Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis
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Lejos de las salas de baile de cálida iluminación, donde todos estos directores de banda con chaquetas rojas se peleaban con voces chillonas para decidir quién dirigiría, por el momento, el tremendo entusiasmo espiritual, muy lejos, en las frescas colinas, un pequeño hombre llamado Doremus Jessup, un simple director de un diario que ni siquiera tocaba el bombo, se preguntaba, confundido, qué debería hacer para salvarse.
Quería seguir a Roosevelt y al partido jeffersoniano, en parte porque admiraba a ese gran hombre y en parte por el placer de escandalizar al anquilosado republicanismo de Vermont. Pero no podía creer que los jeffersonianos tuvieran ninguna posibilidad; lo que sí creía era que, a pesar del olor a naftalina de muchos de sus correligionarios, Walt Trowbridge era un hombre valiente y competente, por lo que, día y noche, Doremus se dedicaba a recorrer el valle de Beulah haciendo campaña a su favor.
Debido a su confusión, en su escritura surgió un pulso firme y desesperado que sorprendió a los lectores habituales del Informer. Por una vez, no era gracioso ni tolerante. Aunque nunca dijo nada peor del partido jeffersoniano que “es demasiado adelantado para su época”, fue a por Buzz Windrip y su panda con látigos, gasolina y escándalos, tanto en los editoriales como en los artículos periodísticos.
En persona, se pasaba todas las mañanas entrando y saliendo de tiendas y casas, discutiendo con los votantes y recabando pequeñas entrevistas.
Esperaba que en Vermont, tradicionalmente republicana, predicar el evangelio de Trowbridge le resultaría una tarea fácil e incluso demasiado monótona. Lo que descubrió fue una desalentadora preferencia por Buzz Windrip, en teoría demócrata. Además, se percató de que dicha preferencia ni siquiera estaba basada en una patética confianza en las promesas de Windrip sobre una felicidad utópica para todo el mundo en general. Se trataba, sobre todo, de una confianza en que el votante y su familia obtendrían más dinero.
De entre todos los factores de la campaña, la mayoría solo se fijó en lo que consideraba el humor de Windrip y en tres puntales de su programa: el cinco, que prometía aumentar los impuestos a los ricos; el diez, que condenaba a los negros, pues nada resulta tan edificante para un agricultor despojado de sus bienes o para un obrero que recibe ayudas del Estado que tener una raza, cualquier raza, a la que poder menospreciar, y, sobre todo, el punto once, que anunciaba, o parecía anunciar, que el trabajador medio recibiría inmediatamente 5.000$ al año. (Y, cada vez más tertulianos de pacotilla explicaban que realmente serían 10.000$. ¡Anda que no! ¡Iban a recibir cada centavo que había ofrecido el Dr. Townsend y todo lo que habían previsto el resto: el fallecido Huey Long, Upton Sinclair y los utópicos!)
Cientos de ancianos del valle de Beulah se lo tragaron de tal manera que entraron sonrientes a la ferretería de Raymond Pridewell para encargar nuevos hornos de cocina, sartenes de aluminio y mobiliarios completos para el baño, a pagar el día después de la toma de posesión. El Sr. Pridewell, un antiguo republicano seguidor de Henry Cabot Lodge y lleno de telarañas, perdió la mitad de su jornada laboral echando a estos felices herederos de fabulosas fortunas, pero ellos siguieron soñando, y Doremus, acosándoles, descubrió que las simples cifras no tienen nada que hacer ante los sueños..., incluso ante el sueño de conseguir nuevos Plymouths, latas de salchichas ilimitadas, cámaras cinematográficas y la perspectiva de no tener que despertarse antes de las 7:30 de la mañana nunca más.
Así respondió Alfred Tizra, apodado “Snake” (serpiente) y amigo de Shad Ledue, jardinero de Doremus. Snake era un camionero duro como el acero y tenía un taxi; había cumplido varias penas por agresión y transporte de alcohol de contrabando. En una época se ganó la vida cazando serpientes de cascabel y víboras cobrizas en el sur de Nueva Inglaterra. Bajo el presidente Windrip, le aseguró burlonamente a Doremus, tendría suficiente dinero para empezar una cadena de bares de carretera en todas las comunidades secas de Vermont.
Aunque a Ed Howland (uno de los tenderos menos importantes de Fort Beulah) y Charley Betts (propietario de una tienda de muebles y un negocio de pompas fúnebres) les molestaba que cualquiera comprara alimentos y muebles (o incluso contratara un entierro) a crédito de Windrip, también estaban totalmente a favor de que la población comprara a crédito otros artículos.
Aras Dilley, un lechero que ocupaba una desvencijada y sucia cabaña en lo alto del monte Terror, junto con su esposa desdentada y siete niños sucios, le gruñó a Doremus (quien con frecuencia le había llevado cestas de comida, cajas de cartuchos para escopeta y montones de cigarrillos): “Bueno, quiero decirle que, cuando el Sr. Windrip salga elegido presidente, ¡nosotros, los granjeros, vamos a fijar los precios de nuestras propias cosechas! ¡Se os acabó el chollo a vosotros, los listillos de la ciudad!”
Doremus no podía culparle. Si Buck Titus, con cincuenta años, parecía un treintañero, Aras, de treinta y cuatro, parecía un cincuentón.
El socio especialmente desagradable de Lorinda Pike en la taberna del Valle de Beulah, un tal Sr. Nipper, al que esperaba perder de vista pronto, combinaba el jactarse de lo rico que era con el regodeo de lo mucho más que se iba a enriquecer bajo el régimen de Windrip. El “profesor” Staubmeyer citaba cosas agradables que Windrip había dicho sobre el aumento de los salarios para los maestros. Para demostrar que al menos su corazón no era judío, Louis Rotenstern se volvió más lírico que cualquiera de ellos. Incluso, Frank Tasbrough (las canteras), Medary Cole (el molino y las grandes inmobiliarias) y R. C. Crowley (el banco), a quienes, es de suponer, no les hacía gracia los planes de introducir impuestos sobre la renta más elevados, sonreían felinamente y daban a entender que Windrip era “un tipo mucho más sensato” de lo que imaginaba la gente.
Sin embargo, en Fort Beulah no había un defensor más activo de Buzz Windrip que Shad Ledue.
Doremus ya sabía que Shad tenía talento para expresar su punto de vista y lucirse; sabía que una vez había convencido al viejo Sr. Pridewell para que le confiara un rifle del calibre 22, valorado en veintitrés dólares; que, fuera del ámbito compuesto por las carboneras y los monos manchados de grasa, había cantado una vez “Rollicky Bill the Sailor” en una reunión masculina de la Antigua Orden Independiente de los Rams; y que estaba dotado de la suficiente memoria para citar los editoriales de los periódicos de Hearst como si se trataran de sus propias reflexiones profundas. Pero, a pesar de conocer todo ese potencial que poseía para una carrera política (no muy por debajo del de Buzz Windrip), Doremus se sorprendió al encontrarse a Shad soltándoles a los trabajadores de la cantera un discurso improvisado a favor de Windrip y, más tarde, como presidente de un mitin en el salón Oddfellows. Shad hablaba poco, pero se burlaba despiadadamente de los seguidores de Trowbridge y Roosevelt.
En los encuentros donde no hablaba, Shad era un guardián incomparable y, gracias a esa apreciada cualidad, fue requerido en mítines a favor de Windrip en lugares tan lejanos como Burlington. Fue él quien, vestido con un uniforme de la milicia y montando hábilmente un gran caballo blanco de tiro, encabezó el último desfile a favor de Windrip, en Rutland..., e importantes hombres de negocios, incluso distribuidores mayoristas de artículos de confección, le llamaban con cariño “Shad”.
Doremus estaba pasmado y se sintió un poco arrepentido por no haber sabido apreciar a este ejemplar recién descubierto; sentado en el salón de la Legión Americana, escuchaba a Shad mientras este bramaba: “No pretendo ser otra cosa que un simple currante, pero existen cuarenta millones de trabajadores como yo. Y todos sabemos que el senador Windrip es el primer estadista en años que piensa en lo que necesita la