Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis A. Machado

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porque las estrellas de la bandera estadounidense tenían cinco puntas, mientras que las del estandarte soviético y la de los judíos (el sello de Salomón) tenían seis.

      Durante esta agitada época de regeneración, nadie se fijó en el hecho de que, en realidad, la estrella soviética también tenía cinco puntas. De todos modos no era mala idea que esta estrella cuestionara a la vez a los judíos y a los bolcheviques; los M.M. tenían buenas intenciones, aunque su simbolismo patinara un poco.

      Sin embargo, lo más astuto de los M.M. era que no llevaban camisas de color, sino únicamente blancas al desfilar y caqui claro en las avanzadas, por lo que Buzz Windrip podía rugir con frecuencia: “¿Camisas negras? ¿Camisas pardas? ¿Camisas rojas? ¡Sí, hombre! ¡Y también camisas con manchas como las vacas! ¡No son más que degenerados uniformes europeos de la tiranía! ¡No, señor! Los Minute Men no son fascistas ni comunistas ni nada de eso, sino simplemente demócratas. ¡Los caballeros defensores de los derechos de los Hombres Olvidados, las tropas de choque de la Libertad!”

      Doremus cenó comida china, un capricho que siempre se permitía cuando estaba en una gran ciudad sin Emma, quien afirmaba que el chow mein no era más que virutas fritas de madera con una salsa de pasta de harina. Aquí se le olvidaron un poco los maliciosos soldados de los M.M.; estaba contento de observar las tallas de madera dorada, los faroles octagonales con pinturas de campesinos chinos (parecidos a muñecos) cruzando puentes con arcos y a cuatro clientes, dos hombres y dos mujeres, que parecían enemigos públicos y se pasaron toda la cena discutiendo con una ferocidad comedida.

      De camino al Madison Square Garden y al mitin culminante de Windrip, se sumergió en una auténtica vorágine. Toda la nación parecía dirigirse al mismo lugar, quejándose. No pudo conseguir ningún taxi y, al recorrer a pie las alrededor de catorce manzanas hasta el Madison Square Garden, bajo la deprimente tormenta, se dio cuenta del humor de perros que tenía la multitud.

      La octava avenida, bordeada por tiendas de baratijas, estaba atestada de gente apagada y desanimada que, aun así, esta noche se sentía alegre gracias al hachís de la esperanza. Abarrotaban las aceras y cubrían casi todo el pavimento, mientras los irritados vehículos se abrían paso con dificultad entre ellos y los policías enfadados acababan siendo empujados y arrastrados (si intentaban ponerse altivos, las animadas dependientas se burlaban de ellos).

      A través del caos, delante de Doremus, se abría paso a codazos una rápida tropa de Minute Men en formación de cuña, dirigida por lo que más tarde reconocería como un corneta de los M.M. No estaban de servicio ni eran agresivos; solo gritaban llenos de entusiasmo y cantaban, “Berzelius Windrip fue a Wash.”; a Doremus le recordaron a un puñado de estudiantes, algo borrachos, de una universidad inferior después de una victoria de su equipo de fútbol americano. Así los recordaría más tarde, meses después, cuando sus enemigos de todo el país empezaron a llamarles con sorna “Mickey Mouses” y “Minnies”.

      Un anciano, arreglado pero con ropa gastada, se puso en medio impidiéndoles el paso y gritó: “¡Al diablo con Buzz! ¡Tres hurras por Roosevelt!”

      Los M.M. explotaron con una ira propia de auténticos matones. El corneta al mando, un hombretón más feo incluso que Shad Ledue, golpeó al anciano en la mandíbula y este se derrumbó de un modo vergonzoso. De repente, surgido de la nada, frente al corneta había un suboficial de marina, corpulento, sonriente y temerario, que bramó con una voz que parecía un huracán: “¡Vaya panda de soldaditos de plomo! ¡Nueve de vosotros contra un abuelo! Muy igualado...”

      El corneta le pegó un puñetazo y este, como respuesta, dejó al corneta sin sentido con un golpe bajo al estómago. En un instante, los otros ocho M.M. se echaron encima del suboficial, como gorriones contra un halcón, que acabó cayendo, su cara de pronto pálida y marcada con gotas de sangre. Los ocho le patearon la cabeza con sus sólidos zapatos de soldado. Todavía le estaban pateando cuando Doremus se escabulló, muy mareado y con un sentimiento total de impotencia.

      No se apartó lo suficientemente rápido y pudo ver cómo un M.M., con cara de niña, labios rojos y ojos de cervatillo, se lanzaba encima del corneta tumbado y, lloriqueando, acariciaba las sonrosadas mejillas de aquel peón con sus tímidos dedos, suaves como pétalos de gardenia.

      Doremus fue testigo de muchas discusiones, varias peleas a puñetazos y una batalla más antes de llegar al auditorio.

      A una manzana de distancia, unos treinta M.M., dirigidos por un líder de batallón (un cargo entre capitán y comandante), empezaron a atacar un mitin callejero de comunistas. Una chica judía, vestida de color caqui y con la cabeza desnuda empapada por la lluvia, estaba implorando desde lo alto de una carretilla: “¡Queridos conciudadanos! ¡No os limitéis a charlar y ‘simpatizar’! ¡Uníos a nosotros! ¡Ahora! ¡Es cuestión de vida o muerte!” A veinte pies de los comunistas, un hombre de mediana edad que parecía un trabajador social estaba explicando lo que era el partido jeffersoniano, recordando los logros del presidente Roosevelt e injuriando a los comunistas de al lado como chiflados borrachos de palabras y antiamericanos. La mitad de los espectadores eran posibles votantes; la otra mitad (como la mitad de cualquier grupo en esta trágica noche de fiesta) eran chicos dando caladas furtivas a sus cigarrillos y vestidos con ropa heredada.

      Los treinta M.M. se lanzaron alegremente a golpear a los comunistas. El líder del batallón se subió a la carretilla, pegó una bofetada a la oradora y la bajó a rastras. Sus seguidores arremetieron con toda tranquilidad usando sus puños y porras. Doremus, asqueado y sintiéndose más impotente que nunca, escuchó el chasquido de una porra cuando golpeó la sien de un escuálido intelectual judío.

      Entonces, sorprendentemente, la voz del líder jeffersoniano rival fue subiendo hasta convertirse en un grito: “¡Venga, vosotros! ¿Vamos a dejar que estos perros del infierno ataquen a nuestros amigos comunistas? ¡Ahora son amigos, faltaría más!” Tras lo cual, aquel afable ratón de biblioteca saltó al aire, cayó directamente sobre un Mickey Mouse gordo, le tiró al suelo, cogió su porra y aún le dio tiempo a soltar una patada a la espinilla de otro M.M. antes de alzarse y arremeter contra los atacantes (en opinión de Doremus, como hubiera arremetido contra una tabla de estadísticas sobre la proporción de grasa en la leche a granel del 97,7% de las tiendas situadas en la avenida B).

      Hasta entonces, solo media docena de miembros del partido comunista se habían encarado a los M.M., con la espalda contra la pared de un taller. Ahora se unieron cincuenta más, aparte de los cincuenta jeffersonianos, y con ladrillos, paraguas y volúmenes mortales de sociología consiguieron ahuyentar a los enfurecidos M.M. (los partidarios de Bela Kun luchando mano a mano con los del profesor John Dewey), hasta que una brigada antidisturbios de la policía se metió a golpes para proteger a los M.M. y arrestó a la oradora comunista y al jeffersoniano.

      Doremus había cerrado bastantes artículos de deporte sobre los “Madison Square Garden Prize Fights”1, pero sabía que el lugar no tenía nada que ver con Madison Square (situada a un día de viaje en autobús), que sin duda no era un jardín, que los boxeadores no luchaban por “premios” (sino por participaciones fijas en el negocio) y que un número considerable de ellos ni siquiera peleaba.

      Doremus subió, agotado, hasta el gigantesco edificio, totalmente rodeado de M.M., codo con codo; todos ellos ostentaban pesados bastones. En cada entrada y a lo largo de cada pasillo, los M.M. estaban alineados y rígidos, con sus oficiales galopando a su alrededor, susurrándoles órdenes y transmitiendo inquietantes rumores como terneros asustados esperando en un corral a ser marcados.

      En las últimas semanas, mineros hambrientos, agricultores despojados de sus tierras y obreros de las fábricas de Carolina habían recibido al senador Windrip aplaudiendo con sus gastadas manos, bajo antorchas de gasolina. Ahora no tendría que enfrentarse a los desempleados (pues no podían permitirse la entrada de cincuenta centavos),

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