Despierta a mi lado - Placaje a tu corazon. Lorraine Murray

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Despierta a mi lado - Placaje a tu corazon - Lorraine Murray Tiffany

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me puse a ello nada más llegar esta mañana. Disponemos de un par de retratos de Piero della Francesa, los de los Duques de Urbino; Filippo Lippi y su Virgen con el Niño y Los Ángeles, aunque a mí este no me encaja en lo que entiendo que quieren mostrar.

      –¿Algo más moderno?

      –Algo de Bronzino, Retrato de Leonor de Toledo con su hijo Juan, del XVI. Y un Bacco de Caravaggio de finales del XVI. Por ahora es lo que tengo.

      –Para empezar no está mal. Aunque necesitaremos algunos más…

      –¿Cuántos necesita la signorina escocesa para la muestra? –le preguntó con un tono que a Fabrizzio no pareció agradarle en exceso. Sobre todo cuando se refirió a Fiona como signorina escocesa. Pero por ahora lo dejaría pasar. Tampoco había por qué estar discutiendo a cada momento con Carlo. Además, ¿qué podía importarle a él? Y si tanto le afectaban las bromas de su colega, tal vez fuera mejor no dejar a Fiona a su cargo. ¿Acaso temía que Carlo pudiera seducirla? No. Fiona no buscaba un romance en Florencia. Iba en busca de cuadros para su exposición. Nada más. Para ella, era lo más importante.

      –No lo sé. No le he preguntado. Imagino que cuantos más mejor. Seguramente, después deberá elegir aquellos que más se ajusten a sus necesidades. No lo sé –le explicó con un toque de mal humor que no pasó desapercibido para Carlo.

      –¿No has dormido bien?

      –¿Por qué me lo preguntas?

      –Porque te noto algo… tenso. Como desquiciado. ¿No te está tratando bien la signorina? –le preguntó con un tono de vacile que encendió aún más el ánimo de Fabrizzio.

      –Céntrate en tu trabajo, Carlo. Y deja en paz a Fiona.

      –Ah, por fin conozco su nombre. La signorina Fiona. Por cierto, ¿es de las que se viste con falda de cuadritos y va con una gaita bajo el brazo? Siempre he sentido curiosidad por saber si llevan algo debajo del kilt –le confesó sin abandonar su gesto divertido.

      –Deja ya ese tono de burla. Y céntrate en tu trabajo. Cualquier cosa que suceda llámame. De lo contrario nos veremos mañana.

      –Descuida, jefe. Ciao.

      Pulsó la tecla de fin de llamada y sacudió la cabeza sin poder creer que Carlo le estuviera vacilando de aquella manera. ¿Qué pretendía con sus preguntas sobre Fiona? ¿Acaso se le había pasado por la cabeza…? No, por favor. No podía creer que ello pudiera suceder. Aunque, bien pensado, todo era posible. Se quedó mirando fijamente la pantalla de su teléfono cuando la voz risueña de Fiona captó su atención. No pudo evitar levantar su mirada hacia ella para empaparse de su presencia. Por un breve instante cerró los ojos y maldijo en voz baja. En verdad que aquella signorina lo estaba volviendo loco, pero ¿qué podía hacer? Le había dejado claro que el trabajo era lo primero. Y después de hablar con David minutos antes le había quedado más claro aún que debería mantenerse alejado de ella. Pero, ¿cómo haría para no acercarse?

      La observó avanzar despacio por el pasillo mientras charlaba con Margaret. Fabrizzio recordó su nombre y su cargo en la National Gallery: ella era la restauradora del museo. Fiona no parecía haberse fijado en él y eso le permitía cierta licencia para recrearse en su figura. Iba vestida con una camisa de color oscuro, cuyas mangas dejaban ver sus antebrazos, y un par de vaqueros desgastados con botas negras. Nunca había conocido a una mujer a la que le sentaran los vaqueros como a ella. Ceñidos a sus caderas y muslos en su justa medida. La imagen de Fiona enfundada en un kilt escocés le vino a la mente cuando recordó las palabras de Carlo. Sonrió divertido mientras ella se acercaba. No iba a confesarle a Carlo que no solo no le había visto las piernas sino que además había pasado sus manos por ellas. Había sentido su piel cremosa, tersa y suave bajo sus labios cuando las había recorrido dejando un reguero de besos sensuales hasta llegar a su cadera y posteriormente su firme vientre hasta perderse entre sus muslos.

      Fiona no lo vio hasta que casi se chocó con él y entonces todo en ella se descolocó. Margaret se dio cuenta de este hecho y se limitó a sonreír con picardía, pero sin revelarle lo que percibía en la mirada de aquel apuesto italiano ni que se había dado cuenta de cómo había enrojecido Fiona en un solo momento. Sonrió divertida o azorada por aquel pequeño encontronazo mientras buscaba las palabras adecuadas.

      –Te estaba buscando, y mira por dónde… –le dijo Fabrizzio tratando de que su mirada no se demorara demasiado tiempo en el ahora rostro risueño de ella.

      –Oh, vale… –Se sentía cortada por la situación. ¿Qué hacía? ¿Qué había decidido después de la charla de la noche anterior con sus amigas? ¿Le daría una oportunidad a aquello que había entre ellos y que no sabía cómo definir? ¿O se centraría en su trabajo y pasaría de él?–. ¿Conoces a Margaret?

      Tanto Fabrizzio como la restauradora se miraron sin saber muy bien qué era lo que tenían que hacer. Era como si Fiona intentara escapar de una situación ¿comprometida?

      –Sí, nos conocemos –asintió Margaret–. ¿Cómo marcha todo?

      –Bien, bien. Iba a comentarle a Fiona una par de cosas acerca de la exposición –le respondió algo cohibido por la manera en la que la Margaret lo miraba. ¿Es que sabía algo? ¿Tal vez lo intuía? Su sonrisa pareció delatarla.

      –En ese caso le dejo en buenas manos –asintió mirando a Fiona sin abandonar esa sonrisa de complicidad con ella.

      Fiona siguió a Margaret con la mirada en un intento por evitar la de Fabrizzio, ya que era consciente de lo que esta le provocaría. Mientras él permanecía perdido en la profundidad de sus ojos oscuros y seguía preguntándose qué tenía aquella muchacha para hacerle sentir como un colegial. Cuando por fin lo miró de frente y le sonrió, Fabrizzio creyó que no resistiría mucho tiempo sin rodearla por la cintura para atraerlo hacia él y besarla. ¡Al diablo con la exposición! ¡Con los retratistas italianos! ¡Qué mejor retrato tenía ante él que el de la mujer que lo hacía sentirse así!

      –¿Qué querías decirme? –le preguntó en una especie de susurro que salió a duras penas a través de sus labios. No sabía muy bien qué hacían allí en mitad del pasillo, donde todos podían verlos y cuchichear–. ¿Vamos a mi despacho?

      Su sugerencia era de lo más acertada, pensó Fabrizzio mientras caminaba a su lado dejando que sus brazos se rozaran. Quería mantener la mirada al frente, quería no pensar que ella caminaba junto a él y que sus dedos podían rozarse sin pretenderlo. Pero era imposible abstraerse a toda ella.

      –Entra –le dijo mientras le cedía el paso y Fabrizzio penetraba en su despacho–. Espero que sepas perdonar mi desorden –le dijo con una risa nerviosa, mientras cerraba la puerta a su espalda. Estaba nerviosa ante la presencia de él, que echaba un vistazo a las estanterías del despacho. Fiona se quedó de pie, apoyada sobre el borde de la mesa con los brazos cruzados sobre el pecho, observando con curiosidad a Fabrizzio. Infinidad de situaciones y preguntas vinieron a su mente como un torrente desbordado.

      –La verdad es que cuentas con libros muy interesantes en el campo del Renacimiento –le comentó pasando el dedo por estos y fijando su atención en los títulos, como si buscara uno en particular.

      –He procurado rodearme de los mejores en ese campo –se apresuró a decirle para no parecer que estaba ida mientras lo observaba.

      –Ya, pero he de decirte que te faltan un par de ellos. Imprescindibles.

      –¿De verdad? –preguntó mientras se acercaba hasta él para comprobar

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