¡Viva la libertad!. Alexandre Jollien
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La relación con el cuerpo es crucial. Si no podemos tragarnos, si nos odiamos a nosotros mismos, ¿cómo no echarse en brazos del primero que llega, buscando en él una especie de dispensador automático de recompensas, de apósitos? Y ya no es a esa otra persona a la que quiero, sino una imagen idealizada de ella, un fantasma.
A propósito de escudillas y de migajas, no puedo silenciar en este punto un episodio gracioso de mi vida, que ya he contado en un libro (La Sagesse espiègle: «La sabiduría traviesa»). Al volver de Corea, me encapriché con un buen hombre, al extremo de perder hasta el último gramo de libertad. Todos los días, cuando daban las tres de la tarde, me mandaba un aviso por Skype. Era mi ración, mi dosis. Quería convertirme en ese hombre, robarle su silueta, su figura tan ligera, tan hermosa, tan bien formada. En la misma exacta medida en que me despreciaba a mí mismo, adoraba a mi ídolo. Completamente desorientado, sin saber hacia quién volverme, tuve que apelar a no pocos recursos para apartarme de aquella pertinaz adicción. Acompañado de los escritos de Chögyam Trungpa, intenté adoptar la postura del mecánico y analizar aquel completo desmán sin hacer de ello un drama, sin hundirme por entero en la culpabilidad, ni pensar que estaba condenado para siempre, acabado. También fue gracias a ti, querido Matthieu, como pude mirar cara a cara aquel vínculo que ya no me proporcionaba ningún placer, que secaba y corrompía el corazón de mi vida cotidiana. Con el fin de recobrar una salud duradera, tuve que probar finalmente numerosas vías, tomar diferentes caminos para acabar con aquel monopolio afectivo y descubrir una gaya ciencia, la capacidad de decir sí a un cuerpo discapacitado, al elemento trágico de la existencia, a optar con valentía por un amor incondicional que me permitiera recoger y dar afecto en todo lugar. Sí, hay mil y una maneras de liberarse, de escapar de nuestras prisiones. Y la herida jamás es vergonzosa.
Matthieu: Es fundamental no estigmatizar los trastornos psíquicos, la adicción y la depresión en particular, como taras o faltas de las que nosotros fuéramos enteros responsables, sino que hay que abordarlos como enfermedades, o como disfuncionamientos ligados a innumerables factores —sociales, ambientales, genéticos, psicológicos y cerebrales— que participan activamente en la formación de nuestras disposiciones. «Es una enfermedad», escribía mi padre, que sufría de una dependencia al alcohol, «cuyos estragos hay que aprender a mantener a raya por medio de toda una batería de estratagemas». El contrapeso más eficaz, proseguía, es «cultivar un deseo más fuerte que el del alcohol, e incompatible con él». En su caso, era el deseo de escribir. El discernimiento y la voluntad de utilizar con perseverancia nuestro potencial de transformación son elementos claves para liberarnos de estos males.
Christophe: Las dependencias afectivas no son raras: se manifiestan por la necesidad de un contacto permanente (llamadas SMS), por una hipervigilancia a cualquier atisbo de alejamiento o de toma de distancia, por la intolerancia a toda crítica, por la angustia a ser abandonado y por una sobreexigencia de muestras de afecto o de amor, que deben renovarse sin cesar. Como todas las dependencias, las dependencias afectivas radican en necesidades normales, cuyo control perdemos.
Porque no hay nadie que sea perfecta y totalmente autónomo e independiente en el plano afectivo. Esto no existe en la especie humana: el ser humano es un animal social, que no puede sobrevivir convenientemente en solitario y que debe tejer con su entorno un gran número de vínculos. Todos somos dependientes unos de otros; somos todos codependientes. ¡Pero de una manera adaptada!
Tenemos necesidad de vínculos afectivos fuertes con nuestro entorno, vínculos que nos proporcionan seguridad, pero estas dependencias son parciales, y no totales: no podemos exigir compartirlo todo con una única persona; son dependencias flexibles, y no rígidas: tenemos que poder soportar períodos transitorios de alejamiento afectivo, sin sentirnos angustiados o en peligro; y sobre todo, estas dependencias son múltiples: no podemos hacer descansar el peso enorme de todas nuestras esperanzas sobre los hombros de una sola persona, sino que debemos disponer de numerosas figuras con las que relacionarnos.
Escribía Rousseau en Emilio: «Todo apego es una señal de insuficiencia: si ninguno de nosotros tuviera necesidad alguna de los demás, ni siquiera se nos ocurriría relacionarnos con ellos». De modo que somos dependientes porque somos insuficientes. Es por ello por lo que debemos amarnos y ayudarnos los unos a los otros. Pero no asfixiarnos los unos a los otros… como en el caso de las dependencias afectivas, en que el fantasma de la persona afectada se convierte en la fusión, en la satisfacción permanente de las necesidades afectivas propias.
La visión de la existencia se empobrece así considerablemente: aquel que sufre de dependencia afectiva pierde la dimensión de la libertad, su capacidad de apreciar la riqueza del mundo y de alimentarse de ella. No le queda más que una fuente de consuelo y de sosiego: la figura de su apego. Todo lo demás pasa a un segundo plano, por no decir que desaparece por completo de su foco de interés. Es esto justamente lo que tiene de adicción.
Alexandre: Lo que hace tan pertinaz la dependencia afectiva radica quizá en una mitología íntima, en un error de apreciación: creer que el otro tiene la capacidad de colmar nuestra necesidad visceral de consuelo, nuestras carencias. El adicto así encadenado hace acopio de toda una serie de efectos secundarios y se inflige un maltrato inaudito. En este ámbito, no es nada seguro que pueda alcanzarse la sanación mediante la fría razón y la mera voluntad. No basta con llenar una página Excel con las ventajas y los inconvenientes de una relación, y comprobar que solo conseguimos migajas, para parar en seco la caída en picado y dejar de estar atrapado en el otro, pegado a él como con cinta adhesiva.
Christophe: En cualquier caso, es una dimensión esencial de la dependencia afectiva. Pasado un tiempo, las personas que son víctimas de ella se dan cuenta de que los inconvenientes (pérdida de libertad, miedo al abandono) son bastante más considerables que las ventajas. Solo que estas atañen a una necesidad fundamental: recibir amor y seguridad. La persona prefiere entonces renunciar a su libertad y a su dignidad. Acordaos de la canción Ne me quitte pas («No me abandones»), de Jacques Brel: «No me abandones, no lloraré más, no hablaré más. Me quedaré escondido, viéndote bailar y sonreír, y oyéndote cantar y reír. Déjame ser la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro…». Cuando uno llega a ese estado, la libertad interior queda muy lejos…
Alexandre: Lo que empeora más aún la dependencia es la vida semiclandestina a la que induce. ¿Quién se atrevería a ir de frente y confesar sin ambages: «Soy completamente dependiente, estoy enganchado a la botella»; o bien: «No puedo más, ese tipo me vuelve loco», o «Esa mujer me trae de cabeza»? ¿Cómo no temer la reacción de nuestro entorno y dejar de disimular ante nuestros allegados, ante los demás, ante el médico, ante uno mismo, el malestar con que cargamos? Los amigos de bien, aquellas y aquellos que nos aman sin condiciones, pueden convertirse en auténticos artesanos de la sanación interior. Pero, ¿cómo van a intervenir si les escondemos nuestras llagas, nuestros traumas, el terrible engranaje en el que nos hemos enredado? El primer paso quizá podría ser el de atrevernos a ser transparentes, alejar de nosotros el embarazo y la vergüenza: «Sí, estoy enganchado a esa persona, me trae loco. ¡Auxilio!». Por lo demás, es también una señal: cuando alguien empieza a contar patrañas, a mentir, a representar un papel, a maquinar, todo da a entender que si contemporizamos, lo ponemos en peligro.
Por no hablar de ese sentimiento de culpabilidad que impide atacar los verdaderos problemas y retrasa nuestro avance. ¿Cómo vencer esa insidiosa voz interior que no deja de repetir: «¡Estás mucho mejor de lo que crees!»? Matthieu, cuando nos recuerdas nuestras auténtica naturaleza, esa felicidad que reside en lo más profundo, demuestras que es posible recurrir a una dinámica imponente que dispersa la desesperación, el fatalismo, la resignación. Cuando uno está sumido en la dependencia, puede olvidar por completo que estamos hechos, como tú dices, para la felicidad, que la naturaleza búdica que irradia en nosotros procede de una libertad inconcebible.
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