La visión teológica de Óscar Romero. Edgardo Antonio Colón Emeric

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La visión teológica de Óscar Romero - Edgardo Antonio Colón Emeric

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de noticias, de lectura profética del signo de los tiempos. Como ya mencioné, esta era una práctica homilética genuinamente novedosa para la predicación católica en El Salvador, y estaba lejos de ser apreciada universalmente.135

      En ese tercer domingo después de Epifanía en 1980, Romero predica sobre las celebraciones eclesiales de la semana: una misa por el aniversario del fallecimiento de un sacerdote y cuatro niños, la elección de un nuevo líder para una comunidad religiosa y ceremonias que marcan la semana de oración por la unidad cristiana. Romero ve al Espíritu Santo que emanaba de Jesús en el trabajo de una escuela para vocaciones adultas al sacerdocio y en una parroquia donde las mujeres jóvenes hacen votos religiosos mientras se comprometen a vivir dentro de la comunidad que las rodea. “Felices son”, dice Romero, “si se dejan invadir por el Espíritu Santo” (Homilías, 6:236; 27/1/1980). Estos eventos pueden parecer triviales hasta que uno recuerda que una de las consignas de la derecha militante era: “Haga patria, mate a un sacerdote” (Homilías, 1:82; 15/5/1977).

      Romero lee de cartas que recibió durante la semana. Lee una de una monja que ofrece palabras de aliento, esperanza y profecía a Romero: “Dios nos ama, no hay que dudarlo, y espera algo de todo esto, algo grande. A mí no me cabe el que tanto dolor y sangre no germinen un día en una buena cosecha” (Homilías, 6:237: 27/1/1980). Lee de la catequesis de Juan Pablo II sobre la unidad cristiana y de su discurso al cuerpo diplomático. Lee en las palabras del Papa un sermón de Dios alentando a todos los cristianos en El Salvador a tomar el micrófono y hablar en nombre del bien común para todos, en lugar de buscar la aprobación de unos pocos privilegiados. Romero también lee una carta de los campesinos que están siendo amenazados de muerte si no se unen a un sindicato de agricultores cristianos. Como los campesinos ni siquiera podían escribir sus nombres, firmaron la carta con la impresión de sus pulgares.

      Uno de los aspectos más llamativos de la narración de Romero sobre la vida de la iglesia y los eventos de la semana es su atención a los nombres de las personas. Pide justicia para José María Murillo, Aníbal Corado Tejada, Emilio Estrada Alegría, Santos Rivas Lemus, Antonio Alas Pocasangre, Fidel Américo González, Efraín Ernesto González, Juan Umaña y un joven no identificado, todos campesinos que fueron arrastrados de sus casas, torturadas, asesinados y dejados a la intemperie por las fuerzas del gobierno en represalia por la muerte de dos guardias nacionales. El gobierno también escucha atentamente esta parte de los sermones porque su campaña de mentiras y desinformación era tan efectiva que incluso algunos funcionarios propios no siempre sabían realmente lo que estaba sucediendo en el país.

      Romero se solidariza con aquellos que experimentan la presión de las fuerzas de derecha e izquierda. Pide la liberación del Sr. Dunn, ex embajador de Sudáfrica, secuestrado presuntamente por guerrilleros marxistas. Sabiendo que es posible que los secuestradores escuchen el sermón, dice: “Esta es la orientación de la Iglesia, los derechos del hombre, ante los cuales no hay que encapricharse con cosas imposibles, sino saber subordinar a la dignidad del hombre –sea quien sea, porque es hijo de Dios” (Homilías, 6:241; 27/1/1980). Para Romero, los derechos humanos no son una abstracción; tienen nombres y rostros concretos.

      En cuanto a los eventos de la semana en la sociedad salvadoreña, Romero centra su atención en una masacre ocurrida el martes anterior, el 22 de enero. Ese mismo día, en 1932, el General Martínez inició una campaña de represión contra un grupo en su mayoría indígena que abogaban por la reforma agraria. Bajo la bandera de la supresión de los comunistas, el general eliminó efectivamente a la población indígena de El Salvador. Cuarenta y ocho años después, en 1980, varias organizaciones de izquierda organizaron la marcha más grande que el país haya visto. Partieron del monumento a El Divino Salvador del Mundo y caminaron hacia el centro de la ciudad. A medida que se acercaban al palacio nacional, los manifestantes se encontraron con fuego de ametralladoras. Algunos fueron asesinados, muchos fueron heridos. La multitud se dispersó y buscó refugio donde pudo. Alrededor de trescientos encontraron refugio en la catedral. Romero trabajó para ayudar a los refugiados en las oficinas de la archidiócesis, donde recibieron comida y cuidados. El gobierno intentó controlar la noticia al tomar control de todas las transmisoras de radio, bombardear YSAX y publicar una versión de los eventos que colocaron la responsabilidad de la violencia sobre los hombros de los manifestantes. El arzobispo nombró rápidamente una comisión especial para investigar los hechos.

      Romero recibe el informe de su comisión de investigación y lee diez puntos del mismo. En resumen, la versión gubernamental de los eventos es falsa. Los manifestantes marchaban pacíficamente, y los militares abrieron fuego sin ninguna provocación previa. La narración de los hechos por parte de Romero es frecuentemente interrumpida por aplausos masivos de la congregación. En palabras de uno de sus intérpretes, “la predicación de Romero fue oportuna, no solo porque contó meticulosamente las tragedias lamentables y las injusticias escandalosas de la semana anterior, sino porque frente a esos acontecimientos había llegado a una respuesta cuidadosamente discernida y valientemente articulada, que sus oyentes reconocieron casi instantáneamente como la voz de Aquel que es justo y compasivo”.136

      Pero Romero no se queda con solo la lectura del informe. A continuación, ofrece su juicio pastoral. En primer lugar, se dirige a las víctimas y sus familiares. Les ofrece la esperanza del evangelio, las oraciones de la iglesia y su solidaridad pastoral.137 En segundo lugar, se dirige al gobierno. Le pide que cese la represión y detenga a sus fuerzas de seguridad.138 Finalmente, habla a las organizaciones populares. Las elogia por su moderación frente a las acciones provocativas del gobierno y los exhorta a alejarse deliberadamente de la violencia.139

      Romero concluye afirmando su convicción de que la homilía ha hecho su trabajo: ha iluminado la realidad de los tiempos a la luz de la palabra de Dios. Invita a sus oyentes a unirse al sacrificio eucarístico de Cristo y a clamar a Dios desde lo más profundo de su alma por su país y su gente, para que todos puedan encontrar los caminos que Dios quiere en lugar de los marcados por la sangre y el sufrimiento. Termina pidiéndole a la congregación que se pare y profese el credo.

      La predicación de “La homilía, actualización de la Palabra de Dios” es la reflexión más desarrollada y sostenida de Romero sobre la tarea homilética.140 Ese domingo de enero de 1980, Romero condujo a su congregación al misterio de la predicación. Los sermones de Romero son como dípticos. En un panel está Cristo como la palabra del Padre, la Palabra que da vida a la iglesia. En el otro panel están los eventos en la vida de la iglesia y la sociedad salvadoreña que están iluminados por esta Palabra luminosa. Los paneles deben verse juntos. John Drury ofrece una interpretación de cómo funcionan los dípticos.141 “A diferencia de un tríptico, un díptico no tiene un panel central. Su centro es una bisagra, en un sentido, nada en absoluto. Así el ojo no puede descansar. Sin un centro al que volver después de vagar, debe pasar de un panel a través de la división a otro a través de la división, viajando entre los dos mundos como lo hacen los ángeles”.142

      El dinamismo espiritual requerido para la contemplación del díptico es una analogía adecuada para el enfoque homilético de Romero. Su proclamación se mueve hacia adelante y hacia atrás entre la interpretación de las Escrituras y los signos de los tiempos. La luz siempre viene del panel de escrituras. El panel de los hechos refleja la luz y también le enseña a uno dónde y cómo pararse para poder ver mejor esta luz. Los predicadores tienen la tarea de contemplar estos dos paneles juntos. Deben leer los “signos de los tiempos” a la luz de Cristo y luego comunicar lo que se ha contemplado al dejarse servir como micrófonos de Cristo. La bisagra no es “nada”, como lo llama Drury, sino el Espíritu Santo que une la palabra de Dios encontrada en las Escrituras con el cuerpo de la Palabra en la historia, la iglesia. El movimiento entre los paneles no es un ojo errante, distraído, sino un discernimiento dirigido por el Espíritu. En su predicación, Romero no solo está transmitiendo a la congregación lo que ha contemplado, sino que está modelando para ellos una práctica de contemplación que pueden usar para iluminar sus propias vidas diarias.143

      La predicación, en consecuencia, tiene dimensiones

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