Géneros y psicomotricidad. Mara Lesbegueris

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Géneros y psicomotricidad - Mara Lesbegueris

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avanzando en términos legislativos de gran importancia. Produce conocimientos que pueden definirse como transmodernos, transcapitalistas, transoccidentales, transcoloniales, transfeministas (Mendoza, 2010), abriendo espacios a saberes subalternizados.

      Repensar al “sujeto político feminista” implica entonces no solo repensar los derechos de las mujeres en general, sino retomar un horizonte de lucha que permita desmantelar los mandatos y las estructuras patriarcales que oprimen no solo a las mujeres, sino a cualquier grupo que se encuentre en situación de subalternidad.

      Desde esta perspectiva pensar el género es pensar en las injusticias que se generan tanto en el plano de la economía, como en el de la política y en el de la cultura. Hay formas económicas y políticas de explotación, marginación y privación específicas según el género; como también hay una diferenciación en la valorización cultural, pues el género estructura las formas de reconocimiento que dan lugar al androcentrismo y al sexismo cultural.

      La lucha feminista consiste en una deconstrucción destinada a desmantelar el androcentrismo mediante la desestabilización de las dicotomías de género, dando lugar a redes de diferencias múltiples y en intersección, que sean cambiantes y no estén solidificadas. “Solo si dirigimos nuestra atención a concepciones alternativas de redistribución y reconocimiento podremos satisfacer las exigencias de justicia de todos” (Fraser, en Fraser y Butler, 2016: 66).

      La potencia colectiva de la creación y la cooperación son para la vanguardia feminista condición para la “construcción de lo común”. El acuerpamiento y la insurrección surgen de la intersección entre la experimentación poética y la acción política (Palmeiro, 2019).

      La reapropiación colectiva de la creatividad opera en la construcción de lo común, activando potencias, afectando los cuerpos.

      Para los feminismos, urge organizarse de un modo no patriarcal, no colonialista, no capitalista, no extractivista. Esto supone negación, pero también dehabituación y propuestas para otras vidas amorosamente vivibles.

      Me detendré brevemente en los tres sistemas de opresión (funcionales entre sí) a los que alude el feminismo: el patriarcado, el capitalismo y el colonialismo.

      El patriarcado no es solo una estructura general, sino muchas estructuras patriarcales a ser identificadas, descriptas, analizadas. El mismo concepto de patriarcado, si bien remite con claridad al sistema de opresión y subordinación sufrido por las mujeres, no es sencillo o simple, y alude a varios significados: a las relaciones de poder a través de las cuales los hombres dominan a las mujeres, a la subordinación de estas y la organización de los distintos modos de producción capitalista, al sistema de parentesco a través del cual los hombres intercambian mujeres, al poder simbólico que tienen los padres dentro de estos sistemas, a las relaciones de reproducción que existen dentro de la misma familia, a la posesión y el control de los hombres de la capacidad reproductiva de las mujeres, hasta la perspectiva feminista marxista que pone en relieve la subordinación de las mujeres como una forma de explotación de clase.

      Al respecto, Gayle Rubin (1998) se pregunta qué es una mujer domesticada y cómo llega a ser una mujer oprimida. Considera que las mujeres son una reserva de fuerza de trabajo para el capitalismo, ya que proporcionan plusvalía extra al capitalista dado que son ellas las administradoras del consumo familiar y las que, con el trabajo hogareño, aseguran la reproducción de la mano de obra.

      Desde esta perspectiva, el capitalismo es el conjunto de relaciones sociales donde la producción asume la “forma de conversión”: bienes materiales, servicios y también personas se convierten en capital. Rubin advierte que antes de que las cosas (comida, ropa, vivienda, etc.) se transformen en mercancía (consumo) tienen que pasar por un trabajo adicional. La comida debe ser cosida, la cama tendida, la ropa lavada…

      Es por eso que el trabajo doméstico es clave en el proceso de reproducción. Como no recibe salario, contribuye a la cantidad final de plusvalía. Para Rubin, esto explica la utilidad de las mujeres para el capitalismo pero no el origen de su opresión, que debe buscarse en el elemento histórico y moral (patriarcado) al cual denomina “sistema sexo-género”:

      Toda sociedad tiene su sistema sexo-género, un conjunto de disposiciones por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humana son conformadas por la intervención humana y social y satisfechas en una forma convencional, por extrañas que sean algunas de las convenciones. (Rubin, 1998: 24)

      Un salto importante en los estudios feministas ha sido la posibilidad de poner en interrelación sistémica la relación reproducción-producción:

      Es así como la familia es considerada como lugar crucial de la subordinación de las mujeres, donde el modo de reproducción es funcionalmente necesario para el deseo del capital de flexibilizar y abaratar la fuerza de trabajo. (Beechey, 1979: 11)

      Verónica Beechey advierte que dentro de las teorías feministas marxistas hay dos tendencias para definir el patriarcado. La primera lo hace en términos de ideología articulándolo con conceptos derivados de la teoría psicoanalítica, y la segunda lo concibe en términos de relaciones de reproducción, o de sistema sexo-género. Ambas aproximaciones intentan estudiar las relaciones entre patriarcado y el modo de producción capitalista.

      Todos estos planteos retoman también la perspectiva estructuralista de Claude Lévi-Strauss, destacando cómo en los sistemas de parentesco el tabú del incesto promueve la exogamia, la procreación y el uso de las mujeres como objetos de intercambio. Rubin (1998) señala al respecto que, si las mujeres son el regalo u objeto de intercambio, no están en condiciones de recibir ningún beneficio de su propia circulación. El intercambio de mujeres se explica comprendiendo la opresión no dada por su condición biológica sexuada sino por una necesidad de organización social. El “tráfico de mujeres” (Rubin, 1998) refiere al modo en que estas son dadas como tributo, entregadas en matrimonio, intercambiadas por favores, compradas y vendidas; utilizadas como objeto de transacción, sea como esclavas, siervas o prostitutas, pero también como mujeres. En diversas sociedades los hombres tienen ciertos derechos sobre sus parientas mujeres, y estas no tienen los mismos derechos ni sobre sí ni sobre sus parientes hombres.

      También Rubin (1998: 32) destaca que la “organización social del sexo” se basa en el género, en la heterosexualidad obligatoria y en el control de la sexualidad femenina: “El género es una división de los sexos socialmente impuesta”.

      Para esta antropóloga, los postulados de Sigmund Freud y de Jacques Lacan se sostienen dentro de una “cultura fálica” de la sexualidad. La heterosexualidad obligatoria es el resultado del parentesco y la fase edípica constituye el deseo heterosexual.

      En cuanto al colonialismo, es el mecanismo

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