La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras
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Una interrogante esencial que podemos hacerle a la naturaleza es: ¿en qué época vivimos? En el año 2000, el químico holandés Paul Crutzen propuso rebautizar nuestra era como Antropoceno, expresión que alude al impacto humano sobre la Tierra. La agricultura masiva, la industrialización, la contaminación, el cambio climático y las radiaciones nucleares han extinguido especies y alterado el planeta de manera irreversible. Para algunos, se trata de un término más ideológico que científico; sin embargo, un estudio reciente de tres eminentes universidades (Stanford, Princeton y Berkeley) señala que, desde la desaparición de los dinosaurios, la biodiversidad no había estado tan amenzada como ahora (cada año se extinguen unas 50 especies, a una velocidad 114 veces más alta de lo que sería normal). Se planea celebrar simposios para determinar la pertinencia de la nueva nomenclatura. De ser aceptada, estaríamos ante la primera ocasión en que una era geológica se definiera a sí misma.
Más allá de las consideraciones estrictamente científicas, la propuesta resulta relevante porque cuestiona la erosión del mundo en aras del progreso. El Holoceno es un término neutro; el Antropoceno tiene una dimensión crítica.
El arte suele diagnosticar enfermedades todavía futuras. La ensayista argentina Graciela Speranza ha relacionado la noción de Antropoceno con una pintura de 1938, La duración apuñalada, de René Magritte. En la estética del pintor belga, todos los elementos que forman parte de un cuadro son captados con minucioso realismo; lo irreal es la manera de combinarlos. En este caso vemos un salón burgués, con una chimenea y un espejo. Sobre el borde de la chimenea descansa un reloj, símbolo del tiempo. Lo insólito ocurre un poco más abajo: de la cavidad reservada al fuego emerge una locomotora. El ferrocarril, emblema de la Revolución industrial, irrumpe en el confort de ese respetable salón. El cuadro fue hecho para el coleccionista Edward James, cuya familia se había enriquecido con la industria ferroviaria.
¿Adónde va esa máquina? El título del cuadro es una profecía: la época se ha desgajado, el progreso representa ya una insensatez, la flecha del tiempo ha perdido el rumbo.
Ese ámbito es hoy “la hidra del capitalismo”, el delirante imperio del consumo, corporaciones que dominan a los gobiernos, piratería multinacional, ecocidio, guerras que expulsan a naciones enteras de sus territorios, corrupción y desigualdad. Un mundo sin otra regulación que la usura, donde, según la Organización Mundial de la Salud, uno de cada diez cigarros se vende en forma ilegal (aunque en España, Brasil y Honduras es uno de cada cuatro).
En lo que toca a México, no dejamos de habitar “el país de la desigualdad”, como lo llamó Alexander von Humboldt en el siglo xix. Incluso el barón berlinés se asombraría de la forma en que ha aumentado la brecha entre ricos y pobres. En el estudio Desigualdad extrema en México. Concentración del poder económico y político, que Gerardo Esquivel Hernández preparó en 2015 para Oxfam México, es posible leer los siguientes datos del oprobio: 1% de la población concentra 21% de la riqueza, y 10% concentra 64%. Además, esto va en aumento. Entre 2007 y 2012 la cantidad de millonarios a nivel mundial disminuyó en 0.3%. En ese mismo periodo, en México aumentó un alarmante 32 por ciento.
¿Es posible que la duración tenga un límite? Se diría que, al modo del Holoceno, su transcurrir compite con la eternidad. Sin embargo, desde el 1 de enero de 1994 sabemos que el tiempo puede replantearse.
La invención de una época
“¿Cuándo somos de veras lo que somos?”, pregunta Octavio Paz en Piedra de sol. O, dicho de otro modo: ¿en qué medida podemos sentirnos contemporáneos de nuestra era? No basta vivir el día para ser digno del presente. Nietzsche observó que el pensamiento sólo es en verdad contemporáneo si cuestiona su época; pertenece a ella en la medida en que la critica. Entiende la tradición para modificarla. En este sentido, no hay nada más contemporáneo que el cambio. Cada etapa se distingue por su ruptura con la anterior.
El zapatismo es contemporáneo en la medida en que ha planteado una oposición social a lo que ya ha durado en exceso. No busca retroceder la rueda de los días rumbo a una arcadia perdida, el nostálgico momento del origen, ni descarrilar el ferrocarril del progreso. Busca algo más definitivo y ambicioso: otro tiempo.
Su influencia se puede rastrear en numerosos movimientos sociales: de los indignados de Porto Alegre a la izquierda griega, pasando por Podemos, la nueva formación política española. Pero sus más hondas aportaciones están por estudiarse. Una de ellas tiene que ver con la “duración apuñalada”, el uso político del tiempo.
Siguiendo a Nietzsche, Giorgio Agamben comenta que ser contemporáneo significa descubrir insuficiencias en aquello de lo que una época se enorgullece más, es decir, en lo que tiene de “tradicional”. Esas fisuras delatan algo singular: lo que podría ocurrir. La esencia del presente es su indefinición, aquello en lo que está por convertirse.
Calendario en piedra, la pirámide conocida como El Castillo, en Chichén-Itzá, expresa a la perfección este sentido del tiempo. Cada uno de sus cuatro flancos tiene 91 escalones. En total suman 364. El escalón 365 es la cima; ese día no se cuenta porque se está viviendo: es el presente, aún indescifrable.
La conciencia crítica opera desde el escalón 365; pertenece a la cadena temporal pero anticipa otra lógica, que no se ha escrito y ya puede imaginarse.
“Contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo para percibir, no su luz, sino sus sombras”, dice Agamben. La frase podría hacer pensar en un tremendismo de la historia; no es así: la sombra es caldero de fulgores por venir. Quien se educa en la noche, percibe mejor los destellos.
En el sitio arqueológico de Toniná un recinto alude a esta tarea. Se trata de un espacio sin ventanas donde los astrónomos se encerraban durante días para adiestrarse en la oscuridad. Al salir de esa mansión de la noche eran capaces de detectar el más mínimo resplandor. ¿Qué moral podemos extraer de esa práctica?: quien se educa en lo oscuro, distingue resplandores.
Al contemplar el cielo nocturno se advierte en destellos que pertenecen a mundos ya desaparecidos, cuya luz sigue viajando hacia nosotros. No todo lo que brilla es un buen augurio. Sin embargo, esas luces lejanas pueden servir de orientación para recorrer caminos próximos. La tarea no es sencilla y hace pensar en el título de una novela de Italo Svevo: ver en la oscuridad significa atisbar lo que no quiere ser visto: El aprendizaje del dolor.
No tiene sentido alterar el presente por el sólo gusto de ser contemporáneo y marcar así el inicio de otra época. El cambio debe ser necesario. Por ello, toda transformación genuina busca superar un sufrimiento. Esta tarea, nada sencilla, provoca transitorios dolores del parto. A propósito del surgimiento de Irlanda como país independiente W. B. Yeats escribió: “Una terrible belleza ha nacido”. Vulnerar el tiempo para que nazca otro tiempo abre heridas. En 1934, asediado por las persecución estalinista, Ósip Mandelshtam escribió en su poema “El siglo”:
Mi siglo, mi bestia,
¿hay alguien que pueda
escudriñar en tus ojos
y soldar con su sangre
las vértebras de dos siglos?
¿Puede la sangre derramada servir de sanación? Con excesiva frecuencia, el oprobio y la injusticia se sobrellevan en nombre de la paz. El descontento es visto como una anárquica invitación al caos y se prefiere hablar de “reformas”, versiones tímidas de la mejoría.