De caperucita a loba en solo seis tíos. Marta González De Vega
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Y allí te quedas tú. Inmóvil. Escuchando los ronquidos que en otro tiempo creíste bufidos de pasión, y decidiendo qué sentir al respecto.
Me costó, ¿eh? A una parte de mí le apetecía arrancar el rábano de sus raíces y clamar al cielo con él en la mano como había hecho siempre. A otra parte solo le apetecía que me tragara la tierra roja de Tara. Y a la otra… a esa loba incipiente que empezaba a despertar en algún rincón de mí misma… la verdad es que quería parecerle gracioso.
Pero, claro, como me acababa de convertir al humor, y era la primera vez que me enfrentaba a mi nueva forma de pensar, no sabía si este caso era demasiado extremo para reírme y lo suyo era ofenderme.
Como eran las seis de la mañana no podía llamar a ninguna amiga para que me ayudara, así que, qué narices, decidí que me hacía mucha gracia. Dejé explotar las risas enlatadas en mi cabeza y, apretando los labios para que no se me salieran por la boca, le di un besito al chico en la frente y me fui a mi casa tan contenta.
Y la prueba definitiva de que la capacidad para convertir el drama en comedia es un auténtico superpoder, es que no solo cambias el presente, sino ¡el futuro!
Yo no solo me reí en el momento. Me volví a reír al día siguiente cuando él me preguntó qué había ocurrido exactamente. Le envíe por whatsApp el relato de lo acontecido. Al ver que yo me lo tomaba a broma, el pobre también se desternilló y tuvo la oportunidad de explicarse. Llevaba tres noches sin dormir terminando un trabajo y no podía con su alma, pero tenía tantas ganas de quedar conmigo que no había podido resistirse. ¿Que sí le creí? Pues sí, primero porque yo soy la leche –pregúntaselo a mi madre–, y, por tanto, esa era la única explicación posible. Y segundo porque el muchacho se esmeró en compensarme con creces durante los siguientes meses. Bueno, con creces, no. Con polvos. Que casi mejor.
Así que con mi nueva actitud conseguí cambiar un orgasmo por una carcajada, que en términos de placer y beneficios para la salud por ahí se andan. Y luego, encima, como premio, tuve muchos más…
Eso sí, como noté que le daba un poco de vergüenza que alguien pudiera enterarse de la anécdota, le tranquilicé diciéndole que no se preocupara, que todas mis amigas, mis vecinos, compañeros de trabajo, amigos de Facebook y seguidores de Twitter coincidieron en que era muy gracioso y que no tenía de qué avergonzarse. ¡¡Que no, hombre…!! Que no se lo conté a nadie… ¿Cómo iba a hacerlo? Quería reservarlo para el libro.
Por cierto, Carlitos, si estás ojeando esto para comprobar que hablaba en serio cuando te decía que lo iba a poner, ya está. Ya no tienes que seguir leyendo. Te puedes ir a dormir. Que es lo tuyo.
Ya he dicho que el nombre es ficticio. Obviamente nunca me he acostado con ningún Carlos. De ser así, no lo hubiera usado. Aunque estoy pensando que debí escoger un nombre menos común porque si alguna vez me enrollo con un Carlos, la gente puede creer que estoy hablando de él…
Bah…, que se fastidie. Seguro que alguna faena me hace el tal Carlos que le hace merecedor de haber salido en este libro. Si se cree que por no habérmela hecho todavía se va a librar, va listo.
Además, hemos quedado en que tampoco es nada vergonzoso lo que le pasó a este chico. Es natural y divertido. Como casi todas las cosas que dejamos que nos avergüencen, o incluso nos mortifiquen, de forma absurda.
Por tanto, mi profunda reflexión a propósito de esta anécdota, y que te lanzo a modo de consejo, es que no te avergüences de nada y te rías de ti misma en cualquier circunstancia. Tanto él como yo pudimos carcajearnos juntos de esta situación porque para ambos fue divertida. Si yo me hubiera ofendido o él se hubiese avergonzado a lo mejor hubiéramos provocado un problema donde realmente no lo había.
Y mi segunda reflexión profunda –y escúchala bien porque quizás sea la más importante– es: hazlo siempre con la luz encendida. Así podrás ver el momento exacto en que se duerme.
Ah, Carlos, por si no has cerrado aún el libro, como seguramente eres de los pocos tíos que va a leer esto –junto con los demás tíos que temen tener su momento de «gloria»–, otra cosita antes de que te duermas: les dices a tus amigos y les pides a ellos que se lo transmitan a los suyos que tampoco hay que pegarse diez horas, ¿eh? A veces es mejor que se duerman como tú, a esos que se han creído la leyenda de que cuanto más tarden, mejor. Aguantar, sí, pero con un límite. Esto te lo pido en nombre de todas las mujeres con agujetas en las ingles. Está bien esperarnos y eso, pero a las tres horas de coito ya te dan ganas de decir como en los restaurantes:
—Tranquilo, no esperes que llegue lo mío. Mejor vete comiendo…
Y a lo mejor así… sí que llega «lo mío».
¿Ha sido un chiste muy bestia? Acabamos de empezar y aún no sé si le he pillado el tono a esto. Qué pena que en los libros no se puedan poner emoticonos para suavizar las cosas. Tú pones cualquier bestiada, pero le plantas al lado el emoticono de whatsApp del guiño con la lengua fuera, y arreglado. En concreto este de la lengua fuera lo uso mucho. Más que todos los de fauna y flora juntos. Ese y el del beso, claro. El creador del emoticono del beso se debe haber comprado un castillo con los derechos de autor, ¿no? El de la gamba a la gabardina vive todavía con sus padres… debajo de un puente.
En fin, que se me va… El caso es que aproveches cualquier situación para verla con desapego y permitirte escuchar las risas enlatadas en tu cabeza antes de decidir si algo te molesta, duele u ofende.
El mensaje es bonito, aunque haya habido sexo de por medio, ¿no? De todas formas, tranquila, mamá, no volverá a ocurrir. De hecho, creo que prácticamente no vuelvo a hablar de sexo en todo el libro. Ya nos hemos quitado el polvo de encima y podemos centrarnos en las cosas serias: ¡reírnos de todo!
Pero no te equivoques. No hay que confundir convertirse al humor con volverse superficial, ¿eh? Eso es un talento de tío.
A mí me hace mucha gracia cuando viene el tío y te dice:
—Es que piensas demasiado.
Me dan unas ganas de soltarle:
—¡Claro, desgraciado, porque tengo que pensar por los dos!
Y en el fondo, chica, vamos a reconocerlo… ¡A veces nos gustaría poder ser como ellos! ¡Nosotras también queremos ser prácticas y desenfadadas! ¡Y que todo nos dé igual! Y el hecho de que ellos tengan esa capacidad ¡nos toca mucho las narices!
¿Lo digo…? ¿Seré capaz…? Allá voy. A veces les llamamos simples ¡¡porque nos dan mucha envidia!! Ay, qué a gusto me he quedado. De hecho, nos dan tanta envidia que en ocasiones intentamos hasta imitarlos. ¡No cuela! Acéptalo. ¡Eres mujer, te jodes! ¡No puedes evitar pensar!
A ver… que no quiero ofender a los tíos. Vosotros también pensáis. Y, de hecho, cuando lo hacéis, os ralláis más que nosotras. Como no tenéis costumbre… (costumbre de rallaros, digo). Porque nosotras a la primera ya estamos volviéndonos locas: ¿Por qué ha dicho eso? ¿Qué me ha querido decir? Vosotros, no. A vosotros parece que nada os afecta… Pero el día que os enamoráis, os ralláis por todas juntas. Así que esto que voy a decir, vale para todos:
El truco no es dejar de pensar, porque luego las cosas se enquistan y es