.
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу - страница 6
Hace un par de años escuché a un intelectual televisivo describir su postura política de este modo: “Algunos piensan que México está muy bien, otros piensan que está muy mal. Yo soy heterodoxo: considero que está regular”. La mayor parte de las reflexiones acerca de nuestra realidad social pertenecen a la “heterodoxia de lo regular”; pretenden aportar una novedad al reiterar lo ya conocido y fincan su independencia en el inmovilismo de no estar ni a favor ni en contra. En nombre de lo demostrable, lo tangible, lo estadístico, cancelan los sueños del porvenir y el instante se vuelve ideología. ¡Bienvenidos al reino donde sólo existe el presente! ¿Para qué transformar la historia si se puede hacer zapping en pos de otra oferta? El presentismo entiende que la voluntad “elige” a través del rating, el consumo, el domingo electoral.
A contrapelo de este conformismo, algunos movimientos sociales recuperan ilusiones que parecieron canceladas con la caída del Muro de Berlín. En el cementerio de Highgate, en Londres, la tumba de Marx reproduce su última tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo; lo que hace falta es transformarlo”. El comunismo no fue el brebaje “curatodo” que la Revolución soviética prometió en su alborada, pero la necesidad de asociar el pensamiento con la modificación de la realidad no ha perdido urgencia. “Tomar el cielo por asalto”, la consigna de Marx, impulsa el cambio, pero también anticipa las inevitables heridas que provoca la búsqueda de la esperanza.
¿Tiene sentido pensar para no modificar el mundo? De eso tratan de convencernos los presentistas, heterodoxos de la regularidad. Otros, menos resignados, consideran que la teoría desemboca en hechos o, como se afirma en las aulas de la Universidad de la Tierra, que tener ideas sólo sirve “si se piensa sudando”.
La línea, el círculo, el caracol
El subcomandante Marcos recogió numerosos pasajes de sabiduría del Viejo Antonio. Uno de ellos dice: “Cuando se sueña hay que ver las estrellas allá arriba, pero cuando se lucha hay que ver la mano que señala la estrella”. La invención del futuro comienza en nosotros: el cambio está a la mano, en los cinco dedos que forman una estrella.
Acaso la principal hazaña del zapatismo consista en su condición contemporánea, en concebir otro tiempo, una época distinta que da vía libre al futuro sin olvidar el origen.
El tiempo líneal del consumo capitalista fue puesto en entredicho por las mujeres y los hombres de pasamontañas. Walter Benjamin representó el progeso como un ángel que todo lo arrasa y René Magritte, como la locomotora que escapa sin control de una chimenea. Paradoja del calendario filosófico: sólo quien evita que los días se reproduzcan del mismo modo es digno de este día.
El presentismo de los políticos profesionales avanza con el vendaval del progreso, siguiendo la vía de la locomotora. Lo contemporáneo busca otro horario.
En enero de 1994 la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá se presentaba como el rito de paso hacia lo nuevo, el anhelado “primer mundo”. Mientras tanto, las comunidades indígenas parecían sumidas en el Neolítico. El 31 de diciembre de 1993 una parte del país se durmió pensando que despertaría en el “desarrollo”. No fue así: el amanecer dio la hora zapatista. Comenzaba un día distinto, otra manera de concebir el paso de las horas.
Las comunidades indígenas no proponían el regreso a una arcadia perdida, una utopía del atraso. Reivindicaban agravios que venían de lejos, pero su misión era profundamente moderna. En la línea de pensamiento que va de Nietzsche a Agamben, el proyecto neoliberal del entonces presidente Carlos Salinas representó una esclavitud al presente, la reanudación de un ciclo donde nuevos talismanes —transferencias electrónicas, código de barras, “lápiz óptico”— actualizaban el mismo modo de dominación. La auténtica modernidad venía de atrás, venía de abajo. El primero de enero de 1994 no hubo nadie más contemporáneo que los indios de Chiapas.
¿Puede haber ruptura sin violencia? Cuando los zapatistas pidieron que los ayudáramos a no ser posibles para regresar a la noche de los tiempos de la que habían salido, no proponían desandar el calendario hacia el origen sino transitar de un modo diferente hacia el futuro. Se vulneraba el orden imperante, pero se declaraba de inicio que no había una búsqueda del poder. No se pretendía sustituir una dominación por otra, sino salir de ese círculo vicioso.
¿Qué hay a lo lejos, en la distancia que el Viejo Antonio señala con la mano? La construcción de otra forma de vida basada en la comunidad. Imaginar un modelo alterno de sociedad requiere de una pulsión utópica, pero no de una utopía. No estamos ante la desbordada fantasía de Charles Fourier, quien concibió El nuevo mundo amoroso donde los niños se disfrazarían de húsares para recoger la basura y el mar tendría sabor a limonada. El proyecto zapatista es asombrosamente real. La comunidad por venir ya está prefigurada en los “caracoles” o Juntas de Buen Gobierno que operan en los municipios controlados por el ezln. Ahí impera una relación social igualitaria, sin jerarquías preestablecidas, donde el “nosotros” predomina sobre el “yo”, una ética de valores compartidos. En este ámbito, el poder no es un fin en sí mismo sino un servicio que se rige por un lema dialéctico: “mandar obedeciendo”.
La política es la arena de los conflictos. En nuestra precaria democracia los partidos pertenecen a la industria de la confrontación. Su dinámica no se rige por la solución de carencias sino por la posibilidad de perpetuarlas. Si el conflicto se preserva, eso permite lograr alianzas, “amarres”, concesiones interesadas, nuevas promesas, programas con presupuestos adicionales para, “ahora sí”, superar los obstáculos.
Los partidos deciden el monto de sus recursos y no se someten a supervisión ciudadana alguna. Las elecciones no son para ellos oportunidades de cambio sino de rotación para acceder a los beneficios del poder. En la lógica partidista lo importante no es suspender la rifa de prebendas sino obtener boletos para la siguiente rifa.
Entre “gastos ordinarios” y el apoyo a las campañas, los partidos políticos mexicanos recibieron en 2015 la cantidad de 5 100 millones de pesos. Cada elección se disputa ese botín, que no deja de crecer. En esa rebatinga ninguna formación pide “no ser posible”. El ciclo no se rompe; se perpetúa con lemas intercambiables.
Hay diversos modos de estudiar lo que acontece. Podemos entenderlo conforme al decurso circular del mito (los sucesos regresan y se muerden la cola) o a la progresión lineal de la historia (el antes siempre está atrás).
En nuestra arena política ambos tiempos se confunden. Cada vez que se propone una reforma, se inventa una línea recta para que todo avance. Al final todo vuelve a ser como al principio. La hazaña social e intelectual del zapatismo consiste en concebir un tercer tiempo. Una parábola del origen contada por el Viejo Antonio refiere el momento en que los dioses se quedaron dormidos y el hombre tuvo que inventar su camino. Esto no significó pasar del mito a la historia, del recorrido circular a la flecha del tiempo, sino a algo más profundo que aún no se entiende en el México urbano, pero que los zapatistas ya comprenden.
“En el antes, no había después”, dice el Viejo Antonio. La idea de transcurso no existía. Los hombres crearon su camino para que pasaran las cosas. Ellos son los autores del tiempo.
¿Qué tan larga es esa travesía? “Cuando caminen bastante y alcancen a mirar su espalda, aunque sea de lejos, entonces ya acabaron”. Las palabras del sabio Antonio recuerdan la “negra espalda del tiempo” de Shakespeare, el reverso de las cosas, que nunca podremos ver porque la senda hacia allá es infinita.
¿Podemos