Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis
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Doremus gimió en su fuero interno: “¡Dios mío, Shad! ¡Y pensar que haces esto cuando deberías estar trabajando para mí!”
Sissy Jessup se sentó en el estribo de su coupé (suyo por derecho de ocupante) con Julian Falck, que había venido de Amherst para el fin de semana, y Malcolm Tasbrough, apretujados a ambos lados.
“¡Oh, venga! Vamos a dejar de hablar de política. Windrip va a salir elegido, así que, ¿por qué perder el tiempo rajando cuando podríamos bajar al río y pegarnos un baño?”, se quejó Malcolm.
“No va a ganar sin que opongamos una dura resistencia. Voy a hablar con los alumnos del instituto esta noche... Intentaré convencerles para que les digan a sus padres que deben votar a Trowbridge o Roosevelt”, respondió bruscamente Julian Falck.
“¡Ja, ja, ja! ¡Y por supuesto los padres estarán encantados de hacer lo que les digas, Julian! ¡Vosotros los universitarios sois increibles! Además, ¿quieres ponerte serio con este estúpido asunto?”, Malcolm poseía la insolente seguridad en sí mismo que le proporcionaban sus músculos, su brillante pelo negro y su gran coche propio; era el líder perfecto de los Camisas Negras y miró con desprecio a Julian, quien, aunque tenía un año más, era pálido y más bien delgado. “De hecho, será bueno tener a Buzz. Acabará rápidamente con todo este radicalismo, toda esta libertad de expresión y toda esta difamación de nuestras instituciones más básicas...”
“El American de Boston, el martes pasado, página ocho”, murmuró Sissy.
“... ¡Y no me extraña que tengas miedo de él, Julian! Sin duda meterá en la trena a alguno de tus profes anarquistas preferidos de Amherst. ¡Y quizá a ti también, camarada!”
Los dos jóvenes se miraron con una furia medida. Sissy les calmó protestando: “¡Por Dios! ¿Podéis dejar de pelear?... ¡Ay, queridos, estas asquerosas elecciones! ¡Asquerosas! Parece que están dividiendo a todas las poblaciones, a todos los hogares... ¡Mi pobre padre! ¡Está muy afectado!”
No quedaré satisfecho hasta que este país pueda producir cualquier cosa que necesite, incluso café, cacao y goma, para así mantener todos nuestros dólares en casa. Si podemos hacer esto y, al mismo tiempo, aumentar el tráfico de turistas para que vengan extranjeros de todos los rincones del planeta a ver maravillas tan extraordinarias como el Gran Cañón, los parques de Yellowstone y Glacier, los excelentes hoteles de Chicago, etc., dejándonos así su dinero aquí, tendremos tal balanza comercial que podremos superar mi idea, a menudo criticada pero completamente sensata, de 3.000 a 5.000$ al año para cada familia; es decir, para cada familia realmente estadounidense. Lo que queremos es esta ambiciosa visión de futuro; no todas esas tonterías de perder el tiempo en Ginebra y charlar sin parar en Lugano, dondequiera que esté ese lugar.
La hora cero, Berzelius Windrip.
EL DÍA de las elecciones caería en un martes, el tres de noviembre. El domingo uno, por la noche, el senador Windrip representó el final de su campaña en un mitin masivo en el Madison Square Garden de Nueva York, que albergó a unas 19.000 personas, contando con los asientos y las localidades de pie. Una semana antes del mitin ya se habían vendido todas las entradas, con precios entre los cinco centavos y los cinco dólares; luego, los especuladores las revendieron por entre uno y veinte dólares.
Doremus había conseguido una sola entrada gracias a un conocido que trabajaba en uno de los periódicos de Hearst (los únicos diarios neoyorquinos que apoyaban a Windrip). Así, el uno de noviembre por la tarde recorrió las trescientas millas que le separaban de Nueva York, para visitar la ciudad por primera vez en tres años.
Había hecho frío en Vermont y había nevado antes de tiempo, pero los copos blancos se posaban en la tierra tan delicadamente y se respiraba un aire tan impoluto, que el mundo parecía un carnaval plateado abandonado al silencio. Incluso en las noches sin luna surgía un resplandor pálido de la nieve, de la misma tierra, y las estrellas eran gotas de metal fundido.
Siguiendo al mozo de las maletas que llevaba su gastada bolsa de viaje, Doremus salió de la estación central de Nueva York a las seis en punto y se encontró un goteo gris de lluvia sucia y fría: el agua de fregar los platos en la cocina del cielo. Las famosas torres que esperaba ver en la calle cuarenta y dos estaban muertas, envueltas en sus vendajes de momia compuestos por jirones de niebla. Y en cuanto a la muchedumbre que, con un cruel desinterés, pasaba a toda prisa junto a él (una mancha nueva de rostros desconsiderados a cada segundo), el hombrecito de Fort Beulah solo pudo pensar que en Nueva York se estaría celebrando la feria del condado bajo esta pegajosa llovizna o que había un gran incendio en algún lugar.
Por prudencia, había previsto usar el metro para ahorrar dinero (¡los acaudalados burgueses de pueblo son tan pobres en la ciudad de los jardines babilonios!) e incluso recordó que en Manhattan todavía quedaban tranvías por cinco centavos el trayecto, en los que un pueblerino se podía entretener mirando a los marineros, los poetas y las mujeres con chales procedentes de las estepas de Kazajstán. Se había quitado de encima al mozo de las maletas con lo que consideraba una sofisticada urbanidad: “Creo que cogeré un tranvía; solo son unas pocas manzanas.” Sin embargo, ensordecido, mareado y tras recibir varios codazos de la muchedumbre, empapado y deprimido, se refugió en un taxi y luego deseó no haberlo hecho, al ver el resbaladizo pavimento color goma y quedarse su vehículo atascado entre otros coches que apestaban a monóxido de carbono, tocando la bocina frenéticamente para liberarse del atasco; un grupo de ovejas robóticas balando aterrorizadas con sus pulmones mecánicos de cien caballos.
Vaciló tímidamente antes de salir otra vez de su pequeño hotel, en los West Forties. Cuando lo hizo, avanzando aturdido entre las chillonas dependientas, las coristas fatigadas, los jugadores duros con sus puros y los hermosos jóvenes en Broadway, se sintió como un auténtico Caspar Milquetoast con las botas de goma y el paraguas que Emma le había obligado a llevar.
Se fijó especialmente en algún que otro soldado de imitación, sin armas en la cintura ni rifles, pero vestidos con uniformes como los de la caballería estadounidense de 1870: quepis azules inclinados en la parte superior, guerreras de color azul marino y pantalones azul claro con rayas amarillas en la costura metidos en unas polainas de una especie de goma negra para los que parecían ser soldados rasos, y elegantes botas de cuero negro para los oficiales. Todos llevaban las letras “M.M.” en el lado derecho del cuello y una estrella de cinco puntas en el izquierdo. Había muchísimos; se pavoneaban con un aire arrogante y se abrían paso a codazos entre los civiles; a la gente insignificante como Doremus la miraban con una insolencia glacial.
De repente lo entendió todo.
Estos jóvenes mercenarios eran los “Minute Men”: la tropa privada de Berzelius Windrip, sobre los que Doremus había publicado inquietantes reportajes. Estaba contento y un poco consternado de poder verles ahora..., palabras impresas convertidas en carne brutal.
Tres semanas antes, Windrip anunció que el coronel Dewey Haik había fundado, solo para la campaña, una asociación nacional de clubes de desfiles a favor de Windrip, que se llamaría los Minute Men. Probablemente llevaran en formación varios meses, pues ya contaban con trescientos o cuatrocientos mil miembros. Doremus tenía miedo de que los M.M. se convirtieran en una organización permanente, más amenazadora que el Ku Klux Klan.
Su uniforme recordaba a los Estados Unidos pioneros