Géneros y psicomotricidad. Mara Lesbegueris
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La “rebelión” de los cuerpos de las mujeres, abierta a nuevas reapropiaciones y formas de aparición identitarias, hace que ellas corran siempre el riesgo de ser maltratadas, patologizadas y criminalizadas.
¿Qué sucede con las emocionalidades del raro, el discapacitado, el diferente? 10
Lo extraño, lo raro, lo torcido, sea por saturación o por exceso, no es solo el comienzo del ocaso de los normales, sino que también podría ser un modo particular de crítica política y de resistencia frente a las normas, opresivamente respetables, relativas al género y la sexualidad.
También las niñas, los niños y les niñes que recibimos en consulta psicomotriz mayoritariamente se escapan de las normas. Sus cuerpos no son ni tan “dóciles” ni tan fáciles de “domesticar”. Suelen indisciplinarse, rebelarse, transgredir, estar “fuera de lugar y de tiempo normativo”.
Así como Judith Butler (2007) nos permitió visibilizar que las disidencias sexo-genéricas y las sexualidades “no normativas” pagan un alto precio para con-vivir en el sistema de la “heterosexualidad obligatoria”, la teoría crip impulsada por Robert McRuer (2006) señala también que existe una “capacidad o integridad corporal que se supone obligatoria. La mirada “capacitista” entiende que se nace con todas las capacidades, que lo “natural” son las capacidades y aquellas subjetividades que, por algún motivo o circunstancia no la tienen, son marginadas, estigmatizadas o in-capacitadas por su condición de dis-capacidad.
Desde esta perspectiva, las personas que no pueden acceder a los “estándares de capacidad exigidos” deberán rehabilitarse, estimularse (y pagar) para poder conseguir adaptar o recuperar algo de su “funcionalidad deficitaria”. El capacitismo se sustenta en una visión medicalizada del cuerpo normal y en una ética que devalúa la diferencia, pues cuantas menos capacidades tenga alguien, más restringidas serán sus posibilidades de decir, elegir y manifestarse con libertad.
En el sistema capitalista, la mirada “capacitista” se redefine desde un marcado interés en regular el campo de la sexualidad y la genitalidad pues, al “producir menos”, estas personas deben también “reproducirse menos”. La “infantilización” de la discapacidad o su contrapartida –el “impulso sexual desenfrenado”– han sido las ficciones propuestas para construir sobre estas sexualidades una des-erótica de sus cuerpos.
¿La emoción evoluciona?
¿Las infancias comparten la herencia común subcortical con los mamíferos? Perdura en ciertos discursos educativos, terapéuticos y clínicos la perspectiva evolucionista de la emoción, sea considerada como un patrón filogenético que se ha ido complejizando con su sociabilización, como cuando se la piensa solo vinculada a etapas que alcanzan su desarrollo “ideal” con la edad avanzada. La relación naturaleza-cultura es desde esta perspectiva una relación de continuidad progresiva; así, el esquema evolucionista interpreta que en “grado creciente” se accede a la cultura.
El método comparativo se instaura desde aquí tanto en su aspecto diacrónico (corte vertical) que determina etapas evolutivas como en su aspecto sincrónico (corte horizontal), que permite analizar las diversas sociedades o instituciones sociales que se encuentra en el mismo “estadio evolutivo”.11
Si bien es cierto que un bebé no se expresa emocionalmente de igual modo que una niña o niño de dos años, ni estos igual que una o uno de diez, habría que revisar ciertos términos que desvalorizan lo que cada edad contiene como potencia.
La lógica del “evolucionismo” se encuentra vigente en ciertas conceptualizaciones que designan la emoción como lo prelógico, lo preverbal, lo inmaduro, lo primitivo; perspectivas que se refuerzan de la mano del patriarcado colonial que mira desde lo alto del adultocentrismo12 y el logocentrismo.
Podemos pensar que tanto las mujeres como niñas, niños y niñes (entre otras minorías) se enuncian desde los denominados “grupos silenciados”, cuyas voces quedan amortiguadas en las estructuras de dominio y que para expresarse se ven obligades a recurrir a los modos de expresión de las ideologías dominantes (Ardener, 1975; Moore, 2009).
¿Es posible leer las emociones sin un principio de ordenamiento jerárquico y excluyente?
Pareciera que las “epistemologías de las emociones” no llegan a tener el poder de la “racionalidad científica occidental”. Guiarnos por el plano de los deseos, de las creencias, de los afectos e intuiciones se contrapone aún con la pretensión objetivista que busca des-animar, des-subjetivar, des-corporizar, tanto como sea posible, para evitar “distorsiones” en el proceso de conocimiento.
Cabe destacar que el desconocimiento y la violencia jerárquica no son mecanismos privativos de la mirada eurocéntrica sobre los indios, sino que perviven como mecanismo inconsciente ante lo otro que queremos “dominar” o “conquistar”. Las violencias epistemológicas son ese proyecto de orquestación remota y de largo alcance que ha constituido al sujeto colonial como Otro (Spivak, 2011: 14).
¿Cuál es el sentido de “regular” las emociones?
¿Qué sucede cuando las emociones de sufrimiento se gestan como regularidad en el cuerpo?
Junto a la imposibilidad de acallar las emociones, aparece la necesidad permanente de “ordenarlas” y “normatizarlas”. La medicalización y las “pedagogías del disciplinamiento” han buscado no solo calmar, sino anestesiar y “regular” panópticamente los cuerpos.
Otra forma donde operan afectivamente las “regulaciones” son los habitus13 (Bourdieu, 2002), las regulaciones en el cuerpo (Calméls, 2009c), eso que les permite a los bebés y a niñas o niños pequeños desde temprano ir armado, gracias a otro cuerpo (que cumpla las funciones de crianza), constantes espacio-temporales securizantes. Matrices de referencia que les permiten confiar que tras el llanto o el dolor alguien va acudir para calmarlas o calmarlos. Emocionalidades ritmadas que van armando los primeros códigos corporales afectivos de comunicación, cimientos de la continuidad existencial (Winnicott, 1975) y seguridad afectiva.
Las disposiciones duraderas, afectivas y securizantes, in-corporadas durante los primeros años de la vida, integran los sistemas simbólicos mediante las prácticas de crianza, de acuerdo con las variantes estructurales del habitus del grupo primario al cual pertencen.
Es en una situación de encuentro-placer-alegría donde nace la capacidad de confiar en los otros. Sus contrapartidas, la crueldad y la violencia, producen diversas formas de descorporización y sufrimiento. Si el otro deja de ser confiable; si las tensiones, las irregularidades y el desencuentro se incorporan como constante en los primeros tiempos de vida, los caminos hacia el “repliegue” o la salida hacia el “desborde” se convierten en casi el único camino defensivo. El miedo y la irritabilidad se manifiestan tempranamente a modo de respuestas de autoprotección frente a un contexto vivido como hostil o inseguro.
Las dificultades en el armado de rutinas securizantes se manifiestan para muchas niñas y niños pequeños como dificultades en la regulación del sueño y la alimentación.
Me interesa subrayar que las emociones, si se regulan directivamente, provocan la mayoría de las veces respuestas mecánicas o reactivas; si, por el contrario, se construyen en diálogo afectivo con otros cuerpos, permiten la corporización, y con ello