Amad a vuestros enemigos. Arthur C. Brooks

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Amad a vuestros enemigos - Arthur C. Brooks

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Las encuestas indican que la mayoría de los republicanos y demócratas tienen «sólo unos pocos» o ningún amigo que sea militante del otro partido.32 Por el contrario, sólo el 14 por ciento de los republicanos y el 9 por ciento de los demócratas tienen «muchos» amigos íntimos del partido rival.33 Los resultados de no conocer a personas con puntos de vista opuestos y verlas sólo a través del prisma de los medios de comunicación hostiles son predecibles. Hoy en día, el 55 por ciento de los demócratas tiene una opinión «muy desfavorable» de los republicanos, y el 58 por ciento de los republicanos tiene idéntica opinión de los demócratas, unas cifras que triplican las de 1994.34

      Los congresistas suelen decir que uno de los grandes cambios de los últimos diez años es que ya no pasan mucho tiempo socializando con los representantes del partido rival. No sólo discrepan en política, sino que apenas se conocen como personas. Es probable que hayas oído muchas veces que, en décadas anteriores, los demócratas y los republicanos discutían apasionadamente en la tribuna de oradores durante el día, y luego salían a cenar juntos por la noche. Esto era parte de la forma en que finalmente lograban llegar a acuerdos. Al compartir la vida juntos fuera del trabajo, desarrollaban la confianza y la buena voluntad necesarias para adoptar decisiones difíciles por el bien de todos, incluidos los que se situaban más allá de sus esferas políticas.

      Los políticos me dicen a menudo que se han visto obligados a evitar estas amistades por motivos de autodefensa: les preocupa que los consideren demasiado amistosos con el bando contrario. En un clima de pureza ideológica, debida a la manipulación de censos y circunscripciones, y de extremo desprecio político, el sueño de un aspirante en las primarias es enfrentarse a un titular que confraternice con el «enemigo».

      Esto no es malo únicamente para la política, sino para los políticos como personas. Por supuesto, a algunos políticos de ambos bandos les gusta la actual polarización, que ha hecho posibles sus carreras. Quizás hubiera creído que ésta era la norma antes de mudarme a Washington hace diez años, pero hoy sé que no es así en absoluto. He llegado a entablar amistad con muchos congresistas y, por sorprendente que parezca a algunos lectores, mi admiración por los políticos ha crecido enormemente. Son algunas de las personas más patrióticas y trabajadoras que he conocido. Aman a los Estados Unidos y odian nuestra cultura del desprecio tanto como tú y yo. Me dicen que lamentan el grado de polarización y desean saber cómo combatir esta tendencia. Al igual que nosotros, son víctimas de la adicción de los estadounidenses al desprecio político.

      Entre lo que más lamentan figura que los asuntos importantes que exigen consenso se conviertan en partidos de tenis políticos. Una de las partes se hace con el poder e impone sus ideas siguiendo a rajatabla la línea del partido, y luego la otra parte, al llegar al poder, intenta imponer sus ideas de la misma forma. Las personas atrapadas entre ambas partes son las que tienen menos poder.

      Pensemos, por ejemplo, en la atención sanitaria en los Estados Unidos. Para millones de estadounidenses de rentas bajas, la Ley de Cuidado de Salud Asequible de 2010 –alias Obamacare– cambió la forma de adquirir y recibir atención médica. Dicha ley se aprobó con el voto de los demócratas en la Cámara de Representantes y en el Senado, sin ningún tipo de apoyo de los republicanos, lo cual, por supuesto, la convertía en clara candidata a la derogación en cuanto los republicanos se hicieran con ambas cámaras y la Casa Blanca, lo que consiguieron en 2016. Aunque deshacerse del Obamacare resultó más difícil de lo que preveían los republicanos, lograron desmantelarlo en gran parte, con lo que volvieron a cambiar la forma en que los estadounidenses más pobres recibían la atención médica, y todo por motivos estrictamente partidistas. Nadie duda de que cuando los demócratas vuelvan a hacerse con el control total, continuará el partido de tenis político con los cuidados sanitarios de los estadounidenses de ingresos bajos como pelota.

      Como reza el viejo proverbio africano: «Cuando los elefantes se pelean, la que sufre es la hierba». Los débiles salen perjudicados de los conflictos entre los poderosos. Los estadounidenses con las rentas más bajas siempre son los que pierden cuando el desprecio desplaza a la cooperación entre los que mandan. La política del desprecio nunca perjudica mucho a los ricos, pero sí a los pobres. Todos deberíamos estar de acuerdo en que eso es malo.

      El desprecio nos aleja y nos deprime. Nos tiene en sus garras. ¿Qué alternativa queremos?

      Para responder a esta pregunta, empezaré retomando la anécdota que he contado al principio de este capítulo sobre el texano que me escribió para decirme que había encontrado detestable mi libro y hacérmelo saber con todas las letras. Mis opciones de respuesta parecían ser (1) ignorarlo, (2) insultarlo o (3) machacarlo.

      En vez de eso, escogí por casualidad una cuarta alternativa, que para mí fue una gran revelación. Esto fue lo que pasó: mientras leía su correo electrónico, me sentía insultado y ofendido, pero al mismo tiempo, pensaba: «¡Se ha leído mi libro!». Y eso me llenó de gratitud. Como académico, estaba acostumbrado a escribir cosas que casi nadie leería. Había puesto todo mi empeño en ese proyecto durante dos años, y ese tipo se había tomado la molestia de leérselo de pe a pa. Me sorprendió. Me di cuenta de lo que sentía, y por la razón que fuera, decidí comunicárselo. Le respondí diciéndole que ya había visto que mi libro le había parecido deleznable, pero que me había costado mucho trabajo escribirlo, y le agradecía profundamente el tiempo y atención que había prestado a cada detalle de la obra.

      Al cabo de quince minutos, apareció en mi bandeja de correo entrante un segundo mensaje de aquel tipo. Abrí el correo electrónico y me preparé para lo peor. Pero en lugar de otra andanada, me decía que le había sorprendido que leyera su nota y que la próxima vez que estuviera en Dallas teníamos que salir a cenar juntos. Este mensaje era completamente amigable. ¡De enemigo a amigo en cuestión de minutos! ¿De pronto le gustaba mi libro? Por supuesto que no. Simplemente vio que le gustaba yo porque me había tomado la molestia de leer su correo electrónico y responderle educadamente.

      No te hagas una idea equivocada. No soy un santo que siempre reacciona así cuando lo atacan personalmente. Tal vez nuestro inesperado acercamiento de ese día fue pura chiripa. Pero lo que aprendí gracias a esa afortunada interacción es que el desprecio no puede competir con el amor. El círculo

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