El Misterioso Tesoro De Roma. Juan Moisés De La Serna

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El Misterioso Tesoro De Roma - Juan Moisés De La Serna

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permitía estudiar en el mismo centro que otros, sin necesidad de tener un padre con un alto cargo político o con una gran fortuna, como algunos de mis compañeros de viaje, o sin tener una notable y destacada carrera deportiva como tenían otros.

      Mi especialidad por la que me había decantado dentro de las ciencias era por las matemáticas, pues desde pequeño me había gustado descubrir la relación que tenían los elementos en la naturaleza, adivinar los acontecimientos antes de que estos sucediesen, predecir el comportamiento de los animales y las personas.

      De todo esto no tenía idea, pero cuando empecé a estudiar las matemáticas entendí que éste era el lenguaje del futuro ya que con él podía teorizar sobre los acontecimientos presentes y venideros, podía comprender las asociaciones de conjuntos y su comportamiento y aplicarlo a la vida corriente.

      Quizás era algo pretencioso tal y como me había planteado algún profesor, el tratar de dar cierta lógica al mundo que nos rodea, sin tener en cuenta el comportamiento instintivo. Igualmente, alguno de mis compañeros de estudio me criticaba como presuntuoso ya que preferían confiar en algo tan intangible como era la buena o la mala suerte, pero estaba seguro que detrás de cada hecho y de cada comportamiento existía una fórmula que lo explicaba.

      Así me había especializado en las teorías económicas, con las cuales era capaz de predecir el comportamiento de los gobiernos con respecto al comercio interior y exterior.

      La principal teoría que había defendido es que los pueblos se expandían o contraían en función de la disponibilidad de alimentos, donde no se trataba tanto de que tuviesen una buena o mala temporada en los cultivos, sino de la facilidad o dificultad del intercambio a través del comercio.

      Así había releído la historia a través de esta hipótesis y pude reseñar cómo determinados pueblos estaban abocados a su desaparición por no tener una materia prima que ofrecer a los pueblos vecinos y por tanto no poder comerciar con nada que los otros necesitasen.

      Algunos de mis profesores cuando tuve que defender mi tesis, me acusaban de forzar la realidad para ajustarla al modelo matemático, pero estaba seguro de que aquello era un recelo por su parte.

      Si conociese todas las variables económicas de un determinado pueblo, o al menos las más importantes, podría predecir sin demasiados errores, cuántos años de subsistencia tendría y si este pueblo se convertiría en dominante o dominado.

      Así si aquellos pueblos que cultivaban y generaban materias primas, no tenían a su alrededor otros que los trasformaban y manufacturaban, quedaban sin posibilidades de crecimiento. Era una simbiosis perfecta, beneficiosa para ambos, en la que él productor sobrevivía gracias a la manufacturación de las materias primas.

      Es cierto que ello provocaba una diferencia económica bastante importante ya que el pueblo productor necesitaba pagar hasta diez veces más por el mismo producto que ellos habían sacado de la tierra cuando éstos estaban elaborados, pero si se habla exclusivamente de supervivencia, ambos pueblos conseguían subsistir.

      Quizás mis teorías habían impresionado a unos pocos, pero lo más destacable era cuando se utilizaban en otros ámbitos, algunos me habían propuesto que realizase una variación de aquello para tratar de adivinar cómo funcionarían los pueblos armamentísticamente hablando.

      Aunque mi idea económica inicial era más predecible, pues los pueblos ya no se rigen únicamente por la cantidad de armamento que tengan, sino por la calidad y la capacidad logística de los mismos, elementos que en mis ecuaciones son difíciles de valorar y evaluar.

      Estando abstraído absorto en estos pensamientos de repente escuché a alguien gritar, provenía de aquel lugar por el que se había ido la pequeña que me había dado la flor.

      Miré a todos lados y nadie parecía inmutarse por aquel chillido, fue durante unos breves segundos y luego se disipó en el bullicioso devenir de los viandantes.

      Quedé quieto durante un momento y un extraño pensamiento me vino, quizás aquella niña estuviese en peligro. Me recorrió un escalofrió que me subía por toda la médula espinal hasta el cuello y de repente salí corriendo en dirección a donde había visto por última vez a aquella pequeña, de la cual parecía que nadie más se hubiese percatado de su llamada de auxilio.

      Allí dejé a mis compañeros de viaje sin siquiera decirles nada, ya que no conocía todavía a dónde me dirigía. Recorrí aceleradamente unos cien metros casi sin respirar hasta que me frené en seco cuando finalizó la calle, la cual se bifurcaba en dos.

      Miré ansioso y extrañado para todos lados pues no hacía tanto que había escuchado a aquella pequeña y no la vi por ninguna parte. Ella no podría haber corrido tanto en tan poco tiempo tal como lo había hecho yo, por lo que ya la tendría que estar viendo, aunque a diferencia de la concurrida plaza que acababa de abandonar aquí no pude ver a nadie.

      Hubiese resultado de mucha utilidad el preguntar a cualquier viandante por si había visto una niña pequeña pasar por ahí, pero al no encontrarme a nadie, no sabía qué hacer, podía dirigirme por una u otra calle, pero ¿hasta dónde?, ¿por cuánto tiempo mantendría mi búsqueda?

      Aunque no conocía de nada a aquella pequeña el pensar que pudiese estar en peligro me resultaba cuanto menos preocupante y no quería volverme, pero era inútil seguir corriendo indefinidamente por estas calles.

      Únicamente podría haber desaparecido si a la niña la llevasen en brazos, pues no veía ninguna otra posibilidad ya que por su propio pie no habría llegado tan lejos tan rápidamente.

      Volví bastante abatido y preocupado sobre mis pasos, desilusionado por no haberla podido ayudar, con la respiración entrecortada por el esfuerzo realizado y vi que a mitad de la calle hacia la derecha había una pequeña puerta de la cual no me había percatado al pasar corriendo.

      Recorrí nervioso de nuevo la calle desde el principio para ver si había más aperturas y no encontré ninguna otra, “¿es posible que se la hayan llevado por aquí?”, me preguntaba delante de la pequeña puerta que me llegaba un poco más arriba del pecho.

      Puse mis manos sobre aquel antiguo portón de madera, hinchada por la humedad y empujé para ver si cedía, pues no tenía ningún tipo de llamador o cerrojo. Tras varios intentos, esta cedió hacia dentro y se abrió realizando un escandaloso chirrido, como las viejas y desengrasadas bicicletas cuando pasan un tiempo sin usarse.

      Me detuve delante de aquella oquedad oscura decidiendo si iba a entrar o no, pues era seguro que se trataba de una propiedad privada a la que nadie me había invitado a pasar, además era poco probable que aquella pequeña hubiese entrado por allí pues en ese caso tendría que haber escuchado ese peculiar sonido, a no ser…, que la puerta ya estuviese abierta antes de que la cogiesen.

      Metí la cabeza para ver lo que había tras esta hinchada portezuela de madera vieja y lo único que acerté a ver fue una profunda e inmensa oscuridad, acompañada de un intenso olor a humedad, más propio de los lugares próximos al mar, en el que la humedad reinante en el ambiente se impregna en las paredes, corroyéndolas y formando salitre que las desconcha y agrieta.

      Permanecí ahí aguantando el olor fuerte, a la espera de que se me acostumbrase la vista a la oscuridad para tratar de localizar algún objeto en su interior, mientras intentaba escuchar algún ruido por insignificante que fuese, pero todo aquello fue en balde, no se produjo ningún sonido allí dentro pues lo único que oía era mi respiración acelerada y no vi nada que no fuese la más absoluta obscuridad, con lo que concluí que aquella puerta debía de conducir a una habitación cerrada, fría y húmeda.

      Pero

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