Géneros y psicomotricidad. Mara Lesbegueris
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12. “Hay teorías que consideran al recién nacido en estado de prematurez, aunque la mayor fortaleza de un niño se encuentra en su supuesta «debilidad», en sus imposibilidades. Evaluamos como carencias, como falta, lo que es una condición de su existencia, lo que lo hace niño, porque el modelo con que se compara al niño es el adulto, por eso lo nombramos por sus supuestas faltas. El niño no nace incapaz, ni inmaduro” (Calméls, 2020: 30).
13. La noción de habitus es clave y transversal en la obra de Pierre Bourdieu, quien explica que la cultura no es algo estático y externo al sujeto, sino que existe mediante una práctica in-corporizada en el proceso de socialización de los sujetos. Estos “sistemas de disposiciones duraderas a hacer y ser” son los que garantizan la reproducción del orden social, permitiendo construir un sistema de referencia compartido por una comunidad que tiende a perpetuarse.
14. A mayor mercantilización de la vida, mayor precareidad relativa. El capital financiero es el que disciplina los mercados y las corporaciones, a medida que van creciendo e imponiendo sus intereses por sobre los intereses públicos. De este modo, para sostener el consumo, normalizan que nuestro vivir se sostenga con endeudamiento (Gaggo, 2014).
15. Dice Calméls (2019c: 17) que “en los primeros cinco años de vida se construyen las bases del cuerpo y de sus manifestaciones, que tendrán una configuración a nivel de la imagen –imagen del cuerpo– particular, única y original, y en la construcción de un esquema corporal, que permite espacialmente la localización del cuerpo en sus segmentos y articulaciones, así como el accionar eficaz sobre los objetos y el medio circundante”.
4. El género desde los feminismos
Algunas corrientes del movimiento feminista vienen advirtiendo acerca de la banalización que está sufriendo el concepto de género pues, al despolitizarlo, pierde su lugar como categoría de análisis de las relaciones de poder patriarcal. Observan que incluso la agenda neoliberal utiliza la “perspectiva de género” de manera tramposa (al servicio de intereses transnacionales, políticas del Banco Mundial, de las Naciones Unidas o de cualquier agencia de cooperación gubernamental). La “institucionalización” y la “oenegización” de las luchas sociales (Galindo, en Curiel y Galindo, 2015) no siempre contribuyen a dar fuerza a las luchas feministas en las sociedades del sur.
Para algunos sectores es más tolerable hablar de género que de feminismo, asociado este último a la imagen de mujeres movilizadas, en las calles, eufóricas, con pancartas, unidas en un grito en común, organizadas. Esta concepción del feminismo refleja solo una parte del movimiento y deja por fuera la posibilidad de pensarlo dentro de las prácticas cotidianas de crianza, de trabajo, de consumo. En los hogares, en las escuelas, en los hospitales, en los consultorios.
Releyendo a Diana Maffía (2007), y articulando con conceptos de la economía feminista, podemos situar tres saltos importantes que han dado impulso a los feminismos: el feminismo de la igualdad, el feminismo de la diferencia y el feminismo crítico.
El feminismo de la igualdad de los años 70 fue el que procuró la igualdad laboral, educativa, jurídica (patria potestad, divorcio, voto), proclamas que giraron en torno a la expresión “queremos ser iguales ante la ley”. Si bien estas luchas permitieron avanzar en términos de derechos, legitimaron en su misma proclama la jerarquización hombres-mujeres.
Para María Galindo (en Curiel y Galindo, 2015), al afirmar que el feminismo nace en el contexto de la Revolución Francesa y la lucha por los derechos de las mujeres, y posteriormente con las sufragistas, se corre el riesgo de atarse a la matriz europea. Por ello propone como alternativa pensar en una matriz planetaria.
En los años 70 comienza a instalarse el debate sobre el trabajo doméstico mediante la denuncia de la explotación en el hogar por parte de la producción capitalista, en el sentido de que, como los salarios tradicionalmente han sido insuficientes para la reproducción de la fuerza laboral, para asegurar esta reproducción el trabajo realizado en el hogar, por su carácter gratuito, es condición de existencia del sistema económico.
El modelo fordista de empleo se afirma con la división sexual del trabajo. La producción mercantil supone la existencia del modelo familiar “hombre proveedor de ingresos-mujer ama de casa”, caracterizado por una ideología que se concreta en el matrimonio tradicional con una estricta separación de trabajos y roles entre ambos cónyuges. El hombre es el “jefe” de familia y tiene la obligación de proveerla a través de un empleo a tiempo completo. A la mujer se le prescriben las tareas domésticas y de crianza vinculadas al mundo de los afectos y del cuidado.
En cambio, el feminismo de la diferencia, surgido en los años 80, buscó particularizar y exaltar la diferencia. Como si hubiese dicho “no queremos ser iguales, somos diferentes”, tenemos distintos cuerpos, distintas sensibilidades y manera de percibir la realidad. Estas proclamas, en un intento por subjetivar, reforzaron (sin quererlo) los estereotipos de género, exaltando incluso el rol maternal: “Las niñas son más apegadas a la madre, son más tranquilas, más afectuosas, conversan más que los niños varones”, por ejemplo.
Según Galindo (en Curiel y Galindo, 2015), en los años 80 se construye irónicamente la figura tecnocrática de “expertas en género y desarrollo”,1 quienes, desvinculadas de la matriz ideológica y las luchas del feminismo, quedan reducidas a producir “análisis culturales” que refuerzan el lugar de las mujeres como víctimas que necesitan ser protegidas mediante el otorgamiento de derechos por parte del Estado.
A comienzos también de la década de 1980, la incorporación de la variable etnia-raza permitió replantear el debate sobre el sujeto del feminismo. En primer término, irrumpieron en la escena pública los denominados feminismos disidentes (mujeres negras, indígenas, lesbianas, de clases populares, etc.), que empezaron a cuestionar por qué el feminismo hegemónico (blanco, occidental, heterosexual y de clase media) no las había considerado como sujeto, siendo ellas víctimas de opresión del racismo, del heterosexismo y del clasismo.
Comienza a delinearse desde entonces el denominado “feminismo decolonial” que elabora una genealogía del pensamiento producido desde los márgenes por feministas, mujeres, lesbianas y gente racializada en general. En diálogo con los conocimientos generados por intelectuales y activistas comprometidos, se propone desmantelar la matriz de opresión múltiple, asumiendo un punto de vista “no eurocentrado”.
El pensamiento desarrollado por las feministas decoloniales y antirracistas busca radicalizar la crítica al universalismo en la producción de teoría.
El feminismo crítico de los años 90, junto a las teorías deconstructivistas y el posmodernismo, será el que discuta las dicotomías, los binarismos, la jerarquización, las asimetrías interpelando los mandatos y roles obligatorios, reflexionando de un modo complejo desde los medios, las transiciones, las hibrideces, las relaciones paradojales, las intersecciones, los nomadismos de las identidades, lo ex-céntrico, lo abierto, lo dis-capacitado. Esta perspectiva desestabiliza teorías.