Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis A. Machado

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como ellos. La enorme masa de personas que vio Doremus, orgullosa en sus asientos o de pie como sardinas en los pasillos, entre un hedor a ropa húmeda, no era romántica; era gente preocupada por la plancha, la bandeja de ensalada de patata, la cartulina de corchetes, el crédito del taxi que se chupaba el dinero como una sanguijuela y, en casa, los pañales del bebé, la cuchilla roma de la maquinilla de afeitar y el espantoso aumento de los precios del filete de cadera y el pollo kosher. Además, había unos pocos funcionarios de la administración pública, carteros y porteros de pequeños bloques de apartamentos, muy orgullosos y curiosamente elegantes con sus trajes de confección de diecisiete dólares y sus corbatas de seda con el nudo flojo, que alardeaban: “No sé por qué todos estos vagos reciben ayudas del Estado. Yo no soy ningún lumbreras, pero mira, ¡desde 1929, nunca he ganado menos de dos mil dólares al año!”

      Campesinos de Manhattan. Gente amable y trabajadora, generosa con sus ancianos y ansiosa por encontrar cualquier remedio urgente para esa enfermedad: la preocupación de perder su puesto de trabajo.

      El material más sumiso para cualquier agitador.

      El histórico mitin se inició con una extremada monotonía. La banda de un regimiento tocó la barcarola de los Cuentos de Hoffman, sin mostrar ningún tipo de trascendencia ni una vivacidad especial. El reverendo Dr. Hendrik Van Lollop, de la iglesia luterana de la Santa Parábola, ofreció sus oraciones, pero el público podía sentir que no habían sido aceptadas. El senador Porkwood pronunció una disertación sobre el senador Windrip, compuesta a partes iguales por su adoración apostólica por Buzz y por las muletillas (este, esto, bueno...) que el honorable siempre intercalaba entre sus palabras.

      Todavía no se veía a Windrip por ninguna parte.

      El coronel Dewey Haik, promotor de la candidatura de Buzz en la convención de Cleveland, estuvo bastante mejor. Contó tres chistes y una anécdota sobre una fiel paloma mensajera, que en la Gran Guerra pareció entender mejor que muchos de los soldados la razón por la que los estadounidenses estaban allí luchando por Francia contra Alemania. La relación que tenía este heroico pájaro con las virtudes del senador Windrip no era evidente, pero, después de haberse tragado el sermón del senador Porkwood, el público agradeció este toque de valor militar.

      A Doremus le pareció que el coronel Haik no estaba simplemente divagando, sino que se dirigía hacia algo definitivo. Su voz se volvió más insistente. Empezó a hablar de Windrip: “mi amigo, el único hombre que se atreve a coger al toro monetario por los cuernos, el hombre que, con su gran y sencillo corazón, atesora las penas de cada ciudadano de a pie, como hizo en su día Abraham Lincoln con su envolvente ternura”. A continuación, señalando como un loco hacia una entrada lateral, chilló: “¡Y aquí está! ¡Queridos amigos: Buzz Windrip!”

      La banda tocó estrepitosamente “The Campbells Are Coming”. Un escuadrón de Minute Men, elegantes como una guardia a caballo y portando largas lanzas con banderines llenos de estrellas, entró orgulloso a la enorme hondonada del auditorio. Detrás, vestido con un viejo traje gastado de sarga azul y retorciendo nerviosamente un sombrero flexible manchado de sudor, encorvado y cansado, avanzaba con dificultad Berzelius Windrip. Los espectadores pegaron un salto, empujándose los unos a los otros para echar un vistazo al salvador y aplaudiendo a rabiar.

      Windrip dio un respingo con total naturalidad. El público sintió bastante pena por lo torpemente que subió los escalones laterales hasta el estrado, en el centro del escenario. Luego se paró, miró fijamente al vacío con ojos sabios y graznó con monotonía:

      “La primera vez que vine a Nueva York era un pardillo... ¡No, no os riáis, quizá siga siéndolo! Pero ya me habían elegido senador de Estados Unidos y, por cómo me habían alabado en mi estado natal, pensaba que era bastante famoso. Pensaba que mi nombre era tan conocido como el de Al Capone, los cigarrillos Camel o el aceite de ricino Castoria. Pero pasé por Nueva York de camino a Washington y, fijaos, en los tres días que me tiré sentado en el vestíbulo de mi hotel ¡la única persona que me dirigió la palabra fue el detective del hotel! Me hizo mucha ilusión cuando se acercó para hablarme... Pensé que iba a decirme que toda la ciudad estaba encantada por haberme dignado a visitarles. ¡Pero solo quería saber si era un huésped del hotel y si tenía derecho a ocupar una silla del vestíbulo permanentemente! ¡Y esta noche, queridos amigos, estoy casi tan asustado de la vieja Gotham2 como en tonces!”

      Las risas y los aplausos fueron bastante razonables, pero los orgullosos votantes se quedaron decepcionados por su acento (arrastraba las vocales) y su tediosa humildad.

      Doremus se estremeció esperanzado: “¡Quizá no salga elegido!”

      Windrip explicó resumidamente su conocidísimo programa. A Doremus solo le interesó observar que Windrip citó incorrectamente sus propias cifras del punto cinco, sobre la limitación de las fortunas.

      Luego pasó a hablar extasiado de ideas generales: un batiburrillo de correctas opiniones sobre la Justicia, la Libertad, la Igualdad, el Orden, la Prosperidad, el Patriotismo y otros términos abstractos, muy nobles pero escurridizos.

      Doremus pensó que se estaba aburriendo. De repente descubrió que, en algún momento del que no se había percatado, se había ensimismado y entusiasmado.

      Había algo en la intensidad con que Windrip contemplaba a su público, a todos ellos (su mirada les abarcaba lentamente desde el asiento más alto hasta el más cercano), que les convenció de que les estaba hablando a cada uno directa y personalmente; que quería meterles a todos en su corazón; y que les estaba contando la verdad, todos esos datos imperiosos y peligrosos que les habían ocultado hasta ahora.

      “Dicen que quiero dinero..., ¡poder! ¡Pues, fijaos! He rechazado ofertas de bufetes de abogados, aquí mismo, en Nueva York, por tres veces el salario que recibiré como presidente. Y el poder... Bueno, el presidente está al servicio de cada habitante del país y no solo de los considerados, sino también de cualquier pesado que le moleste con telegramas, por teléfono o por carta. Y aun así, es verdad, es la pura verdad que quiero poder: un poder grande, fabuloso e imperial. Pero no para mí..., ¡no! ¡Para vosotros! El poder de vuestro permiso para aplastar a los financieros judíos, que os han esclavizado y os están matando a trabajar para pagar los intereses de sus obligaciones; a los codiciosos banqueros (¡no todos ellos judíos!); y a los sindicalistas deshonestos, tanto como a los empresarios deshonestos. Pero, sobre todo, a los cobardes espías de Moscú que quieren obligaros a lamerles las botas a sus tiranos autoproclamados, que no gobiernan con amor y lealtad (como yo quiero), ¡sino con el horrible poder del látigo, la celda oscura y el revólver automático!”

      Luego, pintó un paraíso democrático en el que, tras destruir la vieja maquinaria política, cada trabajador, por muy humilde que fuera, sería rey y señor y dominaría a los representantes elegidos de entre su propia clase de gente. Dichos representantes no se volverían indiferentes una vez estuvieran lejos, en Washington (como habían hecho hasta ahora), sino que seguirían atentos al interés público gracias a la supervisión de un ejecutivo reforzado.

      Por un momento sonó casi razonable.

      El actor supremo, Buzz Windrip, era vehemente, pero nunca deliraba de forma grotesca. No gesticulaba con demasiada exageración; únicamente, como el Gene Debs de antaño, extendía un índice huesudo que parecía pincharles a todos y cada uno de ellos y engancharles el corazón. Eran sus ojos de loco, ojos grandes y trágicos que miraban fijamente, lo que les sobresaltaba; y su voz, ora bramando, ora suplicando humildemente, lo que les tranquilizaba.

      Obviamente, se trataba de un líder honesto y compasivo; un hombre con grandes pesares, familiarizado con las penas.

      Doremus se sorprendió: “¡Vaya! ¡Pero si es un tipo genial cuando se le conoce!

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