amaba; ese lugar todavía pertenecía a Robert. Sin embargo, ella deseaba una familia, le parecía que se le estaba acabando el tiempo, y él sí parecía quererla en realidad.

      Vera no podía resistir estar en la misma habitación con Anna y su prometido. Aunque a Vera parecía gustarle Alan, y ella y Anna se estaban llevando tan bien como podría esperarse, se negaba a formar parte de un trío. La situación no mejoró mucho después de Alan y Anna se casaron, lo único que cambió es que Vera apoyaba a Alan en todo lo que hacía y todo lo de Anna le parecía mal.

      Alan no pudo conseguir trabajo en Nueva York, de manera que Anna volvió con él a casa, donde su padre trató de acomodarlo en algún empleo. El deseo de Anna de estar con Robert no había desaparecido, de modo que se sentía agradecida de que la vida lo hubiera llevado en una dirección por donde no se cruzarían sus caminos. Por un tiempo, pensó que todo saldría bien, pero pronto fue obvio que estaba equivocada.

      Su matrimonio se volvió insoportable. Ella no amaba a su esposo y a veces la contrariaba el hecho de que siguieran juntos. Cuando más desgraciada se sentía, se dedicaba a fantasear que Robert volvía para llevársela. Aún con lo miserable que se había sentido estando con Robert, ella no podía sacárselo de la mente. Se quedó con Alan únicamente por tener hijos, casi llegaba a los treinta y ya no le quedaba mucho tiempo.

      Uno de sus peores momentos fue cuando su condición física indicó otro embarazo tubárico. Se sintió derrotada y perdida. Era desdichada con Alan y se sentía irremisiblemente conectada a Robert. Varios amigos la habían remitido a Edgar Cayce. Antes de visitar al señor Cayce, ella se había dejado caer al piso sollozando y deseando morir. Estaba por finalizar el mes de enero de 1938, y aunque pensaba que ya su vida había acabado, en realidad estaba a punto de cambiar dramáticamente.

      Para verificar por sí misma la autenticidad de la clarividencia del señor Cayce, no le habló de su problema ni mencionó su operación previa. Simplemente dijo que necesitaba una lectura física. Aunque ya desesperaba de conseguir ayuda, todo este asunto psíquico le parecía muy sospechoso y había buscado la posibilidad sólo ante la insistencia de uno de sus amigos.

      Sin embargo, todas sus dudas desaparecieron cuando el señor Cayce, en la mitad de la lectura y mientras se encontraba «dormido» en el diván, pronunció una frase: «. . . trastornos en las actividades de los órganos pélvicos, y actualmente existe una falsa concepción producida en la trompa que queda, hay un . . .». Debido al tono en general de toda la lectura y su innegable precisión, ella siguió al pie de la letra las sugerencias de Cayce, que incluían un cambio de dieta, medicaciones internas y masajes; en el término de dos semanas ya fue evidente una franca mejoría y pasados dos meses ella se sentía perfectamente normal. No hubo necesidad de operación alguna.

      Ella había recibido su primera lectura en abril de ese año, y su información había transformado lo que pensaba de sí misma, de sus penurias y de su familia. Cayce empezó la lectura diciendo: «Sí, tenemos aquí los registros de esa entidad que ahora es conocida como o llamada Anna Campbell» (1523-4). Aunque Anna jamás había considerado siquiera algo tan ajeno a ella como la reencarnación, las percepciones que obtuvo de la lectura cambiaron su vida para siempre y se volvieron tan reales para ella como el presente. Más tarde, Anna le diría al señor Cayce que el haber entrado en contacto con él y su familia para ella significaba «más que ninguna otra cosa que hubiera llegado jamás a su vida . . .» porque el pasado parecía estar conectado al presente de la manera más asombrosa. La historia que surgió de los registros akásicos contenía impresionantes conexiones con sus problemas actuales.

      Cien años antes, ella había nacido como hija en el hogar de una familia que vivía al límite de territoritos todavía no colonizados. Sus padres eran colonizadores estadounidenses que a duras penas se ganaban la vida trabajando la tierra. Al parecer, en esa época Anna estaba interesada más que todo en ella misma, sin importarle el estilo de vida recomendado por sus padres del siglo diecinueve. Esta lectura resumió la motivación de Anna durante ese período así: «¡Ella tomaba lo que deseaba y obtenía lo que quería!».

      En un interesante anticipo de su presente, cuando tenía diecisiete años, un vagabundo poco recomendable la convenció de escaparse de casa para ser su «pareja». Ella aceptó sin dudarlo un instante, y ambos partieron en dirección oeste a una región entonces conocida como Fort Dearborn, cerca de lo que actualmente es Chicago.

      Pronto, una madam propietaria de una de las tabernas, se hizo amiga de ella. La mujer era fuente de gran ayuda e inspiración para muchas de las chicas que trabajaban para ella. De hecho, había ayudado a muchas de ellas a volver al buen camino cuando su vida parecía más perdida. La madam consideraba el trabajo de ellas como una forma de brindar compañía a hombres solitarios y un medio de dar tiempo a las mujeres para que recapacitaran sobre sus vidas. Por su parte, Anna lo veía como una forma de obtener lo que se le antojara. A pesar de sus distintos enfoques, la madam se convertiría en su amiga más querida y consejera más cercana; y en su propia madre cien años después, en el futuro. Por decisión propia, Anna se convirtió en una artista de taberna y no tenía problema en brindar diversión privada a los clientes del bar. Con el tiempo, tuvo un hijo de su pareja el vagabundo, pero insistió en conservar su posición como artista, mesera y moza de cantina.

      A excepción de uno de los guías del fuerte, pocos inconvenientes parecían afectar su vida. El guía, que se las daba de eclesiástico, aborrecía las «abominaciones» que tenían lugar en la taberna. En cambio, consideraba su propia vida bastante ejemplar. A su juicio era tan inapropiado todo lo que estaba ocurriendo, que con frecuencia encontraba ocasión para condenar las actividades de la taberna, sus artistas e incluso sus clientes. Esto condujo a frecuentes enfrentamientos (¡y peleas a puñetazos!) entre el vagabundo-pareja de Anna y el guía. Fueron varias las veces que el guía recibió sus buenas palizas, y el conflicto entre los dos nunca se solucionó realmente: para Anna no fue ninguna sorpresa encontrar que su vagabundo-pareja volvería como hermano de ella, Warren, y que el guía del fuerte no era otro más que su papá.

      Por último, la contraparte de Anna en el siglo diecinueve se aburrió de su relación con el vagabundo y se juntó con un colonizador llamado John Bainbridge. La vida siguió sin muchos cambios hasta que los ataques de los indios al fuerte obligaron a escapar a Bainbridge, Anna y un grupo de personas. Durante uno de los ataques y la consiguiente huída, Anna se vio obligada a abandonar a su hijo. Aunque en ese momento no tuvo alternativa, al parecer Anna jamás volvió a pensar en el niño. Lo que correspondería a un giro interesante en el siglo siguiente cuando ella no podría pensar en nada más que en tener hijos y se preguntaba por qué sería estéril.

      Los indios persiguieron al grupo, y en algún momento los rodearon mientras flotaban arrastrados por la lenta corriente de un río. Muy asustada,

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