¡No valga la redundancia!. Juan Domingo Argüelles

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¡No valga la redundancia! - Juan Domingo Argüelles Studio

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como la figura retórica que es, forma parte de las licencias poéticas que, además, pertenecen a un estilo literario arcaico. Lo encontramos, utilizado de forma deliberada, en obras antiguas y clásicas, y ahora lo hallamos, usado de forma inconsciente, en redacciones afectadas y en expresiones carentes de toda elegancia literaria. Son vicios del lenguaje. Al explicar su antiguo uso, Félix Fano, en su Índice gramatical, explica: “epíteto. Es el adjetivo o participio que se usa principalmente para caracterizar o explicar el nombre, y suele ir delante de él; v. gr.: la mansa oveja. El epíteto se junta al sustantivo para llamar la atención hacia alguna cualidad que de ordinario le acompaña”. Como bien señala Fano, el epíteto suele ir delante del nombre o sustantivo, como en “el duro acero”, “la invicta espada”, “la efímera existencia”. Al igual que el pleonasmo, también figura de dicción, en la antigua retórica el epíteto aportaba énfasis a la oratoria o al discurso poético. Hoy no aporta nada que no sea la redundancia misma. Los peores escritores y políticos y los más descuidados periodistas, amantes de los lugares comunes, suelen recargar las tintas de su discurso, o de lo que llaman su “estilo”, en los adjetivos calificativos que no agregan nada a los nombres o sustantivos, resultando de esto evidentes cursilerías de las que únicamente ellos no se dan cuenta. Las publicaciones impresas y las páginas de internet están llenas de estos adjetivos que, al no dar vida, matan. Van unos pocos ejemplos: “Nuestra hermosa belleza latina”, “para que realce siempre su hermosa belleza”, “profundo pesar por el fallecimiento de nuestro querido profesor”, “con profundo pesar, CEPAL lamenta fallecimiento del ex Director del CELADE”, “en alerta 8 entidades por calor infernal de hasta 45 grados” (lamentamos contradecir al diario mexicano Excélsior: en el infierno, si existe, el calor que se promete es superior a los 45 grados; ya tendremos oportunidad de comprobarlo), “por 40 días habrá un calor infernal y todo será culpa de la canícula” (dijo el diablo: Con qué poquito pinole les da tos; ¿calor infernal?, ¡aquí los espero!), “lamentable accidente automovilístico deja varios lesionados”, “un hombre murió electrocutado en un lamentable accidente” (el único que ya no lo pudo lamentar fue el muerto), “quiero beber ansiosa la dulce miel de tus labios”, “pude sentir la dulce miel de tus labios besando los míos”, “terrible tragedia en Italia: puente se desploma en plena autopista”, “Guatemala sufrió una terrible tragedia tras la erupción del Volcán de Fuego”, “el brillante sol llegó a mí”, “lamentable pérdida de vidas humanas”, “expresamos nuestro hondo pesar por el lamentable fallecimiento”, “arrebatado por la desconfianza, sintió un miedo atroz” (lo atroz sería que se les colara una errata en el adjetivo, y lo que sintiera fuese un miedo atraz), “mostró sus afilados colmillos” (que un día antes, por error, llevó al servicio con el afilador de cuchillos, a quien confundió con el afilador de colmillos), “no había nada a su alrededor salvo una absoluta y negra oscuridad” (escritores con este “estilo” suelen ganar becas y premios), “fruto de un odio ciego y absurdo” (tenemos que suponer que hay odios muy lúcidos y nada absurdos), “saboreó la amarga hiel de la derrota” (ésta es cursilería de altos vuelos, no jaladas), “el rey de antaño se ha levantado de su tumba helada”, “fue un asesinato atroz”, “me resultó difícil reprimir una sonora carcajada” (¡tan fácil que hubiese sido optar por una silenciosa carcajada!), “soltó una ruidosa carcajada”, “terminó por ocasionarle una dolorosa herida”, “un aguacero torrencial se dejó sentir”, “Brian sintió un miedo pavoroso” (otro escritor que pide a gritos un premio literario internacional), “hubo un aguacero repentino mientras estábamos en el parque”, “el frío cadáver descansaba en su lecho de muerte” (lo bueno es que descansaba), “le estaba produciendo un gozoso placer”, “de nuevo experimenté la inquietante angustia de ser observado” (otro escritor de altos vuelos) y, como siempre hay algo peor, “sintió una inquietante angustia dentro de su cuerpo” (no vayan a creer que la sintió fuera).

       Google: 1 730 000 resultados de “hermosa belleza”; 1 720 000 de “profundo pesar”; 292 000 de “calor infernal”; 264 000 de “lamentable accidente”; 195 000 de “dulce miel”; 143 000 de “terrible tragedia”; 140 000 de “brillante sol”; 139 000 de “lamentable pérdida”; 134 000 de “hondo pesar”; 92 700 de “lamentable fallecimiento”; 74 000 de “miedo atroz”; 65 200 de “sonora carcajada”; 58 000 de “lamentable muerte”; 47 500 de “accidente lamentable”; 44 300 de “afilados colmillos”; 41 100 de “negra oscuridad”; 39 700 de “odio ciego”; 33 100 de “colmillos afilados”; 19 200 de “amarga hiel”; 15 900 de “asesinato atroz”; 12 100 de “dolorosa herida”; 10 600 de “aguacero torrencial”; 10 400 de “hiel amarga”; 9 150 de “tumba helada”; 7 430 de “miedo pavoroso”; 7 120 de “aguacero repentino”; 4 610 de “ruidosa carcajada”; 4 500 “frío cadáver”; 4 440 de “dulce miel de tus besos”; 2 370 de “gozoso placer”; 1 070 de “inquietante angustia”.

      10. adolescente, ¿adolescente joven?, ¿adolescente muy joven?, joven, ¿joven adolescente?, ¿persona adolescente?

      El término “adolescente joven” es tan absurdo como su sinónimo, y a veces opuesto, “joven adolescente”. Ambos son sinsentidos de los ámbitos de la psicología, la salud y la autoayuda. Quien es “adolescente” es “adolescente”, y quien es “joven” es “joven”. No hay que mezclar una cosa con la otra, aunque a los terapeutas y consejeros familiares les encanten estas barbaridades. Peor que “adolescente joven” es, en estos mismos ámbitos, “adolescente muy joven”, pues el oxímoron raya en la ridiculez. Como están las cosas, tal vez pronto se hable de “niño muy adolescente”. Todo esto da grima. El adjetivo y sustantivo “adolescente” (del latín adolescens, adolescentis) significa “que está en la adolescencia”, y el sustantivo femenino “adolescencia” (del latín adolescentia) designa el “período de la vida humana que sigue a la niñez y precede a la juventud” (DRAE). Ejemplo: Francisco es un adolescente, ya casi un joven. El adjetivo y sustantivo “joven” (del latín iuvĕnis) significa lo siguiente: “Dicho de una persona: Que está en la juventud”. En consecuencia, el sustantivo femenino “juventud” (del latín iuventus, iuventūtis) designa al “período de la vida humana que precede inmediatamente a la madurez” (DRAE). Ejemplo: Adriana es una joven, ya dejó de ser una adolescente. El DRAE no precisa las edades para diferenciar las etapas “adolescente” y “juvenil”, pero, de acuerdo con los convencionalismos más confiables, la “adolescencia” es la etapa comprendida entre la “pubertad” y la “edad adulta”, esto es entre los 12 y los 18 años, y la etapa “juvenil” es la comprendida entre la “juventud” y la “madurez”, es decir entre los 18 y los 29 años. A partir de los 30 se inicia la “madurez” que, hacia los 60, abrirá las puertas de la “vejez”. Queda claro que un “joven” no es un “adolescente” ni mucho menos un “niño” (de 11 años o menos), y que una persona “madura”, aunque se comporte con puerilidad o con desenfado adolescente o juvenil, no es, por supuesto, un niño ni un adolescente ni un joven, sino alguien que no ha conseguido asumir su madurez y que, probablemente, llegue a viejo comportándose como si estuviera en la escuela secundaria. Los oxímoros “adolescente joven”, “adolescente muy joven” y “joven adolescente” son barbaridades o, al menos, inexactitudes en el uso de la lengua. No confundamos las cosas. Podemos decir y escribir: Un adolescente de 13 años o Una adolescente de 17 años; también: Un joven de 22 años o Una joven de 25 años, pero nada gana nuestro idioma, porque nada precisa y, en cambio, sí lleva a la confusión, con las expresiones “adolescente joven”, “adolescente muy joven” y “joven adolescente”. Es cierto que el adjetivo “joven” posee la acepción secundaria “de poca edad, frecuentemente considerado en relación con otros” (DRAE), pero la lógica nos obliga a no utilizar este adjetivo para modificar los nombres de los períodos que, por convención, se dan a la vida humana (niño, púber, adolescente, joven, maduro, anciano o viejo), pues, así como no hay viejos jóvenes, tampoco hay niños jóvenes. En su acepción secundaria, el adjetivo “joven” casi siempre se usa en función comparativa. He aquí el ejemplo del DRAE:

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