Un mar de amor. Debbie Macomber

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Un mar de amor - Debbie Macomber elit

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¿Sola? ¿Asustada? ¿Embarazada?

      Él había mantenido el control hasta que ella lo había besado. Recordaba la dulzura y timidez con que lo había hecho, sus labios con sabor a algodón de azúcar. Era cálida y delicada. Pero eso no era sólo lo que le atormentaba. Su fragancia continuaba obsesionándole. No era un perfume comercial. Sólo podía describirlo como si caminara por un campo de flores silvestres que le llegaran a la cintura.

      La joven había irrumpido en su vida removiendo todos sus sentidos, y después, sin una palabra, se había desvanecido, dejándolo en medio de la confusión y la amargura.

      ¡Maldición! Había empleado demasiado tiempo y energía tratando de encontrarla. Regresaría a su vida ordenada y se olvidaría de esa joven, algo que probablemente ella ya habría hecho.

      Si tan sólo pudiera olvidarla…

      —Papá — suplicó Hannah suavemente y contuvo los sollozos—. Di algo.

      La verdad estaba dicha y Hannah esperaba el estallido de ira que merecía.

      Para su sorpresa, su padre no dijo nada. Se sentó en su silla, los ojos muy abiertos, aunque sin mirarla, y la cara carente de expresión. Se incorporó trabajosamente, como si hubiera envejecido de pronto, y salió por la puerta de atrás sin decir palabra.

      Hannah lo siguió con los ojos llenos de lágrimas. Su padre atravesó el césped y entró en la antigua y blanca iglesia. Hannah esperó quince minutos y lo siguió. Lo encontró arrodillado delante del altar.

      —Papá —susurró como una niña asustada.

      Estaba asustada. No por lo que él pudiera decir o hacer, sino por las complejas circunstancias que rodeaban su embarazo.

      George Raymond abrió los ojos y se incorporó apoyando la mano sobre su rodilla. La miró y trató de sonreír en un débil intento de consolarla. La tomó de la mano y juntos se sentaron en uno de los bancos.

      La joven trataba de contener las lágrimas. Lo que había hecho era una irresponsabilidad. Motivada por su angustia se había rebelado contra todo lo que le habían enseñado, una actitud completamente opuesta a la que había observado siempre.

      Si podía dar alguna excusa era que no había sido ella misma. Las horas pasadas al lado de Riley habían sido las primeras en días, en semanas, en las que pudo superar su pena por la pérdida de Jerry, el único hombre al que había amado. Se sentía abatida y había buscado el consuelo de un extraño. Y ahora debía enfrentarse al hecho de que la mayor indiscreción de su vida iba a dar frutos.

      Aun cuando no hubiera estado embarazada, aun cuando hubiera podido esconder durante toda su vida lo que había ocurrido esa noche, ella había cambiado. No sólo física, sino emocionalmente. Había pensado que una vez que abandonara el hotel nunca pensaría en Riley otra vez. Pero pensaba en él constantemente, aun en contra de su voluntad.

      —Lo siento, papá —susurró—. Lo siento tanto….

      El reverendo la estrechó en sus brazos tiernamente.

      —Lo sé, Hannah, lo sé.

      —Se había equivocado… Estaba enfadada con Dios por haberse llevado a Jerry. Lo quería tanto…

      Con una ternura que hirió su corazón, su padre le quitó los cabellos de la cara.

      —Necesitaba estar a solas unos minutos para pensar en esta situación y me han recordado que Dios no comete errores. Ese niño que crece en tu interior está ahí por una razón. No puedo explicarlo, como tampoco puedo explicar por qué Dios se llevó a Jerry, pero tú vas a tener un bebé y lo único que podemos hacer es aceptarlo.

      Hannah asintió sin saber qué decir. No se merecía un padre tan maravilloso.

      —Te quiero, Hannah. Sí, estoy herido. Sí, estoy disgustado por tu falta de juicio. Pero no hay nada que puedas hacer para que deje de quererte, porque eres mi hija.

      Hannah cerró los ojos y respiró hondo.

      —Ahora dime su nombre —dijo y se apartó de ella.

      —Riley Murdock —susurró y bajó los ojos—. Sólo nos vimos una vez, la noche del desfile de las antorchas. Está en la Marina, pero no sé dónde.

      Encontrarlo sería imposible y Hannah se alegraba de ello. No quería pensar en lo que diría o haría al saber que esperaba un hijo suyo. No sabía siquiera si la recordaba.

      George Raymond tomó la mano de su hija entre las suyas y nuevamente Hannah comprobó lo frágil que parecía. Las líneas de su rostro estaban muy acentuadas y tenía muchas canas. Era curioso que no lo hubiera notado antes. Los cambios habían ocurrido a partir de la muerte de Jerry, pero ella estaba tan sumida en su dolor que no se había dado cuenta de que él también compartía su pena.

      —Lo primero que tenemos que hacer —dijo suavemente— es pedir una cita con el médico. Estoy seguro de que Doc Hanson te verá a primera hora del lunes. Lo llamaré personalmente.

      Hannah asintió. Como no quería afrontar la verdad, había demorado la visita con el médico más de lo conveniente. Doc Hanson era amigo de la familia y sería discreto.

      —Entonces —dijo Hannah con un profundo suspiro—, debemos decidir adónde debo ir.

      —¿Ir? —preguntó el reverendo Raymond, su noble rostro oscurecido por la tristeza.

      —No podré seguir viviendo aquí —dijo la joven.

      No pensaba en ella, sino en su padre y en la memoria de Jerry.

      —Pero ¿por qué, Hannah?

      —Todos creerán que el niño es de Jerry y no puedo mentirles.

      —Simplemente les explicaremos que no lo es.

      —¿Crees honestamente que la congregación me creerá? Tengo que marcharme, papá —dijo con firmeza.

      Por el bien de su padre debía irse de Seattle. Siempre había sido muy buen padre y seguramente habría en la iglesia quienes lo calumniarían por lo que ella había hecho. Por supuesto que habría también quienes lo apoyarían, pero ella no podría soportar verlo sufrir por su causa.

      —Iré a vivir con tía Helen hasta que nazca el bebé.

      —¿Y después qué? —preguntó su padre.

      —No lo sé. Ya veré qué hago cuando llegue ese momento.

      —Todavía no tenemos que decidir nada —dijo su padre, aunque con rostro preocupado.

      La preocupación no desapareció del rostro de George Raymond a partir de entonces. Hannah había ido a ver a Doc Hanson, quien le confirmó lo que ella ya sabía. Le mandó a hacer análisis y le recetó hierro y vitaminas porque tenía anemia. Fue amable y no le hizo ninguna pregunta, lo cual Hannah agradeció.

      Un viernes por la tarde Hannah llegó a casa extenuada después de su trabajo como auxiliar financiera de una importante compañía de seguros. Habían pasado dos semanas desde que le dijera a su padre que estaba embarazada. Al entrar, lo encontró sentado en su silla,

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