Repolitizar la vida en el neoliberalismo. Mauricio Bedoya Hernández
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Dos paradojas asoman su rostro en este posicionamiento propio del Estado. La primera despliega una extraña posición en la que el Estado se comporta como empresa, comerciante e inversionista y, al mismo tiempo, es quien regula el mercado mediante la constitución de un sistema legal, cuyo horizonte es el encumbramiento de la economía, el consumo, la producción, la venta de bienes y servicios y el comercio, en general. La segunda paradoja se refiere a que quien regula el mercado no lo hace para beneficio de la población, sino para el usufructo de los grandes inversionistas, las multinacionales y el sistema financiero.
En estas condiciones, la racionalidad neoliberal catapulta la individualización en la provisión del aseguramiento ontológico de las personas en un doble discurso. Por un lado, el de la existencia “cierta” de los riesgos asociados al vivir y, por el otro, el de la “certeza” de que el afrontar tales riesgos no puede ser más que una práctica personalizada. O sea, el riesgo es inevitable y debe ser gestionado por cada individuo. Esto quiere decir que la privatización de lo público se alimenta del riesgo y la inseguridad en tres sentidos: usufructúa el discurso del riesgo y la inseguridad propios del vivir, promueve un estado de inseguridad y seduce al ciudadano para vivir en riesgo. Si bien el discurso del riesgo y la inseguridad no son propios de la forma gubernamental del presente, sino del liberalismo clásico, el neoliberalismo saca partido de él. Así, se sabe que el liberalismo clásico le teme a la inseguridad y ello se convierte en el fundamento de la aparición de los dispositivos de seguridad (Foucault, 2006) y de la preocupación social del Estado decimonónico.
Como lo muestra Nikolas Rose (2007), una de las estrategias gubernamentales por excelencia en los últimos dos siglos ha sido enarbolar el discurso sobre el riesgo. En efecto, este discurso es propio de una forma de racionalidad que en el siglo xix “implicó nuevos métodos de entender y actuar sobre la desgracia en términos del riesgo” (p. 131). La incertidumbre asociada no solo al vivir y al porvenir, sino también a las formas de producción y pauperización capitalista de la vida, fue manejada mediante técnicas que pretendían hacer calculable el futuro. Así que se popularizó la narrativa social sobre el riesgo y la incertidumbre y con ello emergieron las prácticas del aseguramiento, las cuales permanecieron a lo largo del siglo xx, apoyadas en la democratización del discurso sobre la seguridad y contra el riesgo.
¿Qué cambió con el advenimiento del neoliberalismo? Puede verse que la relación ciudadano-Estado y trabajador-patrón estuvo rodeada de una continua tensión. En este orden de la negatividad, acudiendo a la denominación que hace Byung-Chul Han (2014), en el liberalismo se concebía el riesgo, la inseguridad y la incertidumbre como realidades generadoras de tensión, cuyo manejo debía comprometer también al Estado. De esta forma, el discurso del riesgo se acompañó de iniciativas estatales tendientes a su disminución y control. De hecho, la misma estabilidad de los Estados se veía amenazada por esta narrativa.
Coincidimos con Lorey (2016) en su idea de que, en el presente, no se le teme al riesgo tanto en su manifestación individual como en la social. Más aún, el Estado mismo es productor de riesgo y, además, cohonesta con el que es producido por las formas de vulneración de la existencia humana en el presente. Esta situación resulta ser más ampliamente descrita por Wendy Brown (2017), quien no duda en sostener lo siguiente:
Las crisis fiscales, los recortes de personal, las subcontrataciones y los despidos, todos estos y más pueden ponernos en peligro, incluso si hemos sido inversionistas y empresarios diestros y responsables. Este riesgo llega hasta las necesidades básicas de alimentación y cobijo, en la medida en que el neoliberalismo ha desmantelado todo tipo de programas de seguridad social. La desintegración de lo social en fragmentos empresariales y de autoinversión elimina los techos de protección que proporciona la pertenencia, ya sea a un plan de pensión o a una ciudadanía (p. 46).
El desmonte gradual de los sistemas pensionales, la administración de los servicios de salud por organizaciones privadas —y, en muchos casos, por oligopolios—, la flexibilización laboral, la privatización de la educación, etc., hacen que las personas se enfrenten cotidianamente con el riesgo y la incertidumbre y que, maniobra calculada del neoliberalismo, lo vivan como algo normal y, más aún, como su responsabilidad.
Pero, además, el gobierno neoliberal ha seducido al individuo con la idea de vivir en riesgo. El orden de la positividad ha ganado la partida. El ciudadano vive el riesgo y la incertidumbre como algo natural; además, asume la responsabilidad por vivir en riesgo y, como si fuera poco, asume los costos de la gestión de sus propios riesgos. Así, el riesgo se ha mercantilizado (Laval y Dardot, 2013; Rose, 2007). En la medida en que cada quien paga por los riesgos propios, no hay posibilidades de entrada para la ayuda mutua, la solidaridad y la preocupación por el destino de los otros. Individualismo mercantilizado, por lo tanto.
No resulta razonable interpretar el momento presente bajo las ideas de sociedad del riesgo y cultura del riesgo, como lo hacen Ulrich Beck y Anthony Giddens, puesto que las nociones de cultura y sociedad conllevan una analítica interpretativa, considerando el riesgo como algo dado, trascendental y connatural al ser humano. Por el contrario, el razonamiento genealógico no se dirige a la pregunta sobre qué es el riesgo, intentando descubrir su “verdadera” naturaleza, sino al modo de funcionamiento de las tecnologías del riesgo (Castro-Gómez, 2010) y a su papel en la fabricación del neosujeto (Bedoya, 2018). No tanto qué es y cómo nos constituye el riesgo, sino cómo es usado para gobernarnos. Sennett (2000), por su parte, también realiza una aproximación al problema del riesgo desde una perspectiva en la que este es concebido como una suerte de exterioridad impuesta al sujeto, productora de deterioro ético. Esta visión convierte al individuo en víctima que poco margen de maniobra y resistencia tiene ante el capitalismo contemporáneo. Lo cierto es que el uso estratégico del discurso, la producción y la seducción del riesgo han constituido la base de la creación de un mercado para la gestión positiva del riesgo, como bien lo sostienen Nikolas Rose (2007) y Bedoya (2018).
El riesgo, como es pensado aquí, lejos de ser considerado un monstruo externo que victimiza a la persona, se asocia, por dos vías, con las formas de subjetivación: por una parte, el riesgo producido por la gubernamentalidad del presente conduce al sujeto a realizar una serie de operaciones y elecciones sobre sí mismo que lo llevan a subjetivarse de una manera determinada. Recíprocamente, cuando el sujeto elige un modo vida, subjetivándose de una cierta manera, se ve enfrentado a unos riesgos asociados a ese estilo de existencia. Por otra parte, cuando el individuo pone en cuestión, de manera reflexiva y crítica, esas prácticas de gobierno que lo quieren definir desde afuera, termina relacionándose de forma diferente tanto consigo mismo como con los riesgos asociados al gobierno ante el cual se resiste.
En resumidas cuentas, hay que insistir en el hecho de que el neoliberalismo se ha afianzado como gubernamentalidad dominante, cargando seductoramente al ciudadano con la responsabilidad hacia aquellos ámbitos productores de seguridad ontológica ya nombrados. Así las cosas, esta racionalidad de gobierno permite y promueve un estado de inseguridad y riesgo constante en cada individuo, con el propósito de configurar un estilo de subjetividad específico, a saber, el empresario de sí mismo, rasgo central del sujeto neoliberal (Foucault, 2007; Laval y Dardot, 2013).
La generación del riesgo permanente aparece entonces como uno de los objetivos centrales de la racionalidad neoliberal [...]. Una racionalidad que busca producir un ambiente de riesgo en el que las personas se vean obligadas a vérselas por sí mismas, pues la inseguridad es el mejor ambiente para estimular la competitividad y el autogobierno (Castro-Gómez, 2010, p. 209).
El problema del riesgo también ha sido unido al de las sociedades de control. Al unirse al diagnóstico deleuziano que afirma que hoy vivimos en este tipo de sociedades, Sennett (2000), en La corrosión del carácter, sostiene que